miércoles, 16 de agosto de 2023

AQUILES JULIAN

 MI HISTORIA PERSONAL CON EFRAIM CASTILLO


Por Aquiles Julián

He tenido un vínculo largo, gratificante y curioso con Efraim Castillo, uno de mis héroes literarios personales. Mi primer contacto con la obra de Efraim fue en los primeros años de los70, cuando fundé junto a Roberto Tavárez, Efrén Ballenilla y otros amigos el «Teatro de la Búsqueda», al que por la onda epocal se le agregó la coletilla «Experimental», por lo cual terminamos siendo el «Teatro de la
Búsqueda – Experimental», TEBUSEX. El grupo surgió en una zona clase media de Los Mina, vinculado a un club denominado «Cultural Seis». Por allí residían Raúl Bartolomé, Domingo Tejada y otros, y desde esos años arranca mi aprecio por él. En el grupo montamos «Viaje de regreso», obra teatral en un acto de la autoría de Efraim. Y la receptividad del público, en las presentaciones que hacíamos en clubes culturales, colegios y liceos, era alta. La obra estudia la angustia existencial de unos soldados que regresan a sus hogares luego de participar en una contienda bélica. Así arrancó la relación con Efraim.

Años después, Efraim, que antes de la contienda de 1965 había incursionado exitosamente en la publicidad, fue una referencia junto a René del Risco y otros escritores, cuando —gracias a Juan Freddy Armando y a la receptividad de William y Darío Vargas que me acogieron en «Extensa Publicidad»— me inicié en la actividad publicitaria a comienzos de los años 80 del siglo pasado.

Efraim no sólo era un ejecutivo y hacedor publicitario, también era un polemista y teórico que sostenía puntos de vista sobre el quehacer de la publicidad y contradecía a otros, defendiendo un espacio profesional ganado a pulso. Es histórica su polémica con el creativo franco-italiano Francois Zillé, importado transitoriamente debido a una alianza entre «Extensa Publicidad» y la agencia europea «Unitrós».

Zillé vino y alborotó el país con sus tesis creativas y publicitarias, buscando lógicamente llamar la atención y atraer clientela hacia su representante local, «Extensa». Efraim le salió al frente, sosteniendo sus tesis y ambos publicaron artículos que yo leía y aprendía de Efraim, no de Zillé.  Años después, Efraim recopiló esos artículos junto a otros y los publicó en un libro.

(Yo entré a «Extensa Publicidad» mucho después. No conocí a Zillé, pese a que mi fraterno Freddy Ortiz me señala a mí como uno de los epígonos de Zillé. De hecho, cuando entré a «Extensa» ya «Unitrós» había descontinuado la alianza, la cual no logró sus metas. Zillé se fue por todo lo alto y le hizo invertir a la pequeña «Extensa» unas pomposas dobles páginas autopromocionales en el «Listín Diario» que lastraron penosamente las finanzas de la agencia. No es sencillo impresionar en una ciudad y un país aldeanos, donde todos nos conocíamos y las cuentas publicitarias se movían —y todavía se mueven— por relaciones personales y no por criterios profesionales).

Años después, comenzamos por el 1977 a promover la «Unión de Escritores Dominicanos», la UED. Su primer y único presidente lo fue el Dr. Víctor Villegas y yo pertenecí como vocal a su primera directiva. Iniciamos una serie de acercamientos a escritores renombrados de nuestro país, entre ellos a Manuel Rueda y también lo hicimos con Efraim Castillo, y ese fue el primer encuentro personal que sostuve con él. Recuerdo que nos invitó a almorzar a varios escritores en «El Mesón de la Cava» y compartió con nosotros impresiones. La UED desarrolló un programa quincenal de actividades en la Biblioteca Nacional, donde estuve personalmente involucrado. Luego, hubo un cambio de directiva en la que no figuré y posteriormente el intento se sumó a decenas de intentos infructuosos de relacionar y organizar institucionalmente a nuestros escritores. Don Víctor siguió fungiendo formalmente como presidente de una institución que no existía, tal como nuestros sindicatos, los llamados «partidos emergentes» y muchísimas otras instituciones que sólo existen de nombres.

Por aquellos años acompañé como un asistente más a Efraim Castillo a aquel acto en el antiguo restaurante «Roxy» de la calle «El Conde», en diciembre de 1982, cuando puso en circulación su primera novela: «Currículum, el síndrome de la visa», y leyó (luego de la presentación que hizo Diógenes Céspedes de la novela) aquel capítulo cargado de «malapalabras» que provocó la exaltación de lo que había quedado de Ramón Lacay Polanco, el cual arrastraba lastimosamente sus últimos años mendigando un trago en la calle «El Conde».

En ocasiones yo transitaba por la calle Enrique Henríquez, donde estaba «Publicitaria Síntesis», la agencia de Efraim, sobre todo cuando por allí vivió mi queridísima amiga Genoveva González.

Efraim evolucionó hacia la novela sin dejar de hacer críticas de cine y literatura, teoría de la comunicación publicitaria, teatro y las campañas con las que producía su medio de vida. Era el «Commander», al que muchos envidiaban bajo las críticas acerbas en que la pequeña burguesía urbana dominicana entretiene sus noches.

