jueves, 20 de agosto de 2020

¿Y EL BOSCHISMO?

 ¿Y el boschismo?

Por Efraim Castillo

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Con la salida del poder del PLD y el achicamiento del PRD me surgieron varias preguntas: ¿Desaparecerá el boschismo del espectro político dominicano? ¿Se marcharán para siempre sus enunciados políticos sin dejar una huella, un signo benéfico para el futuro? ¿No será rescatado por alguien? ¿Será recordado Juan Bosch sólo como creador de ficción? Pero antes de responder esas y otras preguntas que con seguridad serán formuladas en el futuro, es preciso apuntar que el boschismo —como concepto— emergió de la frustración del propio Bosch, tras el derrocamiento de su gobierno en 1963, y la incubación teórica del mismo luego del revés electoral sufrido en 1966; un camino que lo llevó —desde 1964— a abandonar su fecunda y admirable creación literaria de ficción para concentrarse en la producción de los ensayos que fundaron su teoría del Estado, la cual, en muchos recodos, recuerda la inaugurada por Hegel en 1807 con la publicación de Phänomenologie des Geistes, en donde el filósofo alemán enfatizó sobre el espíritu objetivo y afirmó que “la realización del hombre sólo puede conseguirse en una sociedad organizada políticamente […] y no conforme a un hipotético ‘estado de naturaleza’, como lo postuló originariamente el liberalismo”.  

Bosch comprendió en aquel auto exilio en Benidorn [tal vez leyendo a Hegel y otros textos abiertos al materialismo dialéctico], que de haber contado con una estructura política organizada ideológicamente, el golpe de 1963 no se hubiese ni incoado ni ejecutado. Y fue en Benidorn donde nació el boschismo.

Bosch entrevistado por María del Pilar Arderius [Doña Pirula, la primera mujer periodista de Alicante], mientras tomaba un baño de sol en Benidorn.

En treinta años de una febril producción ensayística —de 1964 a comienzos de los noventa, cuando el Alzheimer bloqueó su sinapsis—, Juan Bosch produjo alrededor de medio centenar de obras, entre teorías socio políticas, historia y biografías, que inició con diez obras fundamentales: Bolívar y la guerra social [1964], Crisis de la Democracia de América en la República Dominicana [1964] y continuó con El pentagonismo, sustituto del imperialismo [1966], Dictadura con respaldo popular [1969], De Cristóbal Colón a Fidel Castro [1969], Breve historia de la oligarquía [1970], Composición social dominicana [1970], El Caribe: Frontera Imperial [1970], Tres conferencias sobre el feudalismo [1971] y La revolución haitiana [1971]. Estas diez obras definieron, no sólo el pensamiento y, obviamente su concepción del Estado, sino que fundaron el boschismo como una plataforma ideológica para alcanzar y sostenerse en el poder.

Bosch supo, a través del estudio y el sacrificio supremo de cerrar definitivamente su producción literaria de ficción, que de llegar al poder como lo hizo en 1962, ya jamás podría ser derrocado tan inútil y asquerosamente como ocurrió en septiembre del 63 y por eso, en 1973, abandonó el PRD y fundó el Partido de la Liberación Dominicana, al estilo de un acabado corpus ideológico con el que apetecía sintetizar, no sólo sus teorías, sino las aspiraciones de todos los que en el discurso histórico teorizaron, lucharon y aportaron deseos, sudor y lágrimas para arribar a un Estado conformado por un organismo capaz de guiar la sociedad hacia la felicidad.

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El nombre del nuevo partido fundado por Bosch obedeció a las correspondencias dialécticas de una articulación histórica en que Estados Unidos y la Unión Soviética se disputaban el liderazgo internacional y el vocablo liberación contenía la noción de protesta y libertad. Y de ahí —que nadie lo dude— surgió el nombre Partido de la Liberación Dominicana [PLD], un organismo que según Bosch lucharía por alcanzar la ansiada autonomía del país, esa independencia absoluta que anhelaron Duarte y los trinitarios a partir del 1838 y que, desde entonces, los dueños del mundo y sus corporaciones lo han impedido para continuar engulléndose el planeta a su antojo.

 Joaquín Bidó Medina

 Antonio [Tonito] Abreu

La membrecía inicial del PLD quedó integrada por José Joaquín Bidó Mejía, Antonio Abreu, Rafael Alburquerque y un grupo de dirigentes perredeístas que Bosch consideró desgarrapatados e inmaculados, entendiendo que éstos le ayudarían a construir una nueva República Dominicana. Demás está decir que ese grupo fundador se estructuró entre aquellos que habían leído y asimilado el discurso de la historia dominicana y sus procesos políticos a través de los diez textos que Bosch escribió entre 1964-71; y para sellar la alianza partido-militancia, se creó un lema cuya facundia serviría de leitmotiv, algo así como un recordatorio invariable para expresar que el fin buscado no era el bienestar individual, sino el social: “Servir al partido para servir al pueblo”.

Para singularizar la simbología del partido, Bosch escogió un color que ningún partido  tenía, el morado, que recordaba al Sacro Colegio del Vaticano; y a la bandera le insertó una estrella dorada, comenzando ésta a ondear apoyada por una singular y atractiva ideología, cuya militancia se ufanó en ser la única capaz de sacar de la pobreza al país y resolverle sus problemas de agua y electricidad. Sin embargo, lo más importante del PLD fue su estructura orgánica, cimentada en círculos de estudios, comités de base, núcleos de trabajo, direcciones medias, un comité central y un poderoso comité político; una verdadera nomenclatura granítica cimentada en una disciplina que se apoyaba en el voto orgánico.

Como una característica diferencial respecto a los demás partidos del sistema, Bosch inició una estrategia nacional de exclusión política: el PLD representaba lo puro y honrado debido a que las demás agrupaciones configuraban lo non sancto, la corrupción. Y a través del órgano periodístico de la entidad, Vanguardia del Pueblo [fundado en agosto, 1974], se expresaba “no sólo lo que el partido pensaba, sino lo que el partido quería que se dijera”, ya que era su instrumento político y rendía “la misma utilidad que un serrucho en las manos de un carpintero, un bisturí en las manos de un cirujano o una máquina calculadora en las de un contable” [Vanguardia del Pueblo, No. 24]. Esa inteligente diferenciación moral que estableció Bosch en el país llevó al PLD a publicar un álbum de la corrupción en noviembre de 1981, cuya tirada alcanzó alrededor de ciento cincuenta mil ejemplares y allanó el camino del boschismo hacia el poder.

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Para llegar al poder en 1996 el boschismo necesitó del reformismo; requirió unir el intenso antihaitianismo que latía en un Balaguer agotado a las ansias de gobernar del boschismo, cuyo predicamento de pulcritud se debatía en la política nacional. Y antes de la segunda vuelta del torneo electoral de ese año, Peña Gómez fue la víctima [el “camino malo”] de una yunta de políticos nonagenarios cuyas vidas útiles llegaban al final y dependían del triunfo para cerrar sus protagonismos históricos. Balaguer y Bosch sabían que el 47% obtenido por Peña Gómez en la primera vuelta lo condenaba a la derrota por el estancamiento de su crecimiento y sellaron su unión en un Frente Patriótico para sumar el 14.9% del reformismo al 38% del PLD, y así posibilitar la presidencia a Leonel Fernández. 

 Juan Bosch y Joaquín Balaguer levantan la mano a Leonel Fernández, tras la formación del Frente Patriótico, en 1996. 

Con su retórica de monje apasionado, Balaguer anunció que su apoyo al PLD era desinteresado y lo hacía “por la satisfacción de poder seguir siendo dominicano en tierra dominicana”; una clara alusión al alegado origen haitiano de Peña Gómez. Pero Balaguer sabía que la victimización a que era sometido el líder del Acuerdo de Santo Domingo estaba más allá de la xenofobia y aterrizaba en el atrevimiento de desafiar un statu quo agonizante. Aquella derrota de Peña Gómez agravó la enfermedad que padecía desde 1994 y la que, finalmente, lo llevó a la tumba en 1998.

Para Balaguer, 1996 fue el final de la extensa influencia que había ejercido en el país desde su inscripción en el Partido Dominicano de Trujillo a comienzos de los años treinta. Él estaba consciente de que más allá de su figura, de su palabra y su hacer, el Partido Reformista [su amada parcela política] carecía de un liderazgo prometedor que le sucediera. Para Bosch era todo lo contrario: su partido se apoyaba en una ideología nueva, autóctona, creada por él e inyectada a una figura nueva como Leonel Fernández, un joven cargado de atractivos conceptos; un brillante abogado, catedrático y poseedor de un verbo amplio y postmoderno. Entre la membrecía peledeísta, Leonel Fernández encarnaba lo idealizado por Bosch y por eso fue el elegido para guiar a la tribu peledeísta hacia el poder cuando el Alzheimer bloqueó la función cognitiva del preceptor. 

Pero, ¿implementó Leonel Fernández la esencia reivindicativa del boschismo en esos cuatro primeros años de su presidencia, transcurridos entre 1996-2000? ¿Introdujo acaso la teoría de Estado que Bosch, apoyándose en Hegel, incrustó en su doctrina, basada en que “la realización del hombre sólo puede conseguirse en una sociedad organizada políticamente […] y no conforme a un hipotético ‘estado de naturaleza’, como lo postuló originariamente el liberalismo”? En esos cuatro años, es preciso reconocerlo, Leonel Fernández introdujo sustanciales cambios en la administración pública que contribuyeron a crear el prestigio que lo devolvió a la presidencia en el 2004, cuando el PRD, con Hipólito Mejía gobernando, echó por el suelo la lucha de Peña Gómez de desterrar para siempre el cáncer de la reelección.

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Algunos historiadores y sociólogos afirman que el boschismo comenzó a morir desde que requirió del balaguerato para alcanzar el poder. Arguyen que Leonel Fernández —como cabeza del PLD tras el retiro definitivo de Bosch— pudo esgrimir la bandera del boschismo en su primer mandato, pero estuvo mediatizado por un congreso desfavorable en ambas cámaras, e intoxicado por la influencia de veintidós años de un balaguerato que arropó el horizonte político. Sin embargo, mucho del boschismo intervino en el primer gobierno de Leonel, logrando algunas de las medidas que modernizaron el Estado; y para ello contó [mediante promesas y canonjías] con el respaldo mayoritario de la oposición, pudiendo promulgar en junio de 1997 la Ley General de Reforma de la Empresa Pública, reestructurar el CEA, la CDE y las veinticuatro empresas agrupadas en CORDE; asimismo, creó en 1997 la Autoridad Metropolitana de Transporte [AMET], la Oficina Metropolitana de Servicios de Autobuses [OMSA], introdujo en la administración pública el uso eficiente de las nuevas tecnologías frente a las puertas del Siglo XXI, y aprobó la Ley General de Telecomunicaciones [la 153-98], de acuerdo a los convenios y tratados internacionales para garantizar un eficiente servicio en las comunicaciones.

Acostumbrado el país a un mandatario como Balaguer, poco dado a abandonar el país, los constantes viajes al exterior de Leonel para participar en reuniones de la OEA, Las Américas, la Asamblea General de las Naciones Unidas y a lejanos países de Asia, sorprendieron a la nación. Pero es preciso reconocer que esos viajes nos abrieron a encuentros altamente beneficiosos en una geopolítica cambiante: conectaron la nación con el exterior y nos abrió a una nueva manera de ejercer el poder, aunque por lo bajo se arrastraban los vicios heredados de la dictadura y los mandatos unipersonales de Balaguer, en donde el espionaje se hacía sentir con fuerza. Esos lastres, asociados a la ventana neoliberal abierta por Leonel para complacer a un empresariado empeñado en asumir los controles direccionales de la economía, comenzaron a quebrar las señales de un boschismo enfocado en alimentar la noción de liberación en el sujeto dominicano.

Algunos sociólogos dominicanos arguyen —sobre todo los vinculados a la izquierda romántica— que Leonel Fernández se dejó atrapar por un neoliberalismo que Balaguer atajó rotundamente a su regreso como gobernante en 1986, reiniciando programas socioeconómicos sujetos a su formación económica neoclásica.

 Friedrich Hayek
 Milton Friedmann

Esos mismos sociólogos enarbolan la tesis de que fue ese neoliberalismo el que echó del poder a Fernández en el 2000 e impidió el triunfo de Danilo Medina ante Hipólito Mejía, tras el fracaso de lo presupuestado con el achicamiento del Estado, sobre todo los beneficios esperados en la Ley General de Reforma de la Empresa Pública [la 141-97], que incluía CORDE, CDE, la Industria Hotelera Estatal y el CEA, una legislación que parecía emanada desde las teorías y cátedras de Friedrich Hayek y Milton Friedman. O sea, Leonel desprendía al Estado dominicano del patrimonio heredado de Trujillo y ahí comenzó a resquebrajarse el boschismo.  

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Juan Bosch falleció a los 92 años [el primero de noviembre del 2001] y no pudo ser testigo del declive de su doctrina en aquel gobierno inicial del PLD. La razón de que no pudiera ejercer una necesaria supervisión —ni una efectiva fiscalización sobre la administración de Leonel Fernández— es conocida de todos: desde el 1994 el Alzheimer había comenzado a invalidar su cerebro y Bosch, de ser el promotor y motor ideológico de su partido, se convirtió en una postal, en una imagen que además de escudo propagandístico servía para infundir en el país respeto y admiración. 

Por esa causa el cuatrienio 1996-2000 de Fernández no contó con la asesoría fundamental del ideólogo del PLD y fue notorio el desvío conceptual del boschismo en esa administración, sobre todo en lo que atañe a las medidas neoliberales implementadas por Fernández. Estoy seguro que de haber estado Bosch supervisando los pasos, las decisiones y las acciones de Fernández en su primer mandato, el boschismo hubiese marcado un derrotero distinto y el PRD no habría podido salir victorioso en las elecciones del 2000.
 
El desastre financiero que estremeció al país durante los cuatro años de gobierno de Hipólito Mejía, ocasionado por un corrupto sistema bancario que se venía arrastrando desde hacía  lustros y una efectiva campaña propagandística esgrimida por el PLD, hicieron posible el retorno de Leonel Fernández al poder. El país no se vio compelido a realizar una enredada analogía para comparar la administración de Fernández versus la torpe y desafortunada de Mejía, quien desperdició una administración que se inició con una favorable mayoría congresual y una militancia que clamaba reivindicación para la figura de su líder, José Francisco Peña Gómez, discriminado y señalado como el camino malo en el torneo de 1996. 

Al parecer, las desapariciones físicas de los líderes fundamentales de los tres partidos políticos envueltos en el clímax coyuntural dominicano [en un corto espacio de cuatro años: Peña Gómez en 1998, Bosch en 2001 y Balaguer en 2002], dieron un vuelco sustancial a las ideologías seguidas por las parcelas que dirigían.
 
 Jacques Maritain

 Emmanuel Mounier

 Eduard Bernstein

Podría ser un eufemismo [pero no lo es] endosar ideologías a los tres partidos que desde 1973 sellaron sólidas intervenciones en la actividad política dominicana; porque exceptuando al PLD, tanto el reformismo como el perredeísmo optaron por adoptar doctrinas internacionalistas que acomodaron a sus intereses partidarios: el reformismo —que se había unido al Partido Revolucionario Socialcristiano [PRSC] el 21 de julio de 1984– ingresó al socialcristianismo surgido de las teorías de Jacques Maritain y Emmanuel Mounier, pero administró el país bajo un sistema altamente ecléctico, en donde Balaguer disponía a su antojo el desenvolvimiento socioeconómico de la nación, constituyéndose él en paradigma; el perredeísmo, adscrito a la socialdemocracia, ejerció en sus administraciones [sobre todo en la de Antonio Guzmán, 1978-1982] muchos de los principios de la ideología implementada a partir del pensamiento revisionista de Eduard Bernstein [1850-1932], pero las aspiraciones de liderazgo dentro de la organización crearon en la misma una atmósfera que terminó dividiéndola en grupos y luego en separaciones definitivas.

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Las ambiciones de liderazgo personal no afloraron en el PLD mientras Juan Bosch vivió —pero permanecían latentes— y después de su fallecimiento salieron a flote, adquiriendo una inusitada fuerza tras el regreso de Leonel Fernández al poder en el 2004 y su repostulación en el 2008, que aplastaron momentáneamente las aspiraciones de Danilo Medina de vengar su derrota electoral del 2000; y fue a partir de entonces que comenzaron a violentar las bases del boschismo. Esas ambiciones de poder —mezcladas a la sed de enriquecimiento— crearon resentimientos en la capa direccional de un PLD que carecía de la supervisión de su ideólogo y antepusieron a la tribu la ambición personal sobre la  disciplina y el lema de un partido que, antes de ascender al poder, limpiaba e higienizaba las plazas en donde celebraba sus mítines.

El sueño boschista de construir un Estado soberano comenzó a ser minado por la praxis de un hacer balaguerista anexado al neoliberalismo y a la visible rivalidad que afloraba entre los herederos de ese sueño, los cuales deseaban igualarse a una estructura empresarial que permanecía al acecho para imponer su hegemonía.

A esa mixtura de ambiciones se agregó un demonio que arribó al país en el 2002: la Constructora Norberto Odebrecht, de Brasil, que trajo consigo la llave que abrió la puerta a la corrupción total del Estado, y cuyos sobornos echaron abajo el viejo pattern del 10 y 15% de sobrevaluación en los contratos. Odebrecht estrenó el venenoso recurso congresual de las adenda, que elevaba los contratos de las obras —después de adjudicados— en hasta un 50%; y todo con la aprobación presidencial. El primer contrato a Odebrecht [2002] se firmó para la construcción de un acueducto que llevaría agua potable a las provincias Santiago, Valverde, Santiago Rodríguez, Montecristi y Dajabón: el Acueducto de la Línea Noroeste.

 Norberto Odebrecht

Este contrato comenzó un periplo delictivo que se magnificó —años después— con Punta Catalina, el esplendor maquiavélico de la corrupción, el cuerpo total de un iceberg que emergió tras el asesinato de una ideología químicamente pura: el boschismo.  

El malestar hiperbolizado por Odebrecht alimentó conductas cuyas huellas se movían en el país desde la independencia y provocaron divisiones entre los trinitarios, como el exilio de Juan Pablo Duarte, en 1844. Esas huellas obligaron a Juan Bosch a retirarse como cuentista en 1964 y comenzar su travesía como ensayista en Benidorm, comprendiendo que la corrupción [del latín corruptio, lo opuesto a la generación de vida; lo que se echa a perder, se descompone y pudre], tiene la facultad de dividir y sepultar conciencias, y que el padre de la sociología, Auguste Comte, definió como “la demolición gradual de la moral pública [porque] el problema social es un problema moral” [Ouvres, tomo IV: Cours de philosophie positive, 1830-42]. Sí,  Bosch sabía que la ausencia de moral podía convertirse en un virus que destruiría al PLD, tal como había destruido a la mayoría de los partidos en la historia política del país.

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La corrupción de Estado provocada por Odebrecht desde el 2002, no sólo nos costó dos mil millones de dólares y un sinfín de escándalos, sino que incidió en la división definitiva del PLD; un fraccionamiento alimentado, además, por tres elementos que se inyectaron con inusitada furia en su directiva: a) la pérdida de los valores y principios de la doctrina boschista; b) la ambición desmedida de poder y riqueza de varios de sus dirigentes; y c) el pugilato entre Leonel Fernández y Danilo Medina por alcanzar un lugar en la historia a través de mandatos presidenciales; una burda emulación del afán de Joaquín Balaguer por sobrepasar a Buenaventuras Báez en el ejercicio del poder [o sea, la angurria del danilismo versus la glorificación del leonelismo].

Esos factores —abonados por Odebrecht, que aportaba el dinero negro en los enfrentamientos— enceguecieron al discipulado mimado del boschismo. Y sería bueno preguntarse, porque la duda siempre se mueve pendularmente, si Juan Bosch no sospechaba que bajo la piel de oveja de sus queridos alumnos no se guarecían lobos de afilados colmillos, ya que desde 1982 —y cada vez que podía—, repetía para consumo del país y la membrecía peledeísta que “los dominicanos saben muy bien que si tomamos el poder no habrá un peledeísta que se haga rico con los fondos públicos; no habrá un peledeísta que abuse de su autoridad en perjuicio de un dominicano; no habrá un peledeísta que le oculte al país un hecho incorrecto, sucio o inmoral”.

¡Pobre Bosch! Su pulcritud y decencia le impidieron ver, sentir y oler los lobos y cuervos que habitaban aquella tribu de hombres que creyó seleccionar y educar bajo una doctrina que reunía esencias humanísticas, sociales, económicas y políticas; un seleccionado nomotético para posibilitar un esplendente tránsito en el discurso histórico dominicano. ¡Pobre Bosch!, sin lugar a dudas el político más limpio y dedicado del país y bajo cuya tutela crecieron el PRD, el PLD y sus hijos volitivos [entre los cuales se encuentra el PRM], que no podrán negar los genes boschistas que circulan por sus venas. Y es prudente decir que ese ADN, con seguridad, circula límpido en las venas de quienes aún [como yo] creen en su legado.

Hoy, como una venganza de la historia, aquel acusador álbum de la corrupción publicado en 1981 por la dirigencia del PLD —integrada, mayormente, por militantes provenientes de hogares humildes y pequeño-burgueses—, se ha convertido en un vengativo boomerang, en un documento que les sirve como anillo al dedo; como la misma horma de unos zapatos que nunca pensaron calzarían.

Pero quedan varias preguntas: ¿podrá alguien reivindicar el boschismo? ¿Llegarán Leonel Fernández y Danilo Medina a rasgarse las vestiduras y pedir perdón a Bosch por la traición que le infligieron, apoyados en un comité político que operó como un presídium soviético para deshacer a su antojo el sueño doctrinario del político dominicano más fecundo? ¿Surgirá desde la descomposición del PLD un liderazgo verdaderamente boschista?