sábado, 10 de diciembre de 2011

La Revolución de Abril en la memoria de un combatiente



 (A propósito del ensayo 
La Guerra de Abril 1965
de Jesús de la Rosa)

Por Efraim Castillo

1. Introducción

MIENTRAS SE ACTIVE como un trueno a través de nuevas publicaciones, el doctor Alois Alzheimer no podrá borrar de la memoria histórica dominicana la gesta gloriosa de abril del 1965, cuyos ensayos publicados (y digo ensayos, no ficción, ni poesía, ni sórdidas especulaciones) sobre aquella epopeya, —que a partir del día 28 de ese mismo mes se convirtió en Guerra Patria— se acercan a treinta. Y a medida que las memorias y nuevas lecturas sobre este evento se intensifiquen, provocadas por la impetuosidad de una cronología precipitada por los constantes renuevos tecnológicos, de seguro que aumentarán, cedaceando las adulteraciones que han tratado de colarse para convertir en héroes a oportunistas y villanos.


Porque, después de todo, ¿qué es la historia sino una memoria social? Los mismos procesos requeridos para memorizar nos remiten a una codificación de los registros almacenados que se recuperan para evocar, retener, desenterrar e inmortalizar eventos y que el viejo vocablo alemán gedanc[1]—prácticamente en desuso— los recupera desde Heidegger para definir ese cavilar y repensar que se convierte en memoria. Heidegger, en ¿Qué significa pensar?[2], recobra el vocablo y lo convierte en metáfora de la memorización, preguntándose: ¿Lo pensado: dónde está y dónde queda?, (porque lo pensado) necesita del recuerdo, a lo pensado y su pensamiento, al ‘gedanc’, (ya que a éste) pertenece la gratitud, (la) ‘dank’[3]. Ese gedanc, ese vocablo alemán casi en desuso, implica para Heidegger lo que el alma (agradecida) recuerda lo que tiene y es, (ya que) recordando así, y por lo tanto en calidad de recuerdo, el alma se piensa a sí misma como propiedad de Aquello a que pertenece[4].

2. La memoria como sustancia viva del pasado
Por eso, lo valioso de memorizar y evocar aquel abril inmaculado no reside en los rastreos colaterales sobre el evento, o basados en arqueos practicados por terceros. Lo significativo, lo verdaderamente valioso de retener dentro del corpus social aquel abril, reside en el sacudimiento memorial de los que aún con la pólvora, el escozor del arrojo y el miedo royéndoles la piel, se han atrevido a relatar las incidencias, los motivos y el empuje de sus participaciones en una lucha por la que no iban a cobrar una sola moneda de plata, ni recibir las muchas veces insulsas condecoraciones que se otorgan a los héroes, pero sí la satisfacción de haber aportado un aliento que impulsado, aparentemente, por la emoción, constituyó una admirable simbiosis con la razón, creando una fenomenología del gozo, una revelación en donde el ser humano se desprende de su propio sentido común y se lanza a la búsqueda de su identidad en el imaginario anhelado. Es decir, los que recuperan abril como lo hace Jesús de la Rosa en su ensayo, lo que conciben es una memorización reconquistada desde ese tuétano del alma, desde esa masmédula inventada por el poeta posmoderno argentino Oliverio Girondo para expresar, más allá de una fonética sensual, la profundidad de un lamento que se vincula a la metafísica, a la abstracción de un dolor en sinfín.

 La Batalla del Puente Duarte
 
Fidelio Despradel, Fafa Taveras,  Juan Pérez Terrero, Claudio Caamaño, José Antonio Núñez Fernández, Chino Ferreras y, desde luego, Jesús de la Rosa, forman parte de los testigos in situ, de esos héroes que protagonizaron con sus acciones la estructuración del único evento bélico  que ha enfrentado —como rivales— a soldados norteamericanos —con sus pertrechos de destrucción— contra nacionales de un país latinoamericano. Y es desde esa memoria gloriosa, tormentosa, casi frustratoria —porque desde el saboreo del triunfo el imperio lo volvió coraje, estruendo y dolor—, que cada ensayo escrito por un combatiente debe, no sólo aplaudirse de pie como se homenajea a los héroes, sino cantado y amplificado con el tambor multi-sonoro de la historia.



3. Desde la memoria, aproximaciones entre el ensayo crítico y la novela de tesis
Jesús de la Rosa, a quien conocí durante el desarrollo de la gesta de abril, lanza ahora su segundo texto sobre aquella gloriosa efemérides y lo hace desde una trinchera desprovista del ácido rencor que algunos recodos de la memoria devuelven al combatiente de abril, cuando reviven en su remembranza las escenas de ansiedad, acorralamiento, heroísmo y muerte, que durante casi cinco meses se vivieron en aquella cantera del honor y la vergüenza. A menudo, y cuando los bombardeos de los interventores y sus aliados del país lo permitían, Jesús de la Rosa, Miguel Alfonseca, Silvano Lora y otros combatientes, nos reuníamos en la casa de Antonio Lockward Artiles, en la calle El Conde, y desde esa tertulia analizábamos el discurrir de la contienda. Recuerdo que una de las tesis de De la Rosa era la de resistir hasta morir y nos exponía relatos de heroísmos extremos, como el de los judíos en el ghetto de Varsovia, así como el suicidio colectivo hebreo en la meseta de Masada, durante la primera guerra judeo-romana. A Jesús lo escuchábamos con deleite, tal como él nos escuchaba declamar poemas y exponer narraciones sobre lo que acontecía en aquellos cincuenta y dos viejos bloques de ciudad acorralada. Ahora, ¡qué fácil es visualizar ese abril de 1965 desde esta plataforma global súper comunicada! Pero allí, con el mar a nuestras espaldas al sur, con un río Ozama infectado de marines al este, con la parte occidental de la avenida Pasteur en manos de fastidiosos soldados brasileños y paraguayos al oeste (los cuales se divertían disparando día y noche hacia nuestra zona), y con los tanques y armamentos pesados de miles de Rangers vigilándonos constantemente desde la zona norte, el miedo a la muerte era como un pedazo de pan a la hora del hambre.  

