La ciudad como espejo
Por Efraim Castillo
La ciudad colonial
es el único rincón verdaderamente español del país y uno de sus encantos
consiste en lo fácil que puede atravesarse a pie, tanto de norte a sur, como de
este a oeste. Trujillo nos dejó una ciudad colonial medianamente organizada;
una ciudad con un sentido paternal de la limpieza y el orden. Pero aquellas
fueron, desde luego, unas conquistas situadas al margen de los horrores, como
hicieron los romanos en las ciudades ibéricas y germánicas: un hacer para
aguijonear, un fomentar para humillar.
Pero sería bueno
recordar que la ciudad se formó como la
contracultura del nomadismo, como la asimilación de aquellos humanos errantes
que, cansados, buscaban cobijarse en lo sedentario. La ciudad fue un invento
para hacer posible el fenómeno del establecimiento y ejercer el poder a
plenitud. Los sumerios, egipcios, griegos, romanos y los demás hospederos de
civilizaciones, levantaron sus fortalezas y crearon dentro de ellas modos de
vida para proteger sus herramientas y estrategias. La ciudad fue —y aún es— el
mejor de los sistemas para controlar al hombre. La ciudad es, así, la mejor
aliada del poder, facilitando las estadísticas de nacimientos, de los sistemas
educativos, de los controles de alimentos y, sobre todo, de las muertes. La
ciudad es —y fue— el control absoluto del hombre por el hombre.
Esta Santo Domingo —que fue Ciudad Trujillo por virtud de un lambonismo que no acaba— vio la carnavalización desde la monstruosidad de aquella “Feria de la paz”, la cual, alimentándose con los pagos quincenales, se multiplicó para trastocarse en Guachupita, en Mata hambre, en Gualey, en todas las villas de miseria que el progreso edifica para rememorar la muerte. Porque para el campesinado emigrado a la urbe no hay otro retorno que aquel aprisionado por la memoria. Desde la villa andrajosa, desde el arrabal incierto, el agricultor enganchado a quincallero o a aprendiz de albañil sólo cobija otra migración en su mente: la que marcha hacia la cárcel o hacia el afanoso triunfo del despojo.
Luego sobrevino la ciudad
de Balaguer hacia el caos irredento, hacia la presunción de ser sin estar,
hacia la escenografía del teatro pobre, donde las avenidas, las horribles
estatuas, los monumentos y rotondas sorprendidos, todo como confusión para
despertar asombros; todo como caricias para adormecer las madrugadas, todo como
ecos para despertar furiosas inmigraciones desde el campo.
A la ciudad de Balaguer le siguió la de Leonel, que la atosigó de rampas, perforando en su intestino un sistema ferroviario que aún no termina de propiciar el desahogo. Pero desde Ovando, todas las transformaciones se han olvidado del peatón, del que va a pie rumiando sus sueños y es al que espera la reivindicación.
De ahí, entonces,
que no debe extrañar a nadie que el emigrar del campo a la ciudad se haya
convertido en otra moda, en otro estilo de vida entre los habitantes rurales,
los cuales sólo buscan integrarse a una aldea global que ya McLuhan, hace
décadas, definió muy claramente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario