domingo, 28 de febrero de 2021

INEQUIDAD E INIQUIDAD

 

Inequidad e Iniquidad

Por Efraim Castillo

 (No sería justo que adultos jóvenes y sanos en los países ricos se vacunen primero que los trabajadores sanitarios y personas mayores de los países más pobres" —T. A. Ghebreyesus, Director General de la OMS.)

 T. A. Ghebreyesus

Las vacunas para paliar la pandemia del coronavirus han destapado la caja de Pandora que no pudieron abrir ni el nazismo ni el comunismo: el baúl de la inequidad e iniquidad. Las vacunas han expuesto lo que sumerios, egipcios, griegos y romanos —las civilizaciones que moldearon la historia— no lograron erradicar y ocultaron bajo la alfombra. Estas vacunas han echado abajo las máscaras de los que, erigidos como líderes mundiales, no han sabido compartir con el conjunto de vacunas descubiertas para contener el coronavirus, dejando en claro que la equidad —cuando se rompe— no es más que un valor metafísico vinculado a los apremios mercantiles.

Ya Immanuel Kant (en 1784) había alertado sobre la arrogancia del poder hegemónico: “Los tutores, que tan bondadosamente se han arrogado este oficio, cuidan muy bien que la mayoría de los hombres […] considere el paso de la emancipación, convirtiéndolo en difícil y en extremo peligroso (Kant: ¿Qué es la ilustración?). Kant sabía que ese ropaje de santo con que se viste la acumulación —para disimular y arrogarse la bonhomía— no es más que un subterfugio, un trágico engaño. Sabía Kant que la justicia solo es infalible si hay igualdad, la cual siempre se rompe cuando cunde el miedo; como ahora, en que los gobernantes de los países del primer mundo han priorizado su vacunación contra el virus sobre nosotros, los habitantes de la periferia, los alojados en este espacio existencial al que el economista francés Alfred Sauvy acuñó como tercer mundo (Tres mundos, un planeta, L’Observateur, agosto de 1952).

John M. Hobson, actualiza el término tercer mundo en su libro The Eastern Origins of Western Civilisation (2004), apoyándose en una tabla clasificatoria imaginaria de las civilizaciones y la invención racista del mundo, según la cual “los británicos se sitúan a sí mismos en la Premier League; los europeos en la Primera División; los asiáticos en la Segunda División; y los negros y coloreados en la Tercera División, justo al borde de caer en la Cuarta División”. Hobson se apoya en “la teoría del despotismo oriental, la teoría de Peter Pan de Oriente, la clasificación por clima y temperamento, la expansión del evangelismo protestante y la aparición del darwinismo social y el racismo científico”.

 John M. Hobson

Sin embargo, para el filósofo norteamericano John B. Rawls (1921-2002), “las desigualdades son producto del mercado y la cultura, siempre arbitrarias, que sólo encuentran acomodo cuando son el producto de decisiones individuales y particulares de vida […] en donde el esfuerzo y el mérito no tienen participación alguna” (Rawls: Teoría de la Justicia, 1971).

Sería cruel e inhumano que esa inequidad —cargada de iniquidad— con que nos excluyen las hegemonías mundiales en la distribución de las vacunas, se manifieste también entre los países del tercer mundo, donde las vacunas deben administrarse por necesidades humanitarias y no por categorías sociales.

 

lunes, 15 de febrero de 2021

LOS OTROS

 

Los otros

Por Efraim Castillo

¿Seré yo ese que se abanica frente a mí en el espejo como un horror que rememora al Borges del cristal impenetrable, al otro Papini en el estanque, al William Wilson de Poe, o al señor Goliadkin de Dostoievski? 

 Jorge Luis Borges

Porque son siempre los otros, los agolpados en el doppelgänger, en el sosia, los que nos consumen y martirizan. ¿Podría ser yo el cobarde, el ruin, el avispado que confunde la soledad con la ternura y los dilemas con los acertijos? ¿Podría ser ese espacio de reflejos aquél que sentado sobre el despojo hirió de muerte al demonio con la furtividad de los escapes? ¿O será acaso el engaño reproducido por los resplandores muertos? 

Sí, podría ser que aquellas refulgencias sobre las que multiplicaba mi ego gritándole al mundo que yo era el yo del desafuero, el yo que se erguía sobre las sospechas, hayan regresado para joderme la vida. Me miro y no me miro en el espejo bifurcado, en el cristal estremecido que no sé si se repite en mí o en el otro, porque ignoro lo que me devuelve ese ser que se burla de mis perspectivas.

 Giovanni Papini

Así, podría emitir un leve quejido, una súplica vinculada a lo desconocido, al absurdo laberinto que confundí con la oración. Pero, ¿para qué? ¿Para presentir la mofa del dios de los vencidos, del dios de los tontos que se apretujan en la cola de las peticiones? 

Entonces, lo mejor por ahora sería pellizcarme una mejilla y esperar a que el otro, si se atreve, reproduzca el movimiento de mi mano y la sensación de ardor que deberé sentir en el rostro. Me pellizco y soy yo el que siente el ardor y no el otro que que me devuelve la mirada, por lo que no puedo ser yo el del espejo, sino este yo que percibe la impresión; este yo a quien le duele que sus dedos castiguen con un pellizco su propia cara.

