domingo, 20 de febrero de 2022

YELIDÁ DE TOMÁS HERÁNDEZ FRANCO

 Yelidá

Por Efraim Castillo

(El lenguaje es pues la posibilidad de la subjetividad, por contener siempre las formas lingüísticas apropiadas a su expresión, provocando el discurso la emergencia de la subjetividad —Émile Benveniste: Problème de linguistique générale, 1966)

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Un pariente de Tomás Hernández Franco (1904-1952) me confesó en los años setenta que el poema Yelidá (El Salvador, 1942) fue creado para dedicárselo a la madre de Rafael Trujillo, Altagracia Julia Molina Chevalier (1865-1963), a quien todos llamaban Mamajulia y los limpiasacos del régimen bautizaron como Excelsa Matrona. Pero que, al releer Hernández Franco el poema y comprender la magnitud y trascendencia histórica del sujeto poetizado con el nombre de Yelidá, desistió de su intención. La verdad es que no sé si este relato sobre Yelidá es verídico, pero por los antecedentes de la mencionada Excelsa Matrona, por cuyas venas circulaba sangre española por parte de los Molina y sangre africana procedente de Haití por parte de los Chevalier, no parecería descabellado concebir que el poema Yelidá tiene ciertos nexos con la mulatez de la madre del dictador. Tampoco es descabellado intuir que al desistir de la dedicatoria, Hernández Franco enriqueció el poema, incorporándole la simbología concerniente a todo lo que la teogonía santera haitiana envuelve y anexándole trazos de la mitología escandinava, creando así una excepcional totalidad metafórica entre lo binacional, por un lado, y la mulatez, por el otro.








Tomás Hernández Franco

Muchos cronistas literarios se han detenido en la mulatez imbricada en el poema de Tomás Hernández Franco, no como una categoría histórica de la aventura colonialista, sino como categoría racial, lo cual elimina dos de los continuos creados por el poeta en su epopeya: el sincretismo y la transculturación, aún desarticulando el poeta la esfera binacional de la isla, al involucrar a Haití como una totalidad insular. Es bueno señalar que Hernández Franco había servido en Haití como diplomático y tenía conocimiento de que el mulataje haitiano no constituía una categoría histórica; o sea, una simbiosis etnosocial productora de cultura, debido a su condición de minoría, y que el mulataje, en tanto categoría social, era (es) una realidad en nuestro país. Una pequeña revisión en nuestros archivos podría comprobar los héroes, villanos, presidentes, escritores y generales dominicanos que han sido (y son) mulatos. Hernández Franco también sabía que el asentamiento poblacional nacional no se había efectuado desde Escandinavia, sino desde España.

Pero, ¿podía aportar España el halo mitológico de Escandinavia? Claro que no. La permanencia de las viejas sagas (sobre todo aquellas islandesas provenientes de los Siglos XII, XIII y XIV, aún sin la contaminación caballeresca de las de los Siglos XV y XVI) a través de la oralidad, debió servir de motor a Hernández Franco para la posibilitación de su relato poemático, inmerso por completo en la epopeya. Y para reforzar mi tesis, debo señalar que el poeta no inmiscuye en el texto el adjetivo sustantivado mulata para conceptuar el resultado del amor de Erick y Suquiete, los sujetos líricos de un proceso pluriétnico convertido en historia a través del mito.

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(Escucha mundo blanco / los salves de nuestros muertos / Escucha mi voz de zombi / en honor a nuestros muertos / Escucha mundo blanco / mi tifón de bestias salvajes. —René Depestre: Cap’tain Zombi, 1967)

Y aquí, entonces, descansa la incursión de lo más negro de lo negro en lo más blanco de lo blanco: Suquiete y la extraordinaria morbidez sensual de sus dioses, y Erick y la inquietante frágil palidez de sus gnomos (interpretados metafóricamente por Hernández Franco como liliputienses). 

De ahí —no puede encerrar la menor duda— que Yelidá no referencia un canto o una epopeya al mulataje, sino a la categoría histórica de una mixtura multinacional, estructurando una metáfora sobre lo binacional, cuyos resultados evade lo que René Depestre enuncia como "el papel terrorista, escandalosamente desagregador, que en nuestros países ejerce el dogma racial, tanto bajo sus formas negrófobas como bajo los más refinados disfraces" (Depestre: Saludo y despedida de la negritud. África en América Latina, 1977), que Hernández Franco implica mediante el artificio de una reproducción que se disuelve en la anécdota teogónica, reimplantando a través de lo sensual un mentís a los exégetas de la negritud en tanto que ideología-estandarte del complejo de inferioridad antillano.

