Dictadura y discurso estético
Por Efraim Castillo
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Años atrás traté de situar en la historia del arte latinoamericano el nombre de algún artista dominicano que, anterior a los años cuarenta del siglo pasado, estuviese involucrado en las llamadas vanguardias estéticas, esos ciclos históricos en donde surgieron —antes de la Primera Guerra Mundial— movimientos como el impresionismo, el expresionismo, el fauvismo, el cubismo y el futurismo; y los germinados entre finales de esa contienda y el surgimiento de la Segunda Guerra Mundial, como el dadaísmo, el surrealismo, el suprematismo, el abstraccionismo, el constructivismo, etc. En esa búsqueda sólo encontré a Jaime Colson, quien se nutrió de abundantes escuelas y vivencias —entre 1918 y 1924— en Barcelona y Madrid, así como buena parte de los siguientes años, entre París y México, hasta su regreso al país, precisamente antes de finalizar el decenio de los treinta.
Aquella indagación la realicé porque en el inventario de los renuevos estéticos que acontecían en Iberoamérica hasta finales de los años treinta, nuestro país adolecía de una identificación nacional, mientras otras naciones se habían anexado a las vanguardias, o habían creado nuevos lenguajes: México con el muralismo; Brasil con una asombrosa avanzada pictórica; Argentina con el Grupo Florida, en donde emergieron Xul Solar y Emilio Pettoruti; Uruguay, en donde Joaquín Torres García creó el constructivismo; Cuba, que había iniciado en los años veinte un arte nuevo; y Haití, que se anexó a las cargas simbólicas que catapultaron —desde el movimiento de la negritud— su arte naïf.
Trujillo comprendió que el pueblo —por sí
mismo— era incapaz de alcanzar una conciencia estética nacional y sistematizó su
difusión a través de la propaganda, servida ésta desde una cartilla ablandada a
ritmo de merengue y programando un proyecto cultural anexado a la dictadura como
superestructura ideológica; todo servido desde el Partido Dominicano, el único organismo
capacitado para ejercer la función de guía social, a excepción de su jefe único,
el mismo Trujillo.
A finales de los treinta, cuando se vislumbró
la ausencia en el país de una escuela que identificara los movimientos estéticos
vanguardistas, los asesores de Trujillo observaron que era necesario encaminar la
dictadura hacia la estructuración de un espíritu cultural libre de las
calcomanías importadas desde Cuba y Puerto Rico, en donde la sociedad se movía
en otras direcciones. Y entonces, la dictadura abrió las puertas a productores
miméticos europeos que huían del nazi-fascismo.
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En la búsqueda de la conformación de un arte vinculado a la esencia de lo dominicano, la dictadura de Trujillo aprovechó la intranquilidad de una intelligentsia europea vinculada a la estética y permitió la entrada al país a productores miméticos desafectos a las opresivas tiranías y a otros que sólo escapaban de persecuciones raciales y religiosas. La noción de los ideólogos del régimen tenía, anexada a la teoría del desarrollo intelectual, la de un mejoramiento racial y aprovecharon la Conferencia de Évian de 1938 para comunicar al representante del país en Francia que el gobierno dominicano se comprometía a aceptar hasta cien mil refugiados de guerra, siguiendo una iniciativa del presidente de EE.UU, Franklin Delano Roosevelt.
En ese exilio también llegó Manuel Valldeperes, quien
creó una conciencia crítica del arte, desapasionando los conceptos aferrados al
amiguismo y otras pasiones, que protagonizaban las reflexiones sobre el
discurso estético. Asimismo, llegó Magda Corbett [que continuaría las clases de
ballet iniciadas por la profesora Brauer]; también arribó al país María Ugarte,
organizadora de la investigación histórica adscrita al arte; y en 1948 el
pintor y escultor húngaro Joseph Fulop y su esposa, así como la pintora alemana
Mounia L. André, integrándose a una década que, verdaderamente, estructuró la
mezcla creativa que marcó el desarrollo del arte en República Dominicana.
