sábado, 28 de diciembre de 2019

DOS AMIGOS


Dos amigos

Por Efraim Castillo

Marina Frías


 Marina Frías de Echenique


Una tarde de diciembre del 2003, Marina Frías [la esposa de Carlos Mario Echenique] me llamó por teléfono para preguntarme si el amor era un premio. Le contesté que no, aunque sabía que para ella sí lo era. Expliqué a Marina por qué creía que el amor no era un premio, sino un valor que nace con nosotros, ya que viene en el paquete que nos da la vida, al igual que el odio y que el miedo y que la pena, que son [como apuntó Freud en Pulsiones y destinos de pulsión, 1915] los sentimientos que nos torturan y esclavizan. Le expuse a Marina que el amor es un sentimiento que, como correlato, nos conduce al odio, a la pena y a la sinrazón, y por lo tanto no puede ser una premiación, ya que habita en nosotros. Sin embargo, le dije, hay una puerta que si la dejamos completamente abierta podría llevarnos al premio mayor que nos da la vida: el perdón, esa conciencia pura que nos dejó Jesús para convertir en rebotes los agravios, las mezquindades y los egoísmos conque nos arremete la existencia. Es por eso que, sin lugar a dudas, el perdón es el mejor de los humanismos y, por lo tanto, la única vía para alcanzar una concienciación pura y convertirnos en acreedores de uno de los mayores premios de la vida: la obtención de una paz armoniosa, espiritual, total.
Sí —dije a mi amiga Marina—, es el perdón y sólo el perdón el único atributo que, en el trecho de la vida, podría llamarse premio, ya que no reduce la existencia a esos sentimientos posesivos que, como el amor, el odio y la pena, conducen al ser humano hacia las aberraciones.  


Marito Lama Haché

 Marito Lama Haché


Conocí a Marito Lama Haché cuando era apenas un niño de diez o doce años, y su padre Mario Lama Handal y yo nos desplazábamos por todo el país mercadeando y publicitando las zapatillas que su industria, Vulcanizados Dominicanos, producía. Marito, sin importar las distancias ni los horarios, nos acompañaba en las vacaciones, ayudando a cargar los camiones y participando en las estrategias mercadotécnicas que concebíamos. Lo recuerdo con sus gafas, siempre limpiecito y dispuesto a abrazar todas las actividades de comercialización, integrándose además a las ventas y al merchandising. Mientras crecía y alternaba sus estudios académicos con el ejercicio de productor y vendedor de calzados, su padre le fue enseñando todo lo que el suyo le había transmitido: esa sabiduría para los negocios que los palestinos transfieren a los suyos de generación en generación. Uno de los sueños de Marito, tras graduarse en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU) como licenciado en administración, fue alcanzar un doctorado en una universidad norteamericana, pero prefirió permanecer en el país, auxiliando a su padre en la organización de Plaza Lama.

Ahora, Marito y sus hermanos Teófilo, Elsa, Mary, Mily y Pedrito, tienen la responsabilidad de continuar el exitoso desarrollo de Plaza Lama.


lunes, 23 de diciembre de 2019

Ideologías


Ideologías

Por Efraim Castillo

 Efraim Castillo


¿Vale la pena morir por este país? ¿Por cualquier país? En las luchas que establecemos en nuestro interior tratamos de olvidarnos de nosotros mismos, de lo que somos, de lo que realmente importamos, exaltándonos ante lo que valoramos como Patria y especulando que la muerte es una simplicidad. Por eso, la matriz creada por Gauguin al descubrir seres desnudos y felices en el Pacífico se convirtió —para él— en una ideología. Pero, ¿es así —con ideologías— como nos podemos integrar a la existencia plena, al marco de lo vivo para entonces trascender? ¿Qué es todo, entonces, sino un subsistir, un estar debajo de la propia vida y constituir una anomalía entre el ser y su ontología? Cuando el día se quiebra por algún motivo fortuito y se abortan las intenciones anexas a lo ideado, sobrevienen las frustraciones, desintegrándose todas las vivencias apoyadas en la ideología, y emergen las preguntas de si valdrá la pena hacer esto o aquello y, ni a fortiori, se buscan salidas dogmáticas, razonables.

Pero, ¿llegaremos a entender que el cambio —como ideología— es irrecuperable, inalcanzable, porque crea un zigzag intemporal, relativo y contentivo de esencias que, indiscutiblemente, siempre se niegan a cambiar? ¿Tendremos que explorar la tristeza y estrujar la memoria para denostar lo conquistado en aras de vuelos imposibles, tan distantes e ilusorios como el fugaz brillo de una remota estrella? No, e
s imposible negar las constantes pisadas, las huellas que permanecen silentes y las escaramuzas húmedas que terminan en sangre y seres pisoteados. Después de todo, nadie está a salvo de las búsquedas que fundan los silencios. Ni siquiera los callados, los permanentemente atados a las circunstancias, los buscadores atormentados de los inútiles brillos. Por eso, que nadie me hable de doblegar mi espíritu en pos de una fanfarria bullanguera.

Que nadie me hable de la libertad como una trascendencia del ser; que nadie me grite sobre la necesidad de cambiar a Dios por el hombre, o viceversa. La libertad podríamos obtenerla cerrando los ojos y proyectándola en el sueño. Cada ser, entonces, obtendría la recompensa de un trascender soñado, internándose en la utopía, en la creación de una felicidad inalcanzable, justo allí donde nada valen las proclamas ni los
empeños de esos canallas que socavan mi resistencia a ser programado para quebrar mis valores. No, que nadie, absolutamente nadie, me encasille —como conditio sine qua non— en una ideología de primera o en una ideología de tercera.

Me subrayo en Kant como un alerta para rechazar el canon paternalista, ese que nos imponen los grupos hegemónicos para continuar el trujillismo: “Nadie puede obligarme a ser feliz a su manera” (1784). Mi felicidad es un albur, una mescolanza de  hieles y mieles en donde las risas y las lágrimas construyen la salsa de las melancolías, los goces, los apegos y los desencuentros. Mi felicidad es un torbellino que se apaga y aviva a través de placeres y penurias, de sobresaltos y frustraciones y por eso es mía, de nadie más.


jueves, 5 de diciembre de 2019

DOS POETAS


Dos poetas

Por Efraim Castillo

1. Mateo Morrison:

En la poética de Mateo Morrison convergen dos opciones que, absorbiendo el lenguaje, lo oponen a la vida y lo transforman en poema: una es la clara evasión de toda emoción, y, la otra, un sosegado esmero donde la reflexión se torna negación, oposición, sospecha y trampa. Y a partir de ese aparente caos moldeado por la absorción, la transformación y la reflexión, Morrison construye la evocación de un pasado que no vivió, pero que sí apreció desde la pesadilla del batey y la periferia urbana (sustancias vitales en el discurso de la creación anexa al cocolismo), arribando a la estrategia vital de pluralizar lo evocado, partiendo del yo como sujeto del recuerdo: 

Ensillaré el caballo que derribó a mi abuelo 
quien trató de escapar de los grilletes de la esclavitud…  
Ahora sí me voy, orillando los polos, el del Norte y del Sur 
en un navío de árboles 
Me iré en ese tren en el cual las miradas 
de quietos pasajeros te hacen sentir distinto…

 Mateo Morrison

Como en el Norberto James de Los inmigrantes, Mateo Morrison separa en Pasajero del aire discurso y lengua y, como voz, se opone a la historia, interrogándola, añorándola y convirtiéndola —junto a él— en sujeto y ritmo.

2. Pastor de Moya

En Alfabeto de la noche Ramón Pastor de Moya, como navegante del recuerdo, se recuesta en la nostalgia, en esa figura que doblega el olvido y se regodea en él. Y es a través del tránsito donde la certidumbre es sometida a la tortura de la memoralidad, del acecho frenético de lo sublime y lo pecaminoso, donde Ramón se deshace negando las sospechas, cayendo en la sensualidad del goce erótico y embriagándose de la nostalgia para trucarse, doblarse y convertirse en ese otro que habitó el pasado. Porque, ¿qué sucedería con los sueños inconclusos, esos que se escapan en las madrugadas y la memoria los olvida? ¿Cómo romper los esquemas advenedizos, las trampas cotidianas, los efluvios del poder? 

La nostalgia —en Pastor— es un velo, una amalgama de epifanías, un ensamble de sonidos recordando a Vivaldi. Sí, Pastor es un talentoso cabalgador de las brisas, un miembro orgulloso del club de la nostalgia.

 Ramón Pastor de Moya

Sin lugar a equivocaciones, ni a esos subterfugios que se catequizan como paradojas y mentiras, debo —con una mano sobre el corazón y la otra saludando la osadía— vocear a viva voz que este Alfabeto de la noche, de Ramón Pastor de Moya, es ritmo centrifugado, metáfora desafiando lo analógico, asedio en sinfín golpeando el rubor, voz de cisne convirtiéndose en trino, látigo de luz azotando la historia, la esperanza y los tiempos.

Por eso puedo enunciar que este Alfabeto de la noche es lengua trepidante, lengua tan certera y holística como un verbo circular y transformador de esencias; como un gemido de agonía atrapado en la anti-historia y lo opuesto a los signos; como un silbido arremolinado en el arcoíris.  ¡Sí, como un alarido convertido en poema!