De la Rosa, proveniente de las filas de la Marina de Guerra dominicana, estuvo entre los miembros de esa rama de las fuerzas armadas que siguió al coronel Ramón Montes Arache y sus hombres ranas, prendiendo con sus hazañas una luz de valor y confianza en estudiantes, obreros y gente común, que con las irritaciones provocadas por el golpe de estado a Bosch casi cicatrizadas, se encontraban ajenos a los vaivenes de la política y sus trampas, exceptuando, desde luego, a los militantes de los partidos de izquierda, que ya habían ofrecido mártires valiosos como Manolo Tavárez Justo, quien se inmoló junto a los mejores cuadros del 1J4 a finales del 1963, así como muchos miembros destacados del MPD, que desarrollaron estrategias guerrilleras para recuperar la constitucionalidad, y que tan pronto el Doctor José Francisco Peña Gómez anunció por radio al país el contragolpe al Triunvirato, se lanzaron a luchar junto a los militares y al pueblo.

Con un estilo donde mezcla la narración literaria con el ensayo, Jesús De la Rosa desmenuza la historia de un antes y después de abril, yéndose, en ese antes, a explorar —a modo de introducción— la Era de Trujillo, y desde el capítulo primero al cinco:
  • ·        las elecciones de diciembre de 1962,
  • ·        el trágico drama de Palma Sola,
  • ·        el Coup d’Etat a Bosch,
  • ·        las reacciones sobre aquella desventura,
  • ·        los fracasos en el intento de reponer el gobierno constitucional,
  • ·        lo que fue el Triunvirato y
  • ·        la conspiración militar contra el gobierno de facto.

Advirtiéndole al lector que el ensayo no es una historia de la Revolución de Abril de 1965 (sino) un ensayo de interpretación histórica (así como que) no pretende tener  un carácter exhaustivo (ya que) se basa no sólo en documentación que se cita en cada caso, sino también en experiencias personales, asimismo De la Rosa argumenta que el texto no pretende ser partidista sobre la Guerra de Abril del 1965, por lo que no ha sido escrito con la intención de convencer ni variar la opinión política de nadie sobre hechos que ocurrieron hace ya más de cuatro décadas, asegurando que es (un ensayo) totalmente (nuevo) que incorpora y se beneficia de los trabajos de investigación que en los últimos años hemos podido realizar en archivos y bibliotecas.


Pero este tipo de explicación sobre ensayos cuyos textos investigan, analizan o pretenden aclarar registros históricos conflictivos, siempre tropezarán con las voces divergentes, porque la verdad —que De la Rosa asienta como su verdad—chocará siempre de frente con los inconformes, con aquellos que reciben con ojeriza la reconstrucción intelectual de la historia y la remiten a una noción de sospecha. Los ejemplos sobre estas divergencias, no sólo se encuentran en las memorias escritas por vencedores y vencidos en las guerras mundiales recientes, en los salvajes y desiguales enfrentamientos de la Guerra Civil Española, en las embestidas del capitalismo francés y norteamericano a Vietnam, en los asaltos imperiales a Irak y Afganistán, sino también entre la ocupación y desocupación de las Malvinas, en las guerrillas colombianas, peruanas y uruguayas, y en las revoluciones acaecidas en Centroamérica, Asia y África.

La importancia de La Guerra de Abril 1965, de Jesús de la Rosa, reside en que su narración sobre los acontecimientos por él vividos adquiere un carácter de confesión ontológica, porque una parte esencial del texto registra algo que De la Rosa no pudo evitar, aún por encima de su dedicatoria a los mártires de ambos bandos: reafirmar su fe, su inquebrantable fe en que, al final de los días, aquella explosión de indignación ya distanciada por cuarenta y seis años, sabrá cobrar la verdad, esa verdad que de una forma u otra sale a flote por encima de los que han tratado de minimizarla. Esa dualidad que inunda a los historiadores desde Heródoto y que desobedece la imparcialidad del texto con anécdotas y metáforas, no constituye un pecado en De la Rosa, porque desde su rol de combatiente fue un testigo de aquella epopeya. Y así pasa con los narradores como Ana María Matute, que sólo contaba con diez años cuando estalló la Guerra Civil Española, en 1936, y que, sin ser combatiente (contaba apenas diez años de edad al estallar el conflicto) sí almacenó una memoria del horror de la contienda. En su trilogía Los Mercaderes, la Matute procesa desde el fondo de su memoria —veintiún años después de finalizado el conflicto—, su recorrido como niña y adolescente por los horrores que produjo aquella guerra, pero reconstruyendo los acontecimientos desde la perspectiva de la esperanza.