Irene Costa Poveda, en “Jornades de Foment de la
Investigació”, de la Universitat Jaume I de Valencia, escribió que “el exilio
español perteneciente al campo de la estética escogió a París, Moscú, Nueva
York, La Habana, Buenos Aires, México y Santo Domingo, como los destinos de sus
destierros”. Jesús de Galíndez señaló en su ensayo “La Era de Trujillo. Un
estudio casuístico de dictadura hispanoamericana”, que “la inmigración de
refugiados españoles se hizo de acuerdo con el SERE, la oficina montada en
París por el Gobierno de la República Española, a fin de evacuar sus centenas
de millares de refugiados hacia países donde pudieran reconstruir sus
vidas”. Por eso —sin duda alguna—el
decenio de los 40’s fue la fase renacentista del arte dominicano y el nacimiento
de nuestra de conciencia acerca de la marcha de los nuevos lenguajes estéticos
mundiales.
¿Qué avala mi afirmación de que los años cuarenta
constituyeron el nacimiento de un arte genuinamente dominicano? La respuesta,
obviamente, se apoya en el vacío estético que vivimos desde la independencia
efímera proclamada por José Núñez de Cáceres (1821), hasta la llegada al país
de la inmigración de músicos, artistas e intelectuales europeos entre 1939 y
1948, la cual permitió que —a través de sus influencias— se crearan situaciones y contextos que alimentaron y presionaron
las condiciones creativas endógenas, fomentando procesos de producción que
hicieron posible el establecimiento de academias de aprendizaje para
enseñar los nuevos lenguajes culturales. En
esa prodigiosa década se desarrollaron eventos cruciales relacionados con el
arte que nos permitieron asimilar las vanguardias históricas, generando —a su
vez— que las teorías y los modos de creación se multiplicaran geométricamente
entre alumnos y profesores.
La revolución estética producida en el país por la
inmigración de músicos, artistas e intelectuales europeos, puede sintetizarse
así:
En 1940 se crea la Dirección General de Bellas Artes, dirigida por Rafael Díaz Niese; en 1941 se funda la Orquesta Sinfónica Nacional, con el español Enrique Casal Chapí como director y Eugenio Fernández Granell como primer violín; en 1942 abre sus puertas la Escuela Nacional de Bellas Artes (ENBA), siendo su primer director Manolo Pascual y un profesorado integrado por Josep Gausachs, José Vela Zanetti, el judío-alemán George Hausdörf y el austríaco Ernest Lothar (en ese mismo decenio también dirigieron la escuela Celeste Woss y Gil y Yoryi Morel); en 1942 se realiza la primera Bienal de Artes Plásticas y se crea el Conservatorio Nacional de Música y Declamación; en ese 1942 la judío-alemana Herta Brauer inaugura una escuela de ballet (que en 1948 continuaría Magda Corbett); en 1943 los alumnos de la ENBA exponen sus obras; en 1946 se funda el Teatro Escuela de Arte Nacional (TEAN), dirigido por el español Luis Aparicio.
Pero en esa década
surge, en 1943, la agrupación literaria La Poesía Sorprendida, integrada por
Franklin Mieses Burgos, Alberto Baeza Flores, Rafael Américo Henríquez, Manuel
Llanes, Freddy Gatón Arce, Aída Cartagena Portalatín, Antonio Fernández
Spencer, Manuel Rueda, Mariano Lebrón Saviñón, Manuel Valerio, José Glas Mejía
y el músico, escritor y pintor español Eugenio Fernández Granel, quien además
realizaba las viñetas de la revista del grupo. En 1945 se integra a la ENBA
como profesor Gilberto Hernández Ortega, un alumno graduado en la primera
promoción. En ese decenio exponen junto a los profesores los egresados de la
ENBA, demostrando que la institución había llenado el propósito para el cual se
había fundado: engendrar artistas que provocaran la creación de un arte
genuinamente nacional. Y el catorce de abril de 1948 se funda el diario El
Caribe, desde cuyas páginas se apadrina la talentosa promoción de poetas
conocida como Generación del 48.