La voz de Anita
Por
Efraim Castillo
Efraim Castillo
Para mí lo primero fue el oído, pero no por obra y
gracia de la conducción radiofónica, sino a través de una voz viva, de una voz
entroncada a lo arcaico, a un estadio en donde no existían ni la teoría, ni la utopía,
ni el pecado original, porque aquella voz respondía a una noción de
subjetividad en que lo perfecto e imperfecto se diluían. Y esa voz fue la de la
mujer que me cuidaba, Anita. Una voz parlanchina, llena de alegría, mentiras y
escenas fantasiosas, descritas con la pomposidad que sólo es posible imaginar
desde la más primitiva sensación de escape. Aquella voz esculpió en mí un mundo
mucho más amplio e ilusorio que aquel en que me desenvolvía; que aquel en donde
mis ojos comenzaban a silabear en la escuelita de las
Amiama; o el de los cuarteles militares adonde me llevaba el capitán Castillo, mi padre.
En nuestras neuronas sólo sobreviven los
paradigmas, los recuerdos que rompen interrogantes
y silencios. Ese es el misterio que descubrió Freud y que Jung olfateó con su
premonición de la Primera Guerra Mundial.
Lo demás, lo que no es paradigma, se aloja en zonas cerebrales parecidas a los
archivos temporales de las computadoras: se destiñen y diluyen hasta
desaparecer.
Las nuevas generaciones de escritores, cineastas,
pintores, escultores y arquitectos, están atrapadas por una iconografía que
rebasa los límites de la realidad debido a la evolución del efectismo visual.
Ya McLuhan lo había advertido a finales de los cincuenta, pero su advertencia
se esfumó entre los alaridos de los hippies,
Vietnam y un mayo parisino
aprovechado por la extrema derecha. En ese interregno estuvo la muerte del Che y la dilución del talentoso estadio beatnik.
Yo hubiese podido sepultar la voz de Anita, de
aquella niñera, de aquella doméstica, de aquella mujer que me
gritaba constantemente a los oídos para hablarme de la simplicidad, contándome
historias de duendes y miedos bajo el candor de su voz y el barullo de los
cambiantes ritmos. ¡Y lo hice por momentos, aunque siempre volvía a las
referencias iniciales: recontando las incidencias, relatando lo inverosímil y
fantaseando con el contrapunto de la realidad!
Desde luego, las primeras referencias son como
ladrillos; como ese material que te colocan frente a los ojos para que lo mezcles
con otros elementos; y es esa percepción de mosaico lo que se convierte en apercepción, fundando los pasajes desde
donde afloran las invenciones, los eurekas
que deberemos gritar en los años venideros. Y fue así como los relatos y
fantasías de Anita se nutrieron con la lectura del teatro de Sófocles, Esquilo,
Eurípides, Aristófanes, Shakespeare, Moliere, Calderón, Pirandello, O’Neill, Miller
y Williams, hasta alcanzar a Ionesco; sazonándolo todo con los sagrados libros
de la biblioteca de Alberto Arredondo Miura, mi abuelo, atesorada por mi madre,
tal vez como un recuerdo de mejores tiempos.
Pero lo esencial, lo primario, lo verdaderamente único,
fueron las palabras regurgitadas desde la voz apasionada de Anita, mi niñera.
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