lunes, 4 de febrero de 2013


Canto XII de Confín del polvo

 
Por Efraim Castillo
 
¿QUÉ NOS QUEDA aún por conquistar
si no esta riqueza interior
que aplasto la cabeza de Alejandro
comprimió los pulmones de Cesar
enfrento los caballos siberianos
de Atila y corrigió los defectos de Carlo Magno?
 
¿Qué nos queda por conquistar todavía
si el espacio infinito se va presuroso
por los hoyos negros           
y el agua desaparece entre nuestras manos
mientras aire y viento se entregan
a los temibles óxidos?
 
¿Qué nos queda si no las arrugas
las cuitas, los desfiladeros de lo inerte
y las olvidadas afrentas?
 
¿Qué, si no esas limosnas lanzadas
como en cascadas sobre piedras y leves humos?
¿Qué  si no las lágrimas de súplica
los gritos ahogados entre sollozos y brumas?
 
Debería haber, entonces,
como impreso en algún lugar del bosque,
alguna partícula, un atomillo
de ternura que se quiebre al conquistarse;
debería haber, se supone, en algún resquicio
entre la claridad centelleante del desierto
cierta arenilla que permita pisotearse.

Debería existir, como pura suposición,
alguna cola de estrella cuyo brillo
pueda cegar los ojos;
debería intuirse, eso está claro,
que entre leguas y leguas de mar
cierto pececillo nade en contra-corriente.
 
Entonces, ¿habrá algo para conquistar?
quedará el corazón apto para entregarse
a la tarea armoniosa del entusiasmo,
que despierta lo conquistado?

¿Qué nos queda, aún, por conquistar
si ya todo el llanto esta dado,
si ya todos los caballos han galopado,
si los ojos de las vírgenes han sido cercenados,
si no quedan corazones que apresuren sus latidos
tras los asomos de la aurora?

 
Para  nada valdrán los fusiles,
las granadas y misiles.
Para nada servirán las gruesas botas
ni las charreteras ni las máscaras.
Nada importará tanto, entonces,
como la luz en el ojo del niño
y su sonrisa estallando frente al sol.