Un día  Efraim nos invitó a la novelista Emilia Pereyra y a mí a su hogar y allí nos agasajó con esmero. De él y su esposa Gladys recibimos un trato exquisito, afable y agradable. Y de ese día es la foto en la que estamos juntos. Posteriormente hemos coincidido en algún lugar: en «Plaza Lama», su cliente,  del que es la voz oficial y el asesor por excelencia, su mejor obra comunicacional visto los
imponentes resultados; en las librerías, o en cualquier lugar de la zona próxima al Jardín Botánico, ya que somos vecinos. Él vive en «Los Ríos» y yo en «Altos de Arroyo Hondo III».

Siempre sonriente, siempre fraterno, siempre estimulante. La última vez que le vi me animó a escribir novelas, su pasión. Y me expresó que me enviaría una obra de teatro: «Adán, Eva y los Moluscos», para compartirla con el público lector.

Septiembre 30, 2010.

miércoles, 17 de agosto de 2022

IVÁN: EL DRAMATURGO

 Iván: El dramaturgo 

Por Efraim Castillo

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Como productor cultural, Iván García (1938-) pertenece a la Generación del 60, aún su vinculación a la intelligentsia nacional date de la segunda mitad de los años cincuenta, cuando egresó del Teatro Escuela de Arte Nacional [TEAN]. La vinculación de García a los productores culturales surgidos a comienzos de los años sesenta no está conectada, sin embargo, a las búsquedas ideológicas que marcaron las actividades culturales de esta generación, sino a una constante exploración para acrecentar su crecimiento intelectual. En esos años (1961-65) García enriqueció su visión dialéctica de la historia y exploró la base epistemológica del teatro.







Iván García


En un artículo que escribí sobre la obra Espigas Maduras de Franklin Domínguez, apunté que la fundación del Teatro Escuela de Arte Nacional databa del 1946, precisamente un año después de concluida la Segunda Guerra Mundial y cuatro años antes del estreno en París de La cantante calva [La Cantatrice chauve] en 1950, la primera pieza teatral de Eugene Ionesco, obra que significó la aparición de una nueva vanguardia teatral mundial. 

La fundación del TEAN, a cargo de Emilio Aparicio, un actor y director español, inyectó a la primera generación de actores graduados del país los vicios y virtudes del teatro español de aquellos años, y por la férrea dictadura que vivíamos ese tipo de proyección escénica marcó un proceso relativo de maduración que se manifestó después de la segunda mitad de los años cincuenta.

Este proceso de maduración, desde luego, es preciso precipitarlo por los conocimientos adquiridos por Franklin Domínguez [1931-] del teatro norteamericano, los cuales propiciaron la simbiosis entre los vicios y virtudes del teatro español enseñados por Luis Aparicio y el nuevo teatro norteamericano.








Franklin Domínguez

El montaje de obras teatrales no obedecía —hasta algo más de la segunda mitad de la década del cincuenta— a una preocupación social sino a un proyecto didáctico, organizado alrededor de una censura que solo ejercería su percepción de prohibición cuando la coyuntura de 1959 la envolvió y la represión se dejó sentir en un cruel crescendo

Desde luego, el país aún no había asimilado —para tornarla en praxis— una experiencia teatral capaz de facturar una extensa cantera de actores y directores, ni producir objetos dramáticos magistrales. Sin embargo, en tan sólo quince años [de 1946 a 1961] el país comenzó a moldear los resortes para impulsar actores, directores y dramaturgos. 

En ese periodo surgieron y se consolidaron sólidos actores de la talla de Salvador Pérez Martínez [El Pera], Freddy Nanita, Juan Llibre, Lucía Castillo, Monina Solá, Rafael Gil, Divina Gómez, entre otros [formados, durante el primer lustro]; Iván García, Armando Hoepelman, Pepito Guerra, Ina Moreau, Rafael Vásquez, Rubén Echavarría, Delta Soto, Miguel Alfonseca, Rafael Villalona, Mario Heredia, etc. [formados en el último lustro]; y la dramaturgia procesó su fortalecimiento con autores como Manuel Rueda y Marcio Veloz Maggiolo, amén del establecimiento definitivo de Franklin Domínguez y la incursión escénica de poetas como Héctor Incháustegui Cabral y Máximo Avilés Blonda.  

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Iván García tenía alrededor de veintitrés años de edad cuando Trujillo fue muerto en 1961 y unos dieciséis cuando se inició en el teatro. Esa es una de las razones que ubican al Iván dramaturgo bajo la influencia de la Entregeneración del 50, un movimiento intelectual que  vivió y padeció las coyunturas y conflictos que marcaron el agotamiento de la dictadura, y en el cual Iván selló definitivamente su acercamiento pasionario hacia la actuación, los escenarios y la literatura dramática. 

Pero como un acabado narrador y poeta de aguda visión social, es preciso incluirlo en la Generación del 60, donde las presiones grupales e ideológicas incidieron en su definitiva formación cultural; un fenómeno que no sólo se manifestó en él, sino de igual forma en Miguel Alfonseca, Rubén Echavarría, Juan José Ayuso y la mayoría de los que integramos aquella generación.