La trilogía Los mercaderes, de Ana María Matute, como toda obra que exorciza el pasado para cotejarlo con el presente y aún con la libertad del narrador para alterar, tanto el tiempo como la propia historicidad, se abre como una memoria persistente, como una evocación recidiva de los cuerpos que la estructuran: Primera memoria, publicada en 1960; Los soldados lloran de noche, en 1964; y La trampa, en 1969. Aún como ficción histórica, a la trilogía de Ana María Matute es preciso registrarla como un testimonio evocador de la Guerra Civil Española, al igual que los cientos de novelas, poemas, dramas y ensayos que se han publicado sobre aquella confrontación. Y la razón es bien simple: en la memoria de la novelista española aquel conflicto supervive en su narrativa como una sustancia vital, como un demonio que agita su mente, conduciéndola hacia la catarsis de las palabras, un fenómeno muy parecido a la narración que hace Jesús de la Rosa en La Revolución de Abril 1965, cuando en el Capítulo 12 describe la toma de la Fortaleza Ozama, el 30 de abril. Violentando apenas la delgada línea que separa la ficción del hecho histórico, De la Rosa narra las incidencias que envolvieron la toma del recinto policial —que asestó el golpe de gracia a las pretensiones del CEFA[5] de aplastar la revuelta y provocó la ira y la confirmación del desembarco en el país de 42 mil infantes de marina, del ejército más poderoso del mundo.

En ese capítulo, De la Rosa escribe:

Una multitud avanzaba por la calle Las Damas entre gritos de triunfo detrás de varias unidades blindadas y una compañía de soldados del Ejército al mando del mayor Juan Lora Fernández. En la calzada (…) un joven teniente instruía a varios soldados sobre el uso del mortero 60. (…) El alto mando constitucionalista había dispuesto el asalto del último bastión golpista situado en la ribera oeste del río Ozama: la Fortaleza Ozama. Alrededor de las 10 de la mañana del 30 de abril de 1965, el mayor Juan Lora (…) ordenó (…) que se abriera fuego contra una de las puertas de entrada de la Fortaleza Ozama (…) Un tanque AMX de fabricación francesa lo hizo. Un joven que se encontraba muy cerca de ese blindado comenzó a dar gritos de dolor: las orugas del tanque le habían aplastado los pies. El poeta y actor de teatro Miguel Alfonseca (…) oía balas de ametralladoras silbar sobre su cabeza, lo que hizo que se arrojara detrás de una tapia de un jardín cercano. Un batallón de los muy odiados policías cascos blancos se encontraban dentro del fortín, aislados y sin contacto con el exterior. (…) El comandante de las tropas policiales, coronel Manuel Valentín Despradel Brache y su segundo al mando, Robinson Brea Garó[6] (…) no tenían ningún plan de defensa concertado con los demás cuarteles policiales (…) los cuales ya habían caído en manos de los constitucionalistas.

Y en la descripción de la defensa del Puente Duarte, De la Rosa hace acopio de una memoria que exuda pasión, amor y vergüenza como un brote espontáneo de memorización:

—A las 9:30 a.m. del 27 de abril de 1965, las tropas de San Isidro iniciaron su acometida. Por horas no cesaron de atacar; ataques insistentemente reiterados con toda clase de medios: cañones, morteros, metrallas, bombas disparadas desde barcos y aviones. Los barrios de Borojol y Mejoramiento Social componían la primera línea del frente de defensa. Los proyectiles de artillería caían por todos lados y las llamas ascendían a los tejados de algunas viviendas de las dos populosas barriadas, habitadas por familias pobres de la Capital. Todos esos ataques fueron vigorosamente rechazados por militares constitucionalistas y por combatientes civiles agregados a las columnas de defensas de los rebeldes. No se podía comparar el genio y la valentía de los oficiales y civiles constitucionalistas con la de los militares de San Isidro, que, a fin de cuentas, no eran más que un bandado de ineptos. De nuevo el Ejército Constitucionalista controlaba gran parte de la ciudad de Santo Domingo.


4. La Revolución de Abril como material histórico
Aunque la Revolución de Abril se acerca a su año 47, los hombres y mujeres que allí enfrentaron al demonio de la traición y la desvergüenza ya abordan —los más jóvenes de aquella resistencia heroica— los setenta años de edad y estas dos generaciones y pico nacidas después de esa gloriosa efemérides, no pueden, ¡bajo ningún concepto!, dejar morir esa memoria. Los israelitas tienen su monumento a los justos para alimentar el doloroso recuerdo del holocausto; los adoloridos españoles de la guerra civil y sus descendientes,  cuentan con docenas de sitios en la Internet para retener como en un envoltorio de dignidad la sangre derramada por un millón de hombres y mujeres que murieron en defensa de sus ideales. Asimismo los rusos, para que nadie ose esfumar de la historia sus veinte millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial; y los japoneses en Hiroshima y Nagasaki; y los vietnamitas y los norteamericanos y los pueblos diseminados por el mundo que han erigido baluartes para evocar la heroicidad de sus hijos en la memoria del tiempo.
Por eso, cada poema, cada novela, cada drama, cada relato y cada ensayo, como este que nos presenta Jesús de la Rosa, debe ser recibido como una memoria vinculada al mismo corazón de la Patria.
Diciembre, 2011.



[1] Pensar, recordar, retener, agradecer.
[2] HEIDEGGER, Martin: ¿Qué significa pensar? Editora Nova, segunda Edición. Buenos aires. 1964.
[3]  HEIDEGGER, Martin, Op.Cit. p. 134.
[4]  Op. Cit. p. 135.
[5] Centro de Entrenamiento de las Fuerzas Armadas.
[6] De la Rosa, sobre lo acontecido dentro de la Fortaleza Ozama, se auxilia de la ponencia de Brea Garó en el Seminario sobre la Revolución de Abril del 1965, con los auspicios de la Secretaría de Estado de las Fuerzas Armadas y recopilados en el libro Guerra de Abril, en el 2002.

lunes, 5 de diciembre de 2011

Trina Urbáez: una llama ardiente atravesando la historia



Por Efraim Castillo

1. Introducción

D
ESDE HACE UNOS meses me he venido haciendo dos preguntas malintencionadas, posiblemente las mismas que se hacen muchos de los que, como yo, nacieron bajo el pesado fardo de la Era de Trujillo (y digo pesado fardo sin la animosidad de referirme ni a lo mucho bueno ni a lo mucho malo que ataviaron esos treintaiún años de historia dominicana, cincelados bajo la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo, alias El Jefe y no El Chivo, como confundieron a Mario Vargas Llosa cuando recabó datos para la novela que le dio el Premio Nóbel de Literatura). La primera pregunta que me hice fue la siguiente: ¿Fue cobardía no combatir la dictadura de Trujillo? Y la segunda, un poco más filosófica, fue esta: ¿Se debió rechazar servir a Trujillo?
Pero, ¿por qué me hice esas dos preguntas que, aunque parecen tontas, son en el fondo malintencionadas? La posible respuesta descansa en que el nombre de Rafael Leónidas Trujillo se ha convertido en sinónimo de todo lo malo y aberrante del universo para el sector social que sufrió sus torturas, persecuciones y muerte, pasando éstos —los miembros de ese sector—  a convertirse en los abanderados de todas las virtudes y heroísmos imaginables. Es decir, que como un retruécano, lo que fue pecado en la Era, tal como decir antitrujillista o comunista, ha devenido en una aberración abanderarse con el trujillismo o reconocer las buenas obras que realizó.
Y por eso, enlacé esas dos preguntas al pedimento de mi amigo José Román García de que hablara en el homenaje que la sociedad sancristobalense hace a la doctora Trina Urbáez Díaz de Blandino, como un reconocimiento a sus excelentes comportamientos como munícipe ejemplar y como extraordinaria atleta y que, como todos los actos que esta Benemérita ciudad de San Cristóbal prodiga a sus vecinos o a ciertas efemérides relacionadas con la Era, de seguro levantarán algún tipo de roncha por parte de los bendecidos ciudadanos que combatieron al dictador. Y esas ronchas, esas irritaciones —a posteriori—  no deberían producirse, porque San Cristóbal tiene el derecho irrefutable de exaltar las virtudes, esas enormes reservas de moralidad y valía, que sobrevuelan entre sus propios munícipes y así poder atesorar en un hall —o galería— de civismo las dignidades que, desde aquel 1822 en que fue elevada a la categoría de municipio, han sido ejemplo y baluarte de honradez, trabajo y civismo.
Y, señores, Trina Urbáez Díaz de Blandino es un claro ejemplo de esas reservas de moralidad y valía.

2. Una mujer llamada Trina

Trina, como todos saben, nació en el año 1929, precisamente el año en que intelectuales como Manuel de Jesús Galván, Emilio A. Morel, Leoncio Ramos, Francisco Benzo, Luís a Webber, Opinio Álvarez Mainardi, Pedro Rosell, J. Marino Incháustegui, Alberto Font Bernard, César Dargan y Andrés Avelino Lora, entre otros, firmaron el manifiesto de apoyo a la candidatura para la presidencia y vicepresidencia del país de Rafael Leónidas Trujillo y Rafael Estrella Ureña. Nació en el año en que también nacieron Martin Luther King y Oriana Fallaci, y aunque el 1929 produjo el descalabro de Wall Street en aquel jueves negro de octubre, reafirmó a Mussolini en el poder de Italia, encendió a Alemania de las esvásticas hitlerianas y vio emerger el más preciado medicamento de la humanidad: la penicilina.
En aquel 7 de junio del 1929, Trina abrió sus ojos cuando en el mes de enero de ese mismo año el Rey de Italia le otorgó a Trujillo las insignias de Comendador de la Orden de la Corona, y cinco días después —el doce de junio— el presidente Horacio Vásquez lo honró con la Medalla del Mérito Militar, premiándolo por sus diez años de servicio en el ejército y por haber confeccionado un plan de economía en los servicios militares del país. En ese 1929 también había nacido, el 5 de junio, dos días antes que Trina, Rafael Leónidas Trujillo Martínez, alias Ramfis, por quien El Jefe cometió muchos de los dislates que socavaron su imagen y lo condujeron hacia su trágico final.
Pero Trina no eligió aquella fecha para nacer, sino que por esas eventualidades del azar, fue depositada en el tiempo y el lugar precisos para atravesar indemne, sumamente indemne, una historia cuajada de grandes y violentas transformaciones que arroparon, no sólo a República Dominicana, sino al mundo. Fue en ese trecho neurálgico de la historia en donde el país comenzaba a dejar atrás un sendero arcaico y atiborrado de viejos simbolismos, para adentrarse en un camino marcado por las modernas técnicas que irrumpieron con estrépito los procesos cronológicos y que estallaron como un pandemónium[1] en la Segunda Guerra Mundial, dejando tras de sí un rastro de sesenta millones de muertos. 

3. ¿Fue cobardía no combatir la dictadura de Trujillo?

La vida bajo las dictaduras no ofrece ni facilita los espejos de la Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll[2] para, atravesándolos, arribar a mundos utópicos, porque a las dictaduras hay que sufrirlas si no se desean combatir, viviéndolas bajo sus reglas, pero extrayendo de ellas ese lado reconstructivo que viene parejo con las férreas disciplinas que estructuran los alcances provenientes de sus programas de reintroducción capitalista, siempre bajo la férrea supervisión del Estado —como se produjo en el modelo dictatorial de Trujillo—. Esta modélica organización de las dictaduras fue la que visionó Juan Bosch, en 1963, pero que no pudo implementar por su derrocamiento en septiembre de ese año y que luego, en 1969, expresó en su teoría Dictadura con respaldo popular.
Trina Urbáez de Blandino —contrario a nosotros, los nacidos entre los años 1938 y 1944, que integramos la Generación maldita del 60— conoció la Era desde su mismo inicio, asimilando ese cambio descomunal que transformó el país entre el 1930 y 1945, cuando las dictaduras, empujadas por los fenómenos revolucionarios producidos antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, tuvieron que operar nuevos discursos.
Trina contaba ocho años de edad cuando los coberos y limpiasacos oficiales, abofeteando la historia, propusieron y obtuvieron el cambio de nombre a la capital dominicana; tenía quince años cuando el país cumplió su primer centenario de fundada y Trujillo, en un acto que debe ser recordado como un trascendental acontecimiento histórico, arribó a un tratado para pagar la deuda externa que nos ocasionó los más terribles daños: el azaroso Empréstito Hartmont, tomado setenta y cinco años atrás, en 1869, por Buenaventura Báez al aventurero inglés Edward H. Hartmont, por la suma de 420 mil libras esterlinas, de las cuales sólo recibimos una pequeña parte y que ocasionó, entre otros males: los cierres de crédito al país antes de finalizar el Siglo XIX, la confiscación de nuestras aduanas y, lo más brutal, la primera intervención norteamericana, en 1916. Y cuando Trina arribó a los  diecisiete años, vivió el momento en que Trujillo quiso abrirse a la democracia permitiendo el surgimiento de partidos liberales, presionado por los cambios posbélicos, pero que tuvo que recular violentamente, produciendo el primer sismo de repudio colectivo a la dictadura. La secuela de esa represión fue la expedición de Luperón, en 1949.
En esos episodios de los años cuarenta, Trujillo, gran dominador del imaginario dominicano de los años veinte y treinta, tropezó con una generación  que, aunque incubada mayoritariamente bajo su mando, no conocía a plenitud, y a la que pertenecía Trina. Esta fue una generación que a pesar de haberse alimentado con las consignas propagandísticas del régimen, también tenía acceso a la radiodifusión de onda corta, a la prensa y al cine, por lo cual se había enterado de la existencia de la Unión Soviética y de las caídas del fascismo y nazismo, aunque, desde luego, también conocía las trochas dictatoriales abiertas en España, con Francisco Franco en 1939; en Paraguay, con Alfredo Stroessner en 1940; y que conocería más tarde las de Marcos Pérez Jiménez y Gustavo Rojas Pinilla en Venezuela y Colombia, en 1953.
Desde luego, las dictaduras germinadas entre y después de la Segunda Guerra Mundial diferían de las mesiánicas de Stalin, Mussolini, Hitler y Trujillo, porque éstas se apoyaban en ideologías sostenidas sobre bases que propugnaban estrategias vinculantes a la capacidad nacional de producción y exportación, así como al control de los niveles de inversión externa. En ese mundo recién abierto, Trina entró a la Universidad de Santo Domingo, destacándose como estudiante y como atleta, y al graduarse como Doctora en Farmacia y Ciencias Químicas, pasó a laborar en la Secretaría de Estado de Agricultura, como técnica de análisis de suelos.
Entonces, rondando los veintitrés o veinticuatro años, ¿cómo debía sentirse una muchacha sancristobalense frente a una dictadura como la de Trujillo, quien era oriundo y protector de su ciudad? Sartre en el capítulo sobre La temporalidad estática, en El Ser y la Nada, su obra filosófica cumbre, tiene una respuesta ante ese nudo que aprieta al ser humano frente a la realidad:

Los novelistas y los poetas —escribió Sartre— han insistido esencialmente sobre esta virtud separadora del tiempo, así como sobre una idea vecina, que se desprende, por otra parte, de la dinámica temporal: la de que todo “ahora” está destinado a volverse un “otrora”. Porque el tiempo roe y socava, separa, huye. E igualmente a título de separador —separando al hombre de su pena o del objeto de su pena—, también cura[3].

Ese, para Sartre, es el poder del ser humano de comprender y asimilar el verbo sobrevivir, pero no como un suceso oportunista, sino como un acontecer fenomenológico. Y sólo los sancristobalenses que vivieron en su ciudad los treintaiún años de la dictadura pueden descifrar esa noción de historia que los remite, sin disminuirlos, a una supervivencia que mezcló la admiración, el miedo y la resistencia interior, con el agradecimiento. Porque ellos, como testigos de primera fila de aquella Era, sí supieron cómo se batía el cobre y se sobrevolaban las sospechas. De ahí, a que entre los que asesinaron —o ajusticiaron como afirman otros— a Trujillo el 30 de mayo del 1961, los nombres de muchos sancristobalenses descollaron como héroes de una resistencia interior que siempre estuvo agazapada entre esa admiración, entre ese agradecimiento y entre ese odio que se vincula a los paradigmas históricos.

4. Pero, ¿Se debió rechazar servir a Trujillo?

¿Por qué más de un millón de dominicanos, exceptuando unos pocos, no le dijeron NO a Trujillo y se esperó hasta mediados de la década de los 40’s, cuando surgieron grupos antagónicos a su régimen?  En su obra Fenomenología del espíritu[4], Hegel arroja luz sobre esta relación entre amo-esclavo —o en el caso específico del poder político, entre dictador-ciudadano—. Explica Hegel: El esclavo (o el ciudadano, apunto yo) por el contrario, no tiene necesidad del amo (o del dictador, apunto yo) para satisfacer (sus) propias necesidades, y, por lo tanto, se encuentra en una posición de efectiva ventaja respecto de aquel. El trabajo lo ha emancipado del dominio del amo (o del dictador). Pero el esclavo (o el ciudadano) se ha hallado en la posición del dominado, porque ha sentido angustia frente a la totalidad de la propia existencia a causa de que ha tenido miedo a la muerte (Furcht des Todes), es decir, del amo absoluto (o del dictador). Para Hegel,  enuncia el filósofo italiano Antonino Infranca, el propio miedo del esclavo —o ciudadano, apunto yo—, contagia y aprisiona al amo —o dictador, reafirmo yo— que se vuelve, al mismo tiempo, su propio esclavo[5], conformando una simbiosis.
Tanto la jovencita Trina, con apenas ocho años cuando cambiaron el nombre de la capital dominicana por el de Ciudad Trujillo, como sus padres, como San Cristóbal  y todo el país —pero también como los millones de rusos, alemanes, italianos y latinoamericanos que seguían a esos amos-dictadores llamados Stalin, Hitler y Mussolini—, lo que perseguían era —como enuncia Hegel— estabilizar el proceso socio-político a través de un “amo-colectivo”, es decir, de un dictador asimilado, porque la conciencia servil contiene todo ello en sí misma, dando como resultado que unos mandan por el poder de la fuerza y otros obedecen por la sumisión del débil. Este miedo, sin embargo, insiste Hegel, permanece solamente formal y no se revierte sobre la existencia real y consciente.[6]
Entonces, está claro: Trujillo, contrario a lo que muchos piensan, fue aprovechado por el país como un fenómeno organizador, como un amo-dictador para satisfacer los múltiples caos que permanecían disueltos por los avatares de una historia sin definición aparente y Trina, la niña sancristobalense de ocho años y luego la adolescente de mediados de los 40’s, y después la atleta graduada de los 50’s, sumergida en las transformaciones aceleradas del país, no podía sucumbir a la tentación de combatir lo que, para ella, y el noventa y nueve y pico por ciento de los dominicanos, marchaba de acuerdo a lo que se veía, no a lo que se intuía.
Sin embargo, sí hubo —y estoy seguro— una reconversión en esa aparente sumisión de la conciencia de Trina —y la de casi todo el país—, y ese cambio fundamental comenzó a inundarlos a todos a partir de  la mitad de los años 50’s, cuando Trujillo permeó la obediencia y la admiración del país hacia su régimen, tras sustituir la dureza del respeto y el temor como fundamento de la obediencia, por una estrategia de terror sociológico copiada de los dictadores que pisaron nuestro suelo a partir de la mitad del decenio de los 50’s: Domingo Perón, Marcos Pérez Jiménez, Gustavo Rojas Pinilla y Fulgencio Batista, momento decisivo en que los asesores de Trujillo debieron exponerle que el tiempo de regir un país con la táctica del terror como doctrina, había llegado a su fin.

5. Trina Urbáez Díaz de Blandino: la satisfacción de una trans-sociabilidad iluminada por la prudencia y el amor

Hoy, a sus ochentaidós años, Trina Urbáez Díaz de Blandino puede mirar atrás y sonreír, porque desde allá, desde ese hito que fue el año 1929, su vida ha recorrido un trayecto histórico impulsado por cruciales cambios sociales, tecnológicos y científicos, y ella lo ha recorrido como una testigo cuyo discurso se apegó a las disciplinas enmarcadas en el deporte, en la beneficencia, en el servicio a los demás, en la unidad familiar y, sobre todo, en un inconmensurable amor por su país. Trina vivió completamente la dictadura de Trujillo, asimiló como experiencia existencial la salida de Balaguer en 1962, el triunfo de Juan Bosch en diciembre de ese mismo año y su derrocamiento en septiembre del 1963; fue testigo de la Revolución de Abril del 1965 y el regreso ese mismo año de Balaguer y su triunfo en 1966, y ha coexistido con los cambios políticos del país, a partir del 1978 a la fecha. Así, Trina ha completado los ciclos discursivos de una República Dominicana, que aunque a veces parece doblarse sobre sí misma y se vislumbra a punto de quebrarse, siempre se levanta vigorosa, apoyada en sus buenos hijos.
Por eso Trina, con orgullo, puede responder, sin miedo al pasado, al presente y al futuro, esas dos preguntas malintencionadas que me hice recientemente, porque ella vivió —y vive— ese sendero de asechanzas con que nos trampea la vida… ¡como una llama ardiente atravesando la historia!
Diciembre del 2011.




[1] Pandemónium es la capital del infierno en el poema El paraíso perdido, del inglés John Milton.
[2] Lewis Carroll fue el seudónimo utilizado por el escritor y matemático británico Charles Lutwidge Dodgson
[3] SARTE, Jean-Paul: La temporalidad estática, en El ser y la nada. Editorial Losada, S.A., 9na. Ed., Buenos Aires. 1993.
[4] HEGEL, G. W. F.: Fenomenología del espíritu. Traducción de Wenceslao Roces con la colaboración de Ricardo Guerra. Ed. Fondo de Cultura Económica. Ediciones F.C.E. ESPAÑA, S. A.  México, D. F.  1966.


[5] INFRANCA, Antonino: El miedo en la fenomenología del espíritu de Hegel. Revista Topía (número dedicado a la vida cotidiana argentina). Buenos Aires. 2001.
[6] HEGEL, G. W. F.: Obra citada.

domingo, 20 de noviembre de 2011

LECTURAS CONVERSANDO CON EL TIEMPO POR JOSÉ DEL CASTILLO PICHARDO Pastiche de Güibia


Hace un tiempo escribí, en trance evocativo: “Una Güibia que disfruté como el que más, desde que mi madre me llevaba niño en las tardes a respirar aire yodado para desapretarme el pecho. Que luego compartí con tíos y compañeros, pese a los ocasionales ‘pejes ciegos’ flotantes. Y que en los 70 acunó bajo los almendros mi amistad con Enriquillo Sánchez y Lil Despradel, en placentera peña de tres”. Debí decir que fue destino idealizado, soñado, confabulado, junto a los muchachos del barrio, camaradas de gimnasio y de aulas, durante los años 50 y 60. Lar de escapatorias escolares maceradas de lucha libre, fisicoculturismo, pancadas y brazadas cortando el oleaje hasta alcanzar las metas empotradas en el mar. Para hacer clavadismo temerario, aun en días de mar picada. Por ahí anduvo Felipe El Gladiolo con su lente fotográfico escrutador y Plinio Pina Peña con la cámara de filmación a cuestas, cuando el proyecto Driscoll Films y el Cine Club Dominicano inventariaban prospectos cinematográficos.
Debí consignar que en noviembre del 64 en compañía de Carlos Gómez Doorly y otros jóvenes nos congregamos al amparo de la noche y los almendros para formar un frente que frenara la continuidad sin salida democrática del Triunvirato. En penumbra, una voz con sonoridad de micrófono se hizo sentir conciliatoria de las posiciones allí expresadas. Era Peña Gómez que instrumentaba la estrategia fraguada por Bosch en el Pacto de Río Piedras. Su timbre chocante dado el tono “conspirativo” del encuentro, que mandaba a “hablar bajito”. En ese mismo nalgatorio público frecuentado por los capitaleños surgió durante el conflicto bélico del 65, como un oasis de paz dominical, el carrito de churros y hamburguesas que daría paso al Caserío. Luego el propio Peña Gómez en función de síndico construiría los quioscos llamados “paragüitas”, con intención renovadora. Corporán le añadió un grifo.
En mis años mozos y desde varias generaciones atrás, Güibia fue la playa de la ciudad, con su balneario público provisto de vestidores, duchas y alquiler de trajes de baño. Dos plantas con terraza, un bar con vellonera, bailadores trenzados, mulatas de cuerpos soberbios, tercias de ron ajustadas al cinto de los chulos. Arriba, a nivel de calle los frondosos almendros techaban las butacas haraganas para aquellos contemplativos del mar que buscaban descanso, junto al parquecito de juegos infantiles. Abajo, en la playa, el movimiento de bañistas en la arena, la competencia por alcanzar Peñita coronada por Brugal, precedida por los trampolines Saint Thomas y Curazao, restos de una plataforma que la fuerza de la naturaleza cambió.
Para llegar, la vía más emocionante era tomar una guagua de dos pisos, cuidando no quedar descabezado en el trayecto por las ramas de los árboles o algún alambre cruzado del tendido eléctrico. Bajarse en la Independencia y atravesar el campo de fútbol perteneciente al Club Iberia. A la vista, imponente, se erguía Güibia, con su estructura como andamio de concreto y ese azul espumante picado llenando la perspectiva de sus vacíos ventilados. Una suerte de santuario de la libertad en medio de la dictadura, donde se podía practicar deportes, jugar, nadar, bailar. Mis tíos Mané, Bienvenido y Pilín Pichardo Sardá me llevaban con frecuencia. El primo Pacho Sardá me introdujo temprano en el nivel más sórdido del ambiente, con cueros y chulos. Censurado por mi madre y la tía Carmen.
Este balneario está arraigado en la historia de Santo Domingo. No en balde la hoy avenida Independencia fue llamada el Camino de Güibia. Entre 1885 y 1903 un tranvía daba servicio desde el puerto a Santa Bárbara, conectando con el Fuerte de la Concepción sito al norte del parque Independencia donde estaba la estación central, para rodar hasta Güibia y luego alcanzar a San Gerónimo. Una concesión rentable frustrada por los intereses políticos de la época y la miopía municipal.
A mediados de los 40, dos refugiados republicanos residentes en Ciudad Trujillo se inspiraron en Güibia en sus crónicas dominicanas. Jesús de Galíndez se quejaba de la afición de los capitaleños por el parque Colón, cuando los enamorados disponían del Malecón y del balneario, donde a las notas de un bolero en las noches “las parejas se deslizan con cadencia tropical y las olas rompen sobre la arena, en cascada de espuma”. Para Forné Farreres, “desde la mañana hasta el atardecer, un hormigueo de bañistas marean el cielo con sus trusas de colores y ‘slips’ ceñidos a sus carnes. A lo largo de la arena requemada por el sol desfila una geometría de cuerpos, con elegancia alada, sensual”. El médico austríaco Kurt Schnitzer (Conrado) captó magistral con su ojo fotográfico esta dinámica.
Al lado de este recinto abierto regenteado por Virgilio Gómez Pina, operaba el aristocrático Casino de Güibia, con su trampolín y facilidades exclusivas, juegos de mesa, espacio de fiestas, banquetes, agasajos de la mayor selectividad bajo la Era, con asistencia de Trujillo y su círculo. Hoy Club de Profesores de la UASD, ubicado entre el balneario público ha poco sellado de zinc por el ayuntamiento y Adrian Tropical, un acertado desarrollo de la antigua estación de policía y del parqueo contiguo que salva el pudor perdido del Malecón. En ese lugar Pocho Medina regenteó en los 80 el Castillo del Mar, punto obligado para la estocada bohemia. Allí moró un moreno portentoso de voz ronca, grave, profunda. De gorjeo estupendo y maestro. Pulsando su guitarra solitaria. El, todo Espiga de Ébano y dignidad.
En los años 40, cuando los refugiados españoles nos redescubrían y exaltaban las bondades recreativas del balneario, Pedro René Contín Aybar (El Águila Herida), enamorado enfebrecido de Biel, su atlético marino (que años después fue mi barbero), cantó admirado a la belleza masculina, al juego retozón de los jóvenes en la arena. Al macho cabrío confundido como pez entre las olas. Un hermoso poemario circulado en edición limitada de 30 ejemplares plasmó una atrevida declaratoria de atracción homosexual, uno de los mejores textos de la literatura dominicana y sin dudas una descripción emocionada del ambiente del balneario. Quien vivió Güibia y lee este material del crítico y señor de las artes que fue Contín, queda pronto atrapado entre las redes de sus metáforas.


