miércoles, 17 de agosto de 2022

IVÁN: EL DRAMATURGO

 Iván: El dramaturgo 

Por Efraim Castillo

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Como productor cultural, Iván García (1938-) pertenece a la Generación del 60, aún su vinculación a la intelligentsia nacional date de la segunda mitad de los años cincuenta, cuando egresó del Teatro Escuela de Arte Nacional [TEAN]. La vinculación de García a los productores culturales surgidos a comienzos de los años sesenta no está conectada, sin embargo, a las búsquedas ideológicas que marcaron las actividades culturales de esta generación, sino a una constante exploración para acrecentar su crecimiento intelectual. En esos años (1961-65) García enriqueció su visión dialéctica de la historia y exploró la base epistemológica del teatro.







Iván García


En un artículo que escribí sobre la obra Espigas Maduras de Franklin Domínguez, apunté que la fundación del Teatro Escuela de Arte Nacional databa del 1946, precisamente un año después de concluida la Segunda Guerra Mundial y cuatro años antes del estreno en París de La cantante calva [La Cantatrice chauve] en 1950, la primera pieza teatral de Eugene Ionesco, obra que significó la aparición de una nueva vanguardia teatral mundial. 

La fundación del TEAN, a cargo de Emilio Aparicio, un actor y director español, inyectó a la primera generación de actores graduados del país los vicios y virtudes del teatro español de aquellos años, y por la férrea dictadura que vivíamos ese tipo de proyección escénica marcó un proceso relativo de maduración que se manifestó después de la segunda mitad de los años cincuenta.

Este proceso de maduración, desde luego, es preciso precipitarlo por los conocimientos adquiridos por Franklin Domínguez [1931-] del teatro norteamericano, los cuales propiciaron la simbiosis entre los vicios y virtudes del teatro español enseñados por Luis Aparicio y el nuevo teatro norteamericano.








Franklin Domínguez

El montaje de obras teatrales no obedecía —hasta algo más de la segunda mitad de la década del cincuenta— a una preocupación social sino a un proyecto didáctico, organizado alrededor de una censura que solo ejercería su percepción de prohibición cuando la coyuntura de 1959 la envolvió y la represión se dejó sentir en un cruel crescendo

Desde luego, el país aún no había asimilado —para tornarla en praxis— una experiencia teatral capaz de facturar una extensa cantera de actores y directores, ni producir objetos dramáticos magistrales. Sin embargo, en tan sólo quince años [de 1946 a 1961] el país comenzó a moldear los resortes para impulsar actores, directores y dramaturgos. 

En ese periodo surgieron y se consolidaron sólidos actores de la talla de Salvador Pérez Martínez [El Pera], Freddy Nanita, Juan Llibre, Lucía Castillo, Monina Solá, Rafael Gil, Divina Gómez, entre otros [formados, durante el primer lustro]; Iván García, Armando Hoepelman, Pepito Guerra, Ina Moreau, Rafael Vásquez, Rubén Echavarría, Delta Soto, Miguel Alfonseca, Rafael Villalona, Mario Heredia, etc. [formados en el último lustro]; y la dramaturgia procesó su fortalecimiento con autores como Manuel Rueda y Marcio Veloz Maggiolo, amén del establecimiento definitivo de Franklin Domínguez y la incursión escénica de poetas como Héctor Incháustegui Cabral y Máximo Avilés Blonda.  

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Iván García tenía alrededor de veintitrés años de edad cuando Trujillo fue muerto en 1961 y unos dieciséis cuando se inició en el teatro. Esa es una de las razones que ubican al Iván dramaturgo bajo la influencia de la Entregeneración del 50, un movimiento intelectual que  vivió y padeció las coyunturas y conflictos que marcaron el agotamiento de la dictadura, y en el cual Iván selló definitivamente su acercamiento pasionario hacia la actuación, los escenarios y la literatura dramática. 

Pero como un acabado narrador y poeta de aguda visión social, es preciso incluirlo en la Generación del 60, donde las presiones grupales e ideológicas incidieron en su definitiva formación cultural; un fenómeno que no sólo se manifestó en él, sino de igual forma en Miguel Alfonseca, Rubén Echavarría, Juan José Ayuso y la mayoría de los que integramos aquella generación.