Esta conexión intergeneracional multiplicó la toma de conciencia de muchos de los jóvenes que se unieron alrededor de ideales sociales y desarrollaron altos niveles de maduración, como ocurrió con Iván y otros, que requirieron de algunos años para un-darse-cuenta de la realidad social y diferenciar la poética de la propaganda, alcanzando grandes avances en el dominio del lenguaje, «ese instrumento que patentiza lo humano» [Heidegger: «Hölderlin y la esencia de la poesía», 1936]. 

Posiblemente, la maduración fundamental de aquella generación fue la revolución de abril, la cual marcó un antesy un después en sus poéticas, convirtiendo en realidad un enunciado de Husserl: «La sabiduría es una aptitud meramente práctica [que está] relacionada con las virtudes personales» [«La filosofía como ciencia estricta». Revista Logos, 1911].

Cuando se estrenó La Cantante Calva [París, mayo de 1950] García tenía trece años. Claro,  pudo haber leído sobre ese estreno, pero eso habría que constatarlo a través de una rigurosa investigación que rastree diarios, revistas y libros llegados al país alrededor de esa fecha; aunque dudo que eso haya sucedido. García, de seguro, supo de Ionesco y su Cantante Calva mucho tiempo después y, con seguridad, se enteró que Esperando a Godothabía sido estrenada tres años después [París, enero de 1953], estableciendo una vanguardia teatral mundial cuyos influjos aún se sienten. 









Eugene Ionesco

Por eso, no puede parecer extraño el desconocimiento de una vanguardia cultural determinada en el país durante los años cincuenta, debido a que sólo era posible tener conocimiento de las vanguardias culturales a través de Hollywood, los Estudios Churubusco-Azteca, o alguna publicación que escapara a la censura dictatorial.

En una dictadura, las vanguardias son demasiado peligrosas; sobre todo, si encierran una estructura —como explica Roland Barthes—, «donde el artista busca el medio para resolver una contradicción histórica» [Le Plaisir du Texte, 1973]. Los textos de Las sillasEsperando a Godot y Paolo Paoli [de Arthur Adamov] llegaron al país en 1960, en la primera edición de Editorial Aguilar correspondiente a la colección Teatro Contemporáneo. Luego, llegó al país El Teatro de Eugene Ionesco [Losada, 1964], con La Cantante Calva en español.

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Los cuatro extranjeros [exiliados en Paris] que solidificaron la subversión formal del teatro fueron George Schehadé, Arthur Adamov, Eugene Ionesco y Samuel Beckett. Yo me enteré de Ionesco y su cantante calva cuando presencié su montaje en el Théâtre de la Huchette —en el Barrio Latino de París—, durante el invierno de 1962, donde se presentaba junto a Las sillas. Considero que estas obras no hubiesen sido prohibidas por la tiranía, ya que no esgrimían armas contra un sistema dictatorial y se limitaban —como en el teatro existencial— al grito desgarrador que provoca cierto tipo de angustia —como el tedium vitae, ese aburrimiento que corroe a la burguesía.






Samuel Beckett


Confrontada con la primera revolución teatral de los últimos ciento cincuenta años (protagonizada por Ibsen con Casa de muñecas, [1879]), la vanguardia teatral de los años cincuenta no aportó —en lo fundamental— ninguna variación sustancial, salvo la aplicación del diálogo automático, cuyo resorte inspirador es preciso buscarlo en Joyce (¿no fue   Beckett, acaso, discípulo de Joyce?) y en ciertas filtraciones visual-metafóricas del mejor cine de Chaplin. Pero como apoyatura de un mundo en que la lingüística había llegado al nivel de ciencia, no se podía permitir que los recursos teatrales quedasen estacionados en una mimesis convencional. De Ibsen a Jarry, Pirandello, Artaud, y luego a Brecht, el teatro había experimentado cambios en los resortes escenográficos, simbólicos, dialogales, pero no en la estructura del sentido.








Henrik Ibsen


En lo fundamental, la anécdota era parte protagónica, pero el teatro debía decir algo para establecer el acto sociológico, comunicante, entre oficiante y auditorio. Ibsen liberó la rigurosidad del proyecto coreográfico con un diálogo en que la coherencia se medía por la acción, explayando la posibilidad donde el actante imbricara la vivencia en lo mimético. Pirandello y Brecht [sobre todo Pirandello] hicieron partícipe al auditorio en el rejuego escénico y estructuraron un teatro sociológico, liberado del yugo de lo excluyente. Pero ni las ideas ni los conceptos sobre la función plástica constituían una representación de la inverosimilitud y se sentían, o desprendían, de lo representado.

Si la burguesía francesa, primero, y luego la del mundo capitalista, propiciaron el éxito del proyecto teatral vanguardista, no fue porque este teatro obviara con sorna sus intereses [no poniéndolos en ridículo, como en el teatro de Brecht], sino porque constituía un experimento que devolvía el teatro a sus orígenes, representando una nada que respondía a la reimplantación de la escritura automática. Era, en pocas palabras, la activación de uno de los movimientos burgueses que significó cierta esperanza dentro del elitismo cultural capitalista, tal como el surrealismo: una vuelta al André Bretón de 1924.

Sin embargo, el miedo de las dictaduras al teatro vanguardista residía en las articulaciones de los signos y los ritmos; esa sospecha —siempre presente— que producen los metalenguajes ocultos y pueden ser absorbidos por los auditorios, alertando las paranoias dictatoriales. Y ese pudo ser uno los frenos del retraso del teatro del absurdo, no solo en nuestro país, sino en otros regímenes tiránicos.

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 Esta podría ser, quizás, una de las motivaciones que llevaron a Iván García a crear las cargas simbólicas en los personajes de «Fábula de los cinco caminantes» [FórtidoMínimoOrátuloCárnido y Resoluto], los cuales llenan sus intervenciones a través de una sinonimia absoluta, disolviendo sus individualidades a pesar de las profundas sinécdoques que producen sus nombres y la generalización cognoscitiva de los totales enfrentados. Esta obra, muy parecida a «Esperando a Godot», sólo alcanza alrededor de ciento ochenta intervenciones dialogales [más el monólogo de Orátulo], por lo que su montaje favorece una amplia exposición de contrasentido.

El parecido de la pieza de García con Esperando a Godot, de Beckett, se circunscribe a eso que Maurice Merleau-Ponty enuncia: «La pretendida evidencia del sentir no se funda en un testimonio de la consciencia, sino en el prejuicio del mundo’» («Phénoménologie de la perception», 1945). Tanto la obra de Beckett como la de García involucran cierta hipóstasis en sus discursos, atando el destino humano a la evasión constante de sus vinculaciones con un ordenamiento metafísico.

Los personajes de Esperando a Godot [Estragon, Vladimir, Lucky, Pozzo y Un muchacho], aguardan un desenlace que nunca llega; porque, ¿para qué involucrar lo que se espera de un mundo donde la desesperanza y los mitos socavan la libertad? Sin embargo, en Fábula de los cinco caminantes sí se hace sentir, porque la espera es un aliado convencional, un repetidor de historias que convierte la esperanza en recompensa

En García, lo bueno y lo malo en el humano, su intervención a favor o en contra del devenir, estimula los equilibrios vivenciales en virtud de la existencia de una clara clasificación simbólica respecto a lo natural y lo absurdo [lo verbal y ultra-verbal]. Pero ambas obras conducen a ese fenómeno señalado por Eco: «Cómo se comunica o se significa y qué es lo que se comunica o significa» («Tratado de semiótica general», 1975).

 






Martin Esslin

Martin Julius Esslin, quien creó el término «teatro del absurdo» en su libro del mismo nombre, publicado en 1961, lo definió como «una forma de expresión dramática que encara con valentía un mundo que ha perdido su significado y ya no es posible aceptar más tiempo las formas estéticas basadas en una continuidad estandarizada».

De ahí, esa trituración de frases huecas que establece un correlato entre la incoherencia y la asfixia de la angustia, la cual se abate en los diálogos de un teatro que, no obstante haber llegado tarde al país, encontró en Iván García y en mí, sus cultores a comienzos de los sesenta.

Como proyecto didáctico, el Ministerio de Cultura debería establecer temporadas para montar obras pertenecientes a esta vanguardia teatral. Y creo que le haría un gran favor al país, tan inmerso en montajes de ese otro teatro, el light, el fácil y enajenante, que es demandado por un contenido evasivo donde el mensaje se diluye en modulaciones ordenadas por narrativas apoyadas en el puro entretenimiento, en el mero espectáculo, lo viral.

domingo, 17 de julio de 2022

HAY UN PAÍS EN EL MUNDO

 Hay un país en el mundo

 

Por Efraim Castillo

 


Fue maravillosa la lucidez ideológica de Pedro Mir (1913-2000) antes de arribar a los treinta años; por eso, su conciencia revolucionaria brilló sobre los poetas del país entre los años 1935-1950. Sólo habría que investigar las producciones poéticas de esos quince años para arribar a esa conclusión. Mir, que se estrenó como rapsoda sumergido en la influencia de Federico García Lorca (1898-1936), introdujo en su poética temas sociales que establecieron diferenciaciones sustanciales con el bardo granadino, tales como un marcado énfasis en la comprensión y reflexión de las contradicciones de clase.

 

 Pedro Mir


Los primeros poemas de Pedro Mir, A la carta que no ha de venir, Catorce versos y Abulia, fueron publicados el 19 de diciembre de 1937 en la página dominical del Listín Diario, entonces dirigida por Juan Bosch (1909-2001). Al publicar estos poemas de Mir, Bosch profetizó su futuro con una pregunta que se tornó profecía: “¿Será este muchacho el esperado poeta social dominicano?” Pero es importante señala que un mes después de la publicación de esos poemas (enero de 1938), el propio Bosch tuvo que marchar al exilio. Luego, tres meses después (marzo 13, 1938), el Listín publicó Poema del llanto trigueño, el cual marcó una clara separación entre Mir y los productores independientes de aquellos años (Guzmán Carretero [1915-1948], Incháustegui Cabral [1912-1979], Manuel del Cabral [1907-1999]), a través del entroncamiento de un-darse-cuenta de la crisis ideológica que atravesaba la intelligentsia nacional en una coyuntura donde la dictadura fortalecía su poder (1930-1944) y expandía su dominio en el tejido social. Al respecto, es preciso estar consciente, ya que no creo en ciertos poemas —aparentemente sociales— escritos en el país entre 1938-1942.

