Cultura Petrificada
Por Efraim Castillo
Uno de los mayores retos del
discurso creativo de Ramón Oviedo (1924-2015) se presentó a finales del 1990,
cuando por diligencias mías ante el embajador dominicano en Francia, Caonabo
Fernández Naranjo [quien había sido nombrado en el cargo a comienzos del 1987]
la UNESCO aceptó como un obsequio del país a dicho organismo el mural Cultura
petrificada —un lienzo de 156 por 467 cm—, el cual fue entregado a su Director
General, Federico Mayor Zaragoza, a comienzos del 1991.
En Cultura petrificada Oviedo reivindica
las ramificaciones de las voces, las notas musicales y los lenguajes estéticos
de lo que fuimos y que, por desidia o enmascaramientos, yacen como formas muertas
en nuestra historiografía. Con esta reflexión, Oviedo no quiso glorificar la
tradición —solapada siempre en lo anónimo—, sino denunciar los disimulos asumidos
por la postmodernidad para sepultar las características de las expresiones
artísticas que superviven en el folclore. Oviedo, un escarbador consuetudinario
de lo ancestral, organiza en Cultura petrificada una separación —un deslinde— del
arte crítico y el asumido como pueblo, en un mural cuya lectura enfrenta —a
través de un diablo cojuelo [o tótem] de brazos abiertos— la vinculación de
penurias que ha tejido in extremis nuestra
vinculación con el pasado. En el mural, el Maestro acudió al estudio de crónicas,
mitos, creencias y supersticiones, todos cosidos alrededor de lo que somos.
Con el expresionismo-abstracto
que asumió a partir del 1984 —y que clausuró el periodo de las prisas—, Oviedo
retornó a una escritura de lectura horizontal, ordenando la estructura del
mural a partir de ese diablo cojuelo [o tótem] para simbolizar la expresión
artística primitiva de nuestros aborígenes, amenazada del aniquilamiento total en
los discursos desfigurados que han enmarañado las preferencias estéticas, tanto
de críticos culturales como de los esnobistas de siempre, buscadores
insaciables de una huidiza postmodernidad. El mural, desde luego, libera una
reflexión teórica acerca de lo que sería la hipotética muerte de nuestra
cultura popular frente al crecimiento exponencial de la
cibernética, inscribiéndose como un manifiesto de protesta contra lo que Ernst
Gombrich definió como “opción estética”, al preguntársele en un programa radial
de 1979 sobre “qué entendía por arte primitivo” (Woodfield: The Essential
Gombrich, 1996). Esta “opción estética” es lo que Ramón Oviedo concibió como una
“cultura petrificada”, una instancia lú cida de la manifestación artística
popular sustanciada en la evolución histórica, no sólo del pueblo dominicano, sino
de todos los pueblos en donde convergen —convirtiéndose en sujetos— los renuevos
del canto, la danza, la pintura y la lengua, relatados desde lo aborigen, lo
africano y las imposiciones del colonizador.
Creado para
denunciar, ningún escenario fue más propicio para Cultura petrificada que las
paredes de la UNESCO, en París, una reafirmación pictórica de Ramón Oviedo para
establecer la representación de una estética inclusiva y crítica sobre la
necesidad de que el pasado y sus manifestaciones populares supervivan —negándose
a morir— para abrirse a la comprensión amorosa de una historia que grita su perfil
en lo contemporáneo.