 Fiódor Dostoievski

Toco el espejo con ambas manos, cierro los ojos y no sé si palpo una superficie fría habitada por fantasmas o un pensamiento que se mueve con el resplandor de mi ego. ¿Me convertiré en flor, como Narciso, o tal vez en el espejismo de la metáfora que vine a buscar sobre mí y mis cadencias? He ahí, pues, que la búsqueda de la salida se entronque al silencio de los atajos que no conducen a ningún lado y nos empujan hacia el mismo encuentro de los inicios; a ese callejón de las no-sorpresas creado por el dios de los que esperan. 

 Edgar Allan Poe

No. La suerte no está echada. La suerte, simplemente, repiquetea desde antes como un melancólico gong sobre los albures de las vidas que han cruzado la esquina de la desesperanza. ¡Y se mueven, se mueven, se estrujan! Se estrujan entre sí como fantasmas, como estrépitos inconclusos y, por lo tanto, ¡no puedo ser yo ese pendejo que me mira con adustez desde el resguardo de la nada!

 

SOY UN HIKIKOMORI

 

El hikikomori[1]

Por Efraim Castillo

Soy un hikikomori; soy un ser recluido, un sujeto aprisionado por circunstancias ajenas a mí mismo en un país manejado por inteligencias cuyas apetencias desbordan ciertos límites e improvisan actos y sentencias. Soy un hikikomori desde que el coronavirus comenzó a causar estragos y la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró como pandemia la Covid-19, empujando al gobierno de Danilo Medina a recomendar quedarnos en casa, amparado en un Estado de emergencia autorizado por la Resolución 62-20 y el Decreto 132-20 —de la misma fecha—, los cuales se fueron enlazando consecutivamente a otros tras asumir la administración del Estado el llamado gobierno del cambio, liderado por Luis Abinader.

Y aquí estoy, confinado como un hikikomori de ochenta años que busca un espacio para reconciliar su vida con la cercana muerte. Por eso, soy un ente cosificado, comprimido a vivir arrinconado; soy una esencia manipulada; un ser invisibilizado; un alguien disimulado por toques de queda y medidas medalaganarias.

Soy un hikikomori involuntario, un desafortunado amante de lo social que busca con afán la otredad, la consolación alojada en la multitud, en la multi-semblanza, en la repetición humana que provoca el eco. Soy, ¿para qué negarlo?, la síntesis de centurias de fugas, tormentas y primaveras; soy un callejero atrapado por unos decretos emitidos a-lo-que-coja-mi-bon que impiden a mis ojos observar el atardecer sobre el mar y la alborada tras las estrellas. Soy un hikikomori sin agorafobia, sin miedo a la agitada turba, al gentío que se mueve en el hormiguero del tiempo; soy un espantapájaros atrapado en el silencio de la reclusión inclemente, servida a golpe de propaganda y dolor; soy la sombra de un decreto, la farfolla del estupor, un despojo de iracundia.

Soy el hikikomori que escribe desde el desamparo; soy el dedo cercenado de la llaga, el resquicio silente de la voz sin grito; soy el explorador perdido entre cuatro paredes, el extravío de la nostalgia, el desarropado subterfugio de la desazón, de la congoja, del suplicio que busca la luz; soy un tambor que flota en el gong de la campana, en el susurro musical de la alondra, en el esquivo fenómeno de la mentira. Soy el hikikomori del hipertexto, el odiador consumido en lo viral, el grotesco espectáculo que mella y atrofia, que socava y envilece; soy el escarbador de lo desapercibido, de lo tenue, del antiestruendo y la minucia que se aloja en lo silente. Soy la antítesis de una estrategia fallida, improvisada, creada para politizar mis instintos, mis ansias de domesticar los júbilos; soy la mansa sensación de ocho décadas vividas entre hienas y halcones, entre golondrinas y vaivenes, entre furias y llanto.

Soy la vibración del espejismo que anhela dejar de ser un hikikomori abrumado por el sarcasmo y la farsa.  

MI POEMA DEL HIKIKOMORI:

SOY UN HIKIKOMORI

Soy un hikikomori; soy un ser recluido,
un sujeto aprisionado por circunstancias
ajenas a mí mismo, en un país manejado
por inteligencias cuyas apetencias
desbordan e improvisan sentencias.
Soy un hikikomori desde que el coronavirus
comenzó su travesía de estragos y muerte.
Soy un hikikomori de ochenta años
que busca un espacio para reconciliar
vida y muerte; soy un ente cosificado,
comprimido a vivir arrinconado;
soy una frágil esencia manipulada;
un ser esfumado, invisibilizado;
soy alguien disimulado y estrujado.
Soy un hikikomori involuntario,
un desafortunado amante social
que busca con afán la otredad,
la consolación de la multitud,
la multisemblanza y la repetición
que provoca el eco; sí, soy,
¿para qué negarlo? la síntesis
de milenios de fugas, borrascas
y primaveras; soy un caminante asido
por decretos a-lo-que-coja-mi-bon
que me han impedido evocar
el asombro por aquel atardecer
sobre el mar y el alba encendida
tras la noche de estrellas.
Soy un hikikomori sin agorafobia,
sin miedo a la agitada turba,
al gentío que se mueve
en el hormiguero del tiempo;
soy un espantapájaros sorprendido
en el silencio de una reclusión
esgrimida a golpe de propaganda;
soy la sombra de un decreto,
la farfolla del estupor,
un despojo de iracundia.
Soy el hikikomori que describe
espirales desde el desamparo;
soy el dedo cercenado de la llaga,
el grito silente de la voz;
soy el explorador perdido
entre cuatro paredes,
el extravío de la nostalgia,
el subterfugio del desamor,
de la congoja, del suplicio
que busca la escondida luz;
soy un tambor apagado que flota
en el gong silente de la campana,
en el silbo tenue de la alondra,
en el hosco frenesí de la mentira.
Soy el hikikomori del hipertexto,
el odiador consumido en lo viral,
el grotesco espectáculo que mella,
atrofia, socava y envilece siempre;
soy el escarbador de lo omitido,
de lo tenue, del antiestruendo
y la minucia alojada en el desvío.
Soy una antítesis improvisada,
creada para politizar mis instintos,
mis ansias de domesticar los júbilos;
soy la sensación de ocho décadas
vividas entre hienas y halcones,
entre golondrinas y vaivenes,
entre furias desatadas y llanto.
Soy la vibración de un espejismo
que regurgita en el reflejo espectral
de un hikikomori de sombras.


[1] Hikikomori (ひきこもり o 引き篭り: término japonés para referirse a personas que abandonan la vida social, buscando aislamiento y confinamiento por factores personales y sociales (Wikipedia).

jueves, 4 de febrero de 2021

BOSCH Y MANOLO

 Bosch y Manolo

 

Por Efraim Castillo

 

Mientras ellos se enfrascaban en una discusión sobre la determinación de mi futuro, me sentí como un animal acosado. Pensaba en nuestra generación del sesenta, diluida y aplastada hasta el extremo de tener que importar consignas desde Cuba. Trujillo nos había impuesto el criterio de su dominicanidad y por eso fuimos manejados como hombres y mujeres errantes alrededor de él. Vivimos apesadumbrados bajo la sospecha de si, en verdad, podíamos depender de nosotros mismos o de los que construían la fosa para despedazarnos y enterrarnos en esta isla maniquea, adentrada en el sueño límbico de la imitación y la vacuidad.

 

 A pesar de todo, ni nuestros instintos, ni los cojones e hímenes de nuestros poetas se quebraron, cuando fuimos agua y materia virgen en las mazmorras; ni cuando emergieron desde el horizonte marino los arcabuces de la colonia y sus ensalmos mágicos para embestirnos; ni siquiera cuando se asentaron en nuestras costas las furias de los piratas y fuimos vendidos día a día al mejor postor; ni cuando los haitianos nos tragaron por el desamparo de la metrópoli. 

 

Nuestros instintos de rebeldía fueron domesticados de 1930 a 1961, y luego confundidos cuando se unieron los que esperaban desde fuera la caída de Trujillo, junto a los que, desde dentro, regurgitaron sus apetencias de poder y se alzaron con el santo y la limosna, engañándonos con el subterfugio de unas elecciones que luego violentaron con el golpe de estado a Juan Bosch, quien fue, quizás, la más pura excepción del exilio, pero que no supo mantener lo ganado, ni las esperanzas de los que creímos que la rehabilitación moral del país podía renacer con sus promesas. 

 

Manolo Tavárez, la cara pura de una generación aprisionada por la historia, tomó la espada del ángel y la blandió como un calco de dulzura, pero terriblemente emparentado a la alquimia de los sueños, a esa  concepción del mundo en que fantasía y pasión fundan el amor a la luz de la ilusión. Manolo encarnaba el atajo para una generación diluida; representaba el único sendero para establecer una identidad que estaba maniatada y su fracaso fue contemplarse en el espejo equivocado, en aquel que brilla como concreción de la utopía, del flagelo que se vuelve pasión, furia descontrolada y termina succionado por la realidad que muerde. 

 

Con la muerte de Manolo nuestra generación quedó huérfana, conduciéndonos a la atomización, a un shock de amarguras que dispersó nuestros anhelos y nos cubrió de pesadumbre. Por eso, nos hemos conformado con narrar, poetizar y garabatear papeles y lienzos en busca de una sustancia que nos lleve al paraíso perdido. Pero, ¿y entonces? ¿Lograremos emitir señales para clamar una defensa abrazada a la memoria pasionaria, al sacrificio y la gratitud? Lo sé. Después no habrá nada, porque el tejido se hilvanará nuevamente desde la trampa de lo inauténtico, de eso que nace socavado y golpeado.

 

(Fragmento del Capítulo 28 de Guerrilla nuestra de cada día, 1964)