 

La poética de Mir está llena de imágenes donde las contradicciones de la producción cultural se visibilizan por el enfrentamiento ideológico que abatía un mundo al que Mir, proveniente de la geografía nacional donde nació nuestro proletariado [el batey petromacorisano], conocía y sabía hasta qué punto se ahondaban las negaciones de clase entre el patrón azucarero, el obrero del ingenio y el cortador de caña (bracero).

 

Por eso, aunque tal vez alejado de la práctica política en el inicio de esa década, Mir pudo decir en Poema del llanto trigueño —con cierto sabor lorquiano—: En la calle del Conde asomada a las vidrieras, / aquí las camisas blancas, / allá las camisas negras, / ¡y dondequiera un sudor emocionante en mi tierra! / ¡Qué hermosa camisa blanca! / Pero detrás: / la tragedia, / el monorrítmico son de los pedales sonámbulos, / el secreteo fatídico y tenaz de las tijeras.

 

Algo que ningún poeta se había atrevido a decir en un país que acababa de cambiar el nombre ancestral de su capital, Santo Domingo, por el ya execrable Ciudad Trujillo. Mir, en Poema del llanto trigueño traza el ascendiente social poético del que sería —once años después— uno de los poemas de mayor sustanciación ideológica escrito en el país, Hay un país en el mundo.   



La trascendente materia verbal manejada por Mir conformó —a partir de esa producción— su maduración hacia una poética que posibilitó Hay un país en el mundo (1949) y Contracanto a Walt Whitman (1953). Desde luego, esa poética es una consecuencia directa de su relación con el batey, con la ontologización del dolor, con la exclusión y la explotación del obrero. Georg Lukács, en Historia y conciencia de clase (1923) lo describe bien: «Los momentos ideológicos no solo 'encubren' los intereses económicos, no son solo banderas y consignas en la lucha, sino partes y elementos de la lucha misma [...] y cuando se busca por medio del materialismo histórico el sentido sociológico de esa lucha, es posible descubrir esos intereses como los momentos explicativos [y] decisivos en última instancia».

 

Por eso, tanto en La Mañosa de Juan Bosch como en Over de Ramón Marrero Aristy (1913-1959), la proyección de la imagen total particulariza una región específica del país desde la plataforma social, aún con la reproducción de enfrentamientos entre la totalidad del movimiento con la totalidad de los objetos. Sin embargo, en Hay un país en el mundo a lo meramente descriptivo Mir le incorpora las prácticas de clase, imbricadas mediante la simple implementación de un discurso cuyo referente transborda la subjetividad y se desplaza entre las fuerzas productivas y las relaciones de clase, marcando —por lo tanto— un producto literario verdaderamente inmerso en una práctica literaria en correspondencia con un todo dialéctico.

 

Hacia finales de los cuarenta [1949] —cuando Mir escribió en Cuba Hay un país en el mundo—, Trujillo había fortalecido casi al máximo su régimen dictatorial, permitiendo en 1947 una cierta apertura política e ideológica para disminuir las presiones externas y, sobre todo, en atención a los mercados de exportación de nuestros principales rubros agrícolas, como la caña, un sector en donde había depositado sus apetencias. Esa apertura, a pesar de que dinamizó las conciencias inconformes, también produjo una práctica ideológica entre una juventud que había seguido los pasos soviéticos durante la Segunda Guerra Mundial y había sentido como suyas las luchas obreras del Este dominicano, hornada inicial de la lucha de clases. Ese 1947, asimismo, había sido testigo del abortado plan de Cayo Confites, que se cristalizó en el Luperón de 1949. Precisamente, Mir se exilió en 1947.


 

El desembarco de Luperón fue en el mes de junio y Publicaciones EMIR, que realizó la Quinta Edición de Hay un país en el mundo (1968), no especifica en cuál mes de 1949 escribió Pedro Mir el poema; una fecha que podría no tener importancia, pero la tiene, ¡y mucha!, en virtud de que ese momento —como coyuntura histórica— pudo influir en la expedición comandada por Horacio Julio Ornes Coiscou; o viceversa, haber constituido la expedición de Luperón el motivo de su evocación, de su inspiración, produciendo una relación dialéctica, no sólo en la búsqueda de la materia verbal, sino como correlato entre el poeta, su poética y el poema.