Esta conexión intergeneracional multiplicó la toma de conciencia de muchos de los jóvenes que se unieron alrededor de ideales sociales y desarrollaron altos niveles de maduración, como ocurrió con Iván y otros, que requirieron de algunos años para un-darse-cuenta de la realidad social y diferenciar la poética de la propaganda, alcanzando grandes avances en el dominio del lenguaje, «ese instrumento que patentiza lo humano» [Heidegger: «Hölderlin y la esencia de la poesía», 1936]. 

Posiblemente, la maduración fundamental de aquella generación fue la revolución de abril, la cual marcó un antesy un después en sus poéticas, convirtiendo en realidad un enunciado de Husserl: «La sabiduría es una aptitud meramente práctica [que está] relacionada con las virtudes personales» [«La filosofía como ciencia estricta». Revista Logos, 1911].

Cuando se estrenó La Cantante Calva [París, mayo de 1950] García tenía trece años. Claro,  pudo haber leído sobre ese estreno, pero eso habría que constatarlo a través de una rigurosa investigación que rastree diarios, revistas y libros llegados al país alrededor de esa fecha; aunque dudo que eso haya sucedido. García, de seguro, supo de Ionesco y su Cantante Calva mucho tiempo después y, con seguridad, se enteró que Esperando a Godothabía sido estrenada tres años después [París, enero de 1953], estableciendo una vanguardia teatral mundial cuyos influjos aún se sienten. 









Eugene Ionesco

Por eso, no puede parecer extraño el desconocimiento de una vanguardia cultural determinada en el país durante los años cincuenta, debido a que sólo era posible tener conocimiento de las vanguardias culturales a través de Hollywood, los Estudios Churubusco-Azteca, o alguna publicación que escapara a la censura dictatorial.

En una dictadura, las vanguardias son demasiado peligrosas; sobre todo, si encierran una estructura —como explica Roland Barthes—, «donde el artista busca el medio para resolver una contradicción histórica» [Le Plaisir du Texte, 1973]. Los textos de Las sillasEsperando a Godot y Paolo Paoli [de Arthur Adamov] llegaron al país en 1960, en la primera edición de Editorial Aguilar correspondiente a la colección Teatro Contemporáneo. Luego, llegó al país El Teatro de Eugene Ionesco [Losada, 1964], con La Cantante Calva en español.

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Los cuatro extranjeros [exiliados en Paris] que solidificaron la subversión formal del teatro fueron George Schehadé, Arthur Adamov, Eugene Ionesco y Samuel Beckett. Yo me enteré de Ionesco y su cantante calva cuando presencié su montaje en el Théâtre de la Huchette —en el Barrio Latino de París—, durante el invierno de 1962, donde se presentaba junto a Las sillas. Considero que estas obras no hubiesen sido prohibidas por la tiranía, ya que no esgrimían armas contra un sistema dictatorial y se limitaban —como en el teatro existencial— al grito desgarrador que provoca cierto tipo de angustia —como el tedium vitae, ese aburrimiento que corroe a la burguesía.






Samuel Beckett


Confrontada con la primera revolución teatral de los últimos ciento cincuenta años (protagonizada por Ibsen con Casa de muñecas, [1879]), la vanguardia teatral de los años cincuenta no aportó —en lo fundamental— ninguna variación sustancial, salvo la aplicación del diálogo automático, cuyo resorte inspirador es preciso buscarlo en Joyce (¿no fue   Beckett, acaso, discípulo de Joyce?) y en ciertas filtraciones visual-metafóricas del mejor cine de Chaplin. Pero como apoyatura de un mundo en que la lingüística había llegado al nivel de ciencia, no se podía permitir que los recursos teatrales quedasen estacionados en una mimesis convencional. De Ibsen a Jarry, Pirandello, Artaud, y luego a Brecht, el teatro había experimentado cambios en los resortes escenográficos, simbólicos, dialogales, pero no en la estructura del sentido.








Henrik Ibsen


En lo fundamental, la anécdota era parte protagónica, pero el teatro debía decir algo para establecer el acto sociológico, comunicante, entre oficiante y auditorio. Ibsen liberó la rigurosidad del proyecto coreográfico con un diálogo en que la coherencia se medía por la acción, explayando la posibilidad donde el actante imbricara la vivencia en lo mimético. Pirandello y Brecht [sobre todo Pirandello] hicieron partícipe al auditorio en el rejuego escénico y estructuraron un teatro sociológico, liberado del yugo de lo excluyente. Pero ni las ideas ni los conceptos sobre la función plástica constituían una representación de la inverosimilitud y se sentían, o desprendían, de lo representado.

Si la burguesía francesa, primero, y luego la del mundo capitalista, propiciaron el éxito del proyecto teatral vanguardista, no fue porque este teatro obviara con sorna sus intereses [no poniéndolos en ridículo, como en el teatro de Brecht], sino porque constituía un experimento que devolvía el teatro a sus orígenes, representando una nada que respondía a la reimplantación de la escritura automática. Era, en pocas palabras, la activación de uno de los movimientos burgueses que significó cierta esperanza dentro del elitismo cultural capitalista, tal como el surrealismo: una vuelta al André Bretón de 1924.

Sin embargo, el miedo de las dictaduras al teatro vanguardista residía en las articulaciones de los signos y los ritmos; esa sospecha —siempre presente— que producen los metalenguajes ocultos y pueden ser absorbidos por los auditorios, alertando las paranoias dictatoriales. Y ese pudo ser uno los frenos del retraso del teatro del absurdo, no solo en nuestro país, sino en otros regímenes tiránicos.

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 Esta podría ser, quizás, una de las motivaciones que llevaron a Iván García a crear las cargas simbólicas en los personajes de «Fábula de los cinco caminantes» [FórtidoMínimoOrátuloCárnido y Resoluto], los cuales llenan sus intervenciones a través de una sinonimia absoluta, disolviendo sus individualidades a pesar de las profundas sinécdoques que producen sus nombres y la generalización cognoscitiva de los totales enfrentados. Esta obra, muy parecida a «Esperando a Godot», sólo alcanza alrededor de ciento ochenta intervenciones dialogales [más el monólogo de Orátulo], por lo que su montaje favorece una amplia exposición de contrasentido.

El parecido de la pieza de García con Esperando a Godot, de Beckett, se circunscribe a eso que Maurice Merleau-Ponty enuncia: «La pretendida evidencia del sentir no se funda en un testimonio de la consciencia, sino en el prejuicio del mundo’» («Phénoménologie de la perception», 1945). Tanto la obra de Beckett como la de García involucran cierta hipóstasis en sus discursos, atando el destino humano a la evasión constante de sus vinculaciones con un ordenamiento metafísico.

Los personajes de Esperando a Godot [Estragon, Vladimir, Lucky, Pozzo y Un muchacho], aguardan un desenlace que nunca llega; porque, ¿para qué involucrar lo que se espera de un mundo donde la desesperanza y los mitos socavan la libertad? Sin embargo, en Fábula de los cinco caminantes sí se hace sentir, porque la espera es un aliado convencional, un repetidor de historias que convierte la esperanza en recompensa

En García, lo bueno y lo malo en el humano, su intervención a favor o en contra del devenir, estimula los equilibrios vivenciales en virtud de la existencia de una clara clasificación simbólica respecto a lo natural y lo absurdo [lo verbal y ultra-verbal]. Pero ambas obras conducen a ese fenómeno señalado por Eco: «Cómo se comunica o se significa y qué es lo que se comunica o significa» («Tratado de semiótica general», 1975).

 






Martin Esslin

Martin Julius Esslin, quien creó el término «teatro del absurdo» en su libro del mismo nombre, publicado en 1961, lo definió como «una forma de expresión dramática que encara con valentía un mundo que ha perdido su significado y ya no es posible aceptar más tiempo las formas estéticas basadas en una continuidad estandarizada».

De ahí, esa trituración de frases huecas que establece un correlato entre la incoherencia y la asfixia de la angustia, la cual se abate en los diálogos de un teatro que, no obstante haber llegado tarde al país, encontró en Iván García y en mí, sus cultores a comienzos de los sesenta.

Como proyecto didáctico, el Ministerio de Cultura debería establecer temporadas para montar obras pertenecientes a esta vanguardia teatral. Y creo que le haría un gran favor al país, tan inmerso en montajes de ese otro teatro, el light, el fácil y enajenante, que es demandado por un contenido evasivo donde el mensaje se diluye en modulaciones ordenadas por narrativas apoyadas en el puro entretenimiento, en el mero espectáculo, lo viral.