Yelidá se publica en 1942, aunque podría ser que el goce evocativo para su producción viniera de más atrás, y esa fecha debe recordar el estado de guerra de Europa y las persecuciones raciales implementadas por los nazis. Es decir, el tema racial —sobre todo la expresión raza pura— era un principio, un concepto debatido diariamente. Claro, ni el doctor Alfred Rosenberg, el ideólogo mayor de la política racial hitleriana, ni los demás ideólogos del ario-nazismo, podían comprender que cualquier teoría racial evade la responsabilidad histórica de una lectura sobre la especificidad humana y reduce las contradicciones de clase a la pigmentación de la piel, apoyándose en mitos y odios. Este marco histórico, en el que la persecución racial alcanzó su pico frenético, debió propiciar que Hernández Franco ubicara en el ser hiperbóreo —el humano con más blanca pigmentación de la piel— el opuesto de madame Suquiete, la negra haitiana descendiente de esclavos.

Desde luego, Hernández Franco no reduce a un esquema de pigmentaciones el escenario del poema. Erick es un proletario escandinavo: “En el más largo mes del año había nacido / en la pesquera choza de brea / y redes salpicada casi por las olas” (versos 5 y 6 de Un antes—, Yelidá, p.8, tercera edición por Biblioteca Taller, Santo Domingo, 1975); y Suquiete es una muchacha virgen guardada por la celestina mamaluá Clarise para un gran postor: “Madam Suquí había sido antes mamuasel Suquiete / virgen suelta por el  muelle del pueblo / hecha de medianoche a toda hora / con hielo y filo de menguante turbio / grumete hembra del burdel anclado / calcinada cerámica con alma de fuente / himen preservado por el amuleto de mamaluá Clarise” (versos del 54 al 61, Otro antes, p.20).

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(¡Oh, vellón, rizándose hasta la nuca! / ¡Oh, bucles! ¡Oh, perfume saturado de indolencia!... —Charles Baudelaire: Las flores del mal. 1857)

Al no apoyar su proyecto poético basado en las pigmentaciones de la piel —algo groseramente racial—, Hernández Franco posibilita la unión Erick-Suquiete en una afinidad de clases y soledades, uniéndola a las contradicciones culturales como apoyatura estructural, condicionante para su lectura histórica, lo que le permitió organizar voz, palabras y el material rítmico de la saga, sostén esencial de la vertiente teogónica del propio canto y vínculo protagónico entre lengua y sujeto.

Habría que anotar, desde luego, que la atadura de Erick a Suquiete (“entre accesos de fiebre / escalofríos y palideces (tomando) quinina en grandes tragos de tafiá / para sacárse(la) de la carne”) pudo responder, como reproducción de una intención, a la ridiculización de lo hiperbóreo en tanto que carne y huesos comunes, desagregando todo ese übermensch que la alegoría nazi introdujo en su estrategia propagandística y reservando para lo teogónico, es decir, para lo metafísico, la imaginación, la verdadera lucha de la apoyatura epopéyica. Entonces, el marco histórico debió influir poderosamente sobre Hernández Franco en aquella coyuntura de comienzos de los cuarenta para producir Yelidá, contando el poeta a la hora de su edición 38 años.

Entre los factores mitológicos abordados por Hernández Franco entran, cómodamente, los racionales e irracionales, a pesar de que toda mitología —de por sí— suele ser absurda. Por un lado, el poeta introduce el cristianismo: “rezaba en la catedral por su hombre rubio”, verso 53, p.19; “y muy pronto los casó el obispo francés", verso 74, p.22; "y Erick murió un buen día entre Jesucristo y Damballá-Queddón”, verso 81, p.23.

Asimismo, Hernández Franco introduce lo infinito: "Y el dios que enmaraña las  raíces y las empuja fuera de la tierra", verso 111, p.30; acude a la repartición del  poder elemental: "los liliputienses (gnomos) dioses infantiles de la nieve", verso 127; "los dioses de algodón y de manzana", verso 134, p.37; "los hiperbóreos duendes del trineo y del reno", verso 138, p.38; "los dioses de leche y nube con  el sexo de niño", verso 157, p.41; "...dios negro del atabal y la azagaya (Wangol)", verso 159, p.42, etc.).

Todo ajustado perfectamente a los factores mitológicos y respetando las relaciones secretas que François Cheng enuncia “como un sublime aliento que las anima” (Cheng: La escritura poética china (2007).

Por otro lado, Hernández Franco conduce lo mitológico hacia la magia negra ("y cambió el amuleto de mamaluá Clarise / por el corazón de una gallina negra", versos 71 y 72, p.22; "mientras en la montaña el Papaluá Luipié / cantaba  el Canto de la Guinea y bebía la sangre de un chivato blanco", versos 75 y 76, p.22); y hacia la cumbre de la teogonía del vudú (Damballá Queddó, Wangol, Badagris, Agoul, Ayida-Queddó, Legbá), cuyo desafío a los dioses de la mitología occidental sobresalta, subvierte y conduce hacia lo subjetivo la mixtura multinacional propuesta en el poema.

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(Mujer desnuda, mujer oscura / Fruto maduro de carne firme / extasiadas sombras del vino negro / boca que hace lírica mi boca Léopold Sédar Senghor: Cantos de sombra, 1945)

La estructura de Yelidá consta de seis cuerpos: Un antes, Otro antes, Un después, Un paréntesis, Otro después y Un final, estructurados secuencialmente y de acuerdo a los vaivenes reflexivos del poeta. El primer cuerpo, Un antes, responde a lo que en cinematografía se conoce como flash back; o sea, una analepsis, una vuelta atrás en la vertebración del poema para relacionar lo vivido —o imaginado— con la realidad, lo actual, el presente, a través de un ritmo paradigmático donde el ayer y el hoy se entroncan, construyendo una unidad. A ese Un antes, Hernández Franco le anexa Otro antes, un ordenamiento simbólico del resultado histórico: Yelidá, que es la síntesis de un proceso biocultural que alcanza la categoría histórica. Un después representa el verdadero inicio del relato y Había una vez inmiscuye un a posteriori de la totalidad insular, descartando la figura que recrea René  Depestre sobre el plancton racial (Melville J. Herskovits: The Myth of the Negro, 1941).

Tampoco es fortuita la intención de Hernández Franco de hacer funcionar el relato mediante la tercera persona, bifurcada entre lo referencial (Un paréntesis) y lo fáctico (Otro después y Un final), posibilitando metáforas que se anexan a lo teogónico y que el poeta involucra en el corpus, algo sólo empleado en los productos poemáticos nacionales por accidente. Hernández Franco construye, además, planos alternos dentro de las esferas de acción: “Le había caminado entre las cejas rubias" (verso 23, p.10); "En un anual calafateo de lanchas / llamas estopa y brea" (versos 24-25, p.11); “…en lengua que no podía ser noruega y que ponía / en el pulso de viento de Erick pequeños remolinos” (versos 37-38, p.13); "A los veintidós años Erick tenía la mirada gris azul" (verso 38, p.14); etc. Todo para implementar en el ordenamiento de las imágenes un sistema de decodificación instantáneo, capaz de mantener al lector u oidor atado al relato, tal como en las viejas sagas vikingas, donde la dinámica del ritmo estructuraba la creación del mito.

Objeto poemático capital dentro del contexto histórico de la producción literaria del país, Yelidá reafirma la noción del mulataje como una categoría histórica, desechando las posiciones ideológicas de aquellos investigadores que han deseado encontrar en lo racial una basa folklórica, estática, petrificada, de la llamada herencia negra; desvinculándola de su rol en la lucha social y su aporte en la configuración de nuestro sincretismo y nuestra simbiosis. Otra sustancia que se mueve en Yelidá es el alejamiento del criterio antropológico de una supuesta inferioridad o superioridad étnicas, ya que, al abordar el camino de lo mitológico, el poeta vertebra hacia la epopeya la especulación de lo sensual como argumentación.

Por eso, Yelidá viene a ser la producción fundamental en una coyuntura histórica particular y un canto cardinal respecto a lo devenido como historia.