 


Al respecto, es preciso señalar que Hay un país en el mundo no sólo sentó en el país las bases de una práctica literaria inmersa en lo ideológico, sino que sirvió de vínculo literario al exilio anti-trujillista. Desde luego, habría que preguntarse, ¿cuántos dominicanos deben su militancia revolucionaria al poema de Mir, de la misma manera que muchos rebeldes del mundo se lo deben a la novela La Madre, de Máximo Gorki? Lo importante, entonces, sería estudiar el trazado ideológico de algunas poéticas, como [por ejemplo] La Mañosa de Bosch, Over de Marrero Aristy, y La Madre de Gorki, que son referencias narrativo-discursivas donde la historia se enfrenta a colisiones. Pero el aeda [diferente al narrador] debe aquilatar sus experiencias vivenciales y filtrarlas a través de ese ‘’furor [fervor] poético’’, donde la imagen estructura y predomina el propio canto a través de tropos, sin doblegar —desde luego— el mensaje que subyace a lo largo del tejido.

 

Mir, más allá de la influencia  de Lorca, debió ser un profundo estudioso del trayecto poético de un cantor suramericano, Pablo Neruda [1904-1973], y debió, asimismo, estudiar a concienciación las obras de César Vallejo [1892-1938] y Nicolás Guillén [1902-1989]. Ese itinerario, esa ascensión en el camino hacia una práctica literaria relacionada con lo ideológico y conectora del cantor con la realidad socio-histórica dominicana, tuvo su fuente nutricia —como afirmé anteriormente— en su propia región nativa, San Pedro de Macorís, donde se asentaron los primeros brotes de modos de producción capitalista y las contradicciones en el seno de sus unidades fundamentales: proletariado y burguesía. Además, podría existir cierta relación con la propia literatura petromacorisana (y pienso en Los Humildes de Federico Bermúdez [1884-1921]). Todas estas relaciones pudieron estar presentes en la coyuntura de 1949.

 

Estructurado por doscientos sesenta y seis versos, Hay un país en el mundo (quinta edición de Publicaciones EMIR [Eridania Mir, hermana del poeta], en 1968) contiene un índice muy arbitrario de once partes, pero que no responde a la verdad estructural, ya que ésta es preciso definirla así: Descripción Geográfica (desde el primer verso hasta el  treinta y cuatro); Descripción Humana Rural (desde el verso treinta y cinco hasta el setenta y cinco); Paréntesis, donde el textista prepara al oidor o lector para las canciones (desde el verso setenta y seis al ciento dos).

 

Canción I (desde el verso ciento tres al ciento veinte), que refunde el estilo inicial de Mir, emparentado cercanamente a Lorca, haciendo uso del decasílabo con cesura casi matemática en la quinta sílaba: 5+5, y tal vez con la intención de que la cadencia pegajosa de este viejo metro señalice hacia lo elemental la importancia del mensaje: “Plumón de nido nivel de luna / salud del oro guitarra abierta / final de viaje donde una isla / los campesinos no tienen tierra” (versos 103, 104, 105 y 106, p.7, seguidos de tres cuartetos y lo que pudo ser un pareado final, pero sin rima consonante).



Paréntesis II (desde los versos ciento veintiuno al ciento treinta y seis), constituye una preparación para la Canción deliciosa de los ingenios de azúcar y de alcohol (versos ciento treinta y cinco al ciento treinta y seis, médula indiscutible del poema). Canción II (desde los versos ciento treinta y siete al ciento setenta y cuatro, construidos como referencia litúrgica a una connotación de júbilo religioso, dejando a un lado el pareado de cifrado simple, pero capaz de decodificarse fácilmente. Mir sabe que la esencia del mensaje no debe complicarse con una materia verbal yuxtapuesta y recurre al arma curial del aleluya para posibilitar una señalización de la acumulación originaria: ‘’Son del ingenio’’; es decir, del dueño absoluto de la explotación.


 

Paréntesis III (desde el verso ciento setenta y cinco al doscientos dieciocho), que parece enmarcado en una visible crisis de inspiración pero que en realidad es sólo un anticlímax para preservar al auditorio y lectores la continuidad de la contradicción de clase, fuera del marco específico del ingenio, que Mir envuelve en la metáfora de “un día luminoso [que] despierta en las espaldas de repente. Este Paréntesis III posibilita la expectación en la yunta reconciliatoria del dolor rural y urbano, implicando como presas del silencio a “las ciudades llenas de abogados que no son más que nieblas [y también] silencio”, sentencia muy directa hacia los productores de objetos poemáticos contemporáneos y a los poetas emergidos en la llamada Generación del 48, de los cuales Mir con seguridad tendría noticias en La Habana



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Canción III (versos doscientos diecinueve al doscientos cuarenta y ocho, representados por dos sonetos construidos perfectamente, donde el poeta sumerge el discurso —tocado de la mano por Lorca— en su propio testimonio: “Hay un hombre de pie en los engranajes / desterrado en su tierra...” (p. 14), referentes a la enajenación del obrero por la pérdida de conciencia y convertido en productor de una mercancía que lo enajena, mientras enriquece a quien lo explota. En el segundo soneto de Canción III, Mir condiciona la lucha social con la entrada de un proletariado concienciado de su explotación laboral —como enuncia Lukács en Historia y conciencia de clase (Op. cit.). Mir involucra esa concienciación como “un rumor iluminado que procederá desde la sierra / traspasará los campos y el celeste dominio“.

 

No puede haber duda, Hay un país en el mundo está estructurado por nueve cuerpos: La descripción geográficaLa descripción humana, Paréntesis I, Canción I, Paréntesis II, Canción II, Paréntesis III, Canción III, finalizando con Canción IV (desde el verso doscientos cuarenta y nueve al doscientos sesenta y seis) donde Mir hace alusión a la coexistencia pacífica —creada por Lenin [Obras, Tomo XXIII, 1915-16] y remarcada por Nikita Kruschev en 1955: “Después no quiero más que paz / un nido / de constructiva paz en cada palma  / y quizás a propósito del alma / el enjambre de besos y el olvido…’’

 

 

 

miércoles, 1 de junio de 2022

MANHATTAN TRANSFER

 Manhattan Transfer

Por Efraim Castillo.

"John Dos Passos inventó una sola cosa: el arte de relatar. Pero esto es suficiente. Lo considero el escritor más grande de nuestro tiempo".

—Jean-Paul Sartre (American Novelists in French Eyes. Atlantic Monthly, 1946).

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Dentro de las relaciones sociales, escribir y leer representan actividades enmarcadas por la moda. De ahí, a que existan textos cuyos nombres son ampliamente conocidos pero cuyos contenidos se ignoran. Barthes inscribe en función de fenómeno este tipo de alienación social y explica que “la literatura no solamente actúa por su calidad literaria, por su captura, por su lectura, en sentido propio, sino también un poco por ósmosis, por metonimia” (Le plaisir du texte, 1974).  Entre los grandes textos de la novelística del Siglo XX, la novela de John Roderigo Dos Passos, Manhattan Transfer, viene a representar un claro ejemplo de este fenómeno.



¿Quién,  preocupado por tener un poco de pulimiento literario no ha oído hablar de Manhattan Transfer (1925)? inclusive, personas que no la han leído opinan sobre su técnica de contrapunto y hasta de su descripción panorámica del deterioro y decadencia sociales. Y este es el papel del que habla Barthes de la literatura como una moda. Actualmente en el planeta la moda es la novelita light, esa que evade la roman á thése y se limita a sólo entretener. Desde luego, no hay punto de comparación entre una narración light  y Manhattan Transfer, donde los episodios se marcan por acontecimientos económicos, sociales, ideológicos y por los inventos que revolucionaron las costumbres del mundo. He aquí un claro ejemplo:

“En la esquina de Canal Street se paró ante una droguería amarilla y se quedó mirando la cara pintada en un anuncio. Era una cara afeitada, distinguida, con cejas arqueadas y un bigotazo bien recortado: la cara de un hombre que tiene dinero en el banco, muy bien colocada sobre un cuello de pajarita ceñido por amplia corbata negra. Debajo, en letra inglesa, se leía la firma King C. Gillette. Sobre la cabeza campeaba el lema: ‘no stropping no honing’. El hombrecillo barbudo se echó el hongo atrás descubriendo su frente sudorosa, y se quedó largo rato mirando los ojos de King C. Gillette […] Luego apretó los puños, sacó el pecho y entró en la droguería”.

Lo que transcurre luego Dos Passos lo remite a la especulación del lector, aunque lo importante es que el hombrecillo que se afeita no es el protagonista de Manhattan Transfer; es uno de los cientos de personajes que aparecen y desaparecen deglutidos por la ampliación de la ciudad y los fenómenos que acontecen en ella.

 “Babilonia y Nínive eran de ladrillo” —escribe Dos Pasos. “Toda Atenas era doradas columnas de mármol. Roma reposaba en anchos arcos de mampostería. En Constantinopla las torres llamean como enormes cirios en torno al cuerno de Oro... Acero, vidrio, baldosas, hormigón, serán los materiales de los rascacielos. Apilados en la estrecha isla, edificios de mil ventanas surgirán resplandecientes, pirámide sobre pirámide, blancas nubes sobre la tormenta”.

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Esa es la descripción exacta y poética del New York de comienzos del Siglo XX, así como el rótulo perfecto al segundo capítulo de Manhattan Transfer, titulado Metrópoli. En ese mismo capítulo aparece —imitando el lead de un diario—: “MORTON FIRMA EL PROYECTO DE ENSANCHE DE NUEVA YORK”, que luego Dos Pasos conduce a hacia un bajante que agrega: “se aprueba el decreto que hará de Nueva York la segunda metrópoli del mundo”.

Entre el rótulo, el lead y el bajante de periódico, el lector de Manhattan Transfer encuentra lo que la narración en tercera persona escudriña: la escenografía perfecta para la historia de sujetos que viven alienados y sufren y gozan entre los intestinos de asfalto y hormigón de una ciudad en expansión. Arthur Mizener, uno de los críticos que categorizó la obra de Dos Passos en sus mejores niveles, escribió que lo que pasó con Manhattan Transfer fue que “a medida que comenzaron a salir a la luz publicaciones novelísticas que seguían el estilo contrapuntístico de esta obra, la propia producción de Dos Passos fue recibida con menos favor” (12 Great American Novels, 1969).










John Dos Pasos


Manhattan Transfer fue publicada en 1925, tres años después de aparecer el Ulises de Joyce (1922) y cuatro después de la publicación de Tres Soldados, la primera novela de Dos Passos y una de sus más representativas estructuras narrativas y que, como registró Malcolm Cowley, es “una verdadera novela de arte” (The New Republic, 1931).

 Atrapada entre Tres Soldados” y la trilogía U.S.A. (Paralelo 42, 1919 y El Gran Dinero, 1930-1936), es preciso situar a Manhattan Transfer como la obra de Dos Passos que lucha por ser diferente. Es preciso asentar que Dos Passos estuvo en la llamada Lost Generation —frase acuñada por Gertrude Stein (The Making of Americans, 1903-1911) y epigrafiada por Hemingway en The sun also rises [Fiesta] (1926)—, que incluía los autores cumbres de la literatura norteamericana de entreguerras (Hemingway, Scott Fitzgerald, el propio Dos Passos, etc.) y envolvía el asesoramiento de la Stein y Ezra Pound. Pertenecer a esta exiliada peña literaria obligaba a Dos Pasos a la búsqueda de nuevas formas expresivas. El grupo, además, contaba con el patrocinio editorial de Madame Shakespeare (Sylvia Beach) e incluía nombres como el de Pablo Picasso y James Joyce, a quien la señora Beach le publicó Ulises.

Aunque en Manhattan Transfer Dos Passos parece estar influenciado por las corrientes revolucionarías que presionaban la literatura a partir de la experiencia revolucionaria rusa de 1917, en sus obras posteriores (sobre todo en su trilogía U.S.A.) embiste contra toda manifestación ideológica: el comunismo, el fascismo, el New Deal de Roosevelt, aunque con cierto favoritismo al trotskismo. La voz de Dos Passos, desde un aparente bloqueo a la descripción de caracteres psicológicos en los personajes, emergió potente hacia la denuncia del hombre esclavizado por la ciudad, en tanto que subyacían en él las angustias de una era que lo aplastaba por caminar a pasos inalcanzables.

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En Manhattan Transfer los personajes —cientos de personajes— envejecen sin comprender la transformación que los envuelve. Por eso, lo mecánico, junto a la cibernética y robotización que los amenazan y acorralan, constituyen el único camino hacia lo inexorable: la sumisión, la cosificación.

(“Otro Río antes del Jordán. En la segunda Avenida, esquina a Houston, delante del Cosmopolitan Café, un hombre subido en una caja de jabón grita: ‘…esos individuos, compañeros…, esclavos del jornal como yo lo era…, os impiden respirar…, os quitan el pan de la boca, ¿Dónde están las chicas bonitas que yo veía venir por el boulevard? Buscadlas en los cabarets elegantes..., Estamos oprimidos, amigos, camaradas, esclavos debiera decir... Nos roban nuestro trabajo, nuestros ideales, nuestras mujeres… Construyen sus grandes hoteles para millonarios y sus teatros que valen fortunas y sus barcos de guerra, ¿y qué nos dejan? ...Nos dejan tuberculosis, raquitismo y un montón de calles sucias llenas de latas de basura… Estáis pálidos, compañeros… Necesitáis sangre… ¿Por qué no os metéis un poco de sangre en las venas?’”—Manhattan Transfer: Capítulo VIII. Segunda Sección).

Debo señalar que Manhattan Transfer fue una excusa de Dos Pasos para introducir una situación que Sartre —uno de sus grandes admiradores— trató de emular en su trilogía Los caminos de la Libertad (1945-49), bautizándola como “la instauración de un método de exposición multiplanística para describir objetivamente los pensamientos de determinados personajes alejados en el tiempo y el espacio”. Sartre afirmó que “después de leer esta novela de Dos Passos fue que pensé por primera vez en tejer una narración de varias vidas simultáneas, con personajes que se cruzan sin conocerse jamás y quienes todos contribuyen a la atmósfera de un momento o de un período histórico” (Sartre: American Novelists in French Eyes, 1946).








Jean-Paul Sartre


O sea, eso que expone Sartre es la emancipación orgánica de la ciudad presionando sobre la maduración consonante de sus habitantes, que Dos Passos utiliza para especular sobre el azar y conducir los tiempos con el rigor del materialismo histórico. Así, ninguno de los personajes de la novela escapa a su destino. El fuego, la guerra, las apuestas, la explotación del hombre por el hombre; todo alcanza en Manhattan Transfer el equilibrio de un proceso natural.

Dos Passos requirió mucho más espacio descriptivo que Joyce para montar su texto, con una asombrosa economía de palabras y distanciándose de las veinticuatro horas en que Stephen Dédalus [Telémaco] y Leopold Bloom [Ulises] cargaron sus conciencias para expresar sus particulares concepciones del mundo. Manhattan Transfer es la novela de Nueva York, pero es también la novela del aplastamiento del hombre ante su imposibilidad de sobrevivir como individuo. Por eso, Dos Pasos pone en boca de Oglethorpe: “Yo leo y me callo. Soy un observador silencioso. Sé que cada frase, cada palabra, cada signo de puntuación que aparece en la prensa pública, está revisado, tachado y raspado en interés de los anunciantes y accionistas. La fuente de la vida nacional es envenenada en su manantial”.