Güibia en los años 60

El Commander Efraím Castillo, cinéfilo, conectó en conversación que sostuviéramos con Muerte en Venecia de Thomas Mann, llevada al celuloide por Luchino Visconti y actuada “de película” por Dirk Bogarde. A quien se le derretía sudoroso el tinte rejuvenecedor aplicado al pelo y los bigotes, obsedido tras los pasos del mozalbete Tadzio. Contagiado inexorable el maduro escritor por la peste que asolaba a Venecia, muerto en una tumbona en el Grand Hotel des Bains. Nuestro Contín, más práctico y aunque también contemplativo, no sucumbió en el ensueño.

“Conversábamos en la playa, bajo/
los almendros. Su penetrante mirada móvil descubría las/
rojas y doradas frutas en su nido de hojas, saltaba al/
árbol y, seguido, sangraba entre sus dientes la almendra,/
mientras, sonriente, reanudaba su plática conmigo…/
Aquella criatura, semisalvaje, me/
atraía por su candor y por su fortaleza. Carne donde/
morder y campo para sembrar./
Nadando era un pez. Saltando al agua, un albatros./
Surgiendo de las ondas caminaba a la playa como un/
soberano en el sillón de su corte y al salir, desnudo, se/
desprendía de sus hombros el mar, manto de su realeza y/
poderío./
Una ola venía a lamerle el pie. En su enmarañada/
cabellera, pajón de algas, rutilaba la espuma. Apoyaba/
la barbilla en su mano entrecerrada y todo su cuerpo,/
bruñido de sol, respiraba alegría y sanidad y belleza.
 “-¡él!-, aquella figura alada, más brillante que las otras,/
de pie en el trampolín, sonriente, moviendo un brazo en un/
saludo olímpico, antes de lanzarse a las ondas./
 Biel, nadando, cortaba la sombra de las nubes, y los/
retazos de mar más azules unía con los claros. Los /
olvidados mitos de Anfitrite estremecían el ambiente.
“La hoja grande, amarilla y rosa-viejo, se abarquilla/
en el mar. Inventaré una palabra nueva, la pondré, con/
un beso, sobre mis dedos, soplaré. Y ella se irá, embarcada/
en esa frágil nave volandera, a ocultar mi secreto en lo/
 más profundo de las ondas."

En la novela Guerrilla nuestra de cada día, Efraím Castillo –mi entrañable Commander de sueños libertarios compartidos en las agitadas mesas de debate del Panamericano de los 60, un intelectual crítico dotado de un talento publicitario y literario excepcional- nos retrata la Güibia que fue, la que se nos escapó como pez escamoso a los de nuestra generación, transidos de nostalgia. Contrasta las dos Güibias de la Era: la del exclusivo Casino para familias acomodadas; y el balneario “para las chopas, obreros, guardias, policías y marineros”. Situando el relato en tiempos de Balaguer, resiente el cambio que se produjo para peor. “Hoy, sin embargo, la parte de las chopas ha sido asaltada, tomada por las huestes de vagos que, cada día, aumentan en Santo Domingo, por lo que la Güibia que formó parte de mi niñez, no es esta que se diluye entre el bombardeo de las aguas negras de miles de alcantarillas que desembocan en sus aguas y arenas y las alharacas endemoniadas que se forman allí cuando se cierra la noche.”

“Tal vez esta sea la razón de que Güibia golpee mi frente cada cierto tiempo y tenga que acudir a ella para pisar su arena y oler la hediondez que vierten sobre ella el Ozama y las apestosas cloacas. Aún con los patronatos y fundaciones que se estrenan a diario tratando de salvar lo insalvable, Güibia no ha encontrado aún quien la salve. Por eso, al acudir de vez en cuando a contemplarla, pretendo convertirme en su salvador, estableciendo desde mis pensamientos las fórmulas mágicas para arribar a una ecología de lo baldío.”
Ojalá Güibia, ahora des enclaustrada, renazca “como el principado del amor”, como quiere Efraím. Solaz de una ciudad vivaz que se resiste a morir. Bocanada de brizna yodada bajo los almendros.

jueves, 10 de noviembre de 2011

LA SONATA N° 14, OP.27, N°2 DE BEETHOVEN

Estimado Freddy:


La historia que me envías sobre la sonata claro de Luna (primer movimiento) es sumamente hermosa, pero no es la verdadera, ya que esta sonata se la dedicó Beethoven a Constantina Guilleta Guicciardi, una alumna del músico que tenía 17 años y de quien Beethoven se enamoró profundamente. En ese entonces él tenía 30 años. Beethoven incluso le pidió a su padre la mano en matrimonio, pero éste se negó rotundamente, probablemente porque era músico y no de la nobleza. Luego, ella se enamoró de otro y se casó, lo que produjo una gran decepción al maestro. Junto a esto, él ya estaba comenzando a ser sordo, por lo que comenzó su sufrimiento aún más grande. El nombre de Claro de Luna para esta sonata (la N°14, Op.27, N°2, Quatsi una fantasia), compuesta en 1801, no se lo puso Beethoven, sino el crítico alemán Ludwig Rellstab, a través de un ejercicio analógico entre el Primer Movimiento de la pieza y los hermosos claros de luna del Lago Lucerna, de la Suiza Central.

Desde luego, estimado Freddy, la historia de la mujer ciega es uno de los mitos que han rodeado y rodearán para siempre a Beethoven, el gran mago de los arpegios.

Efraim

viernes, 4 de noviembre de 2011

De su libro Confín del polvo


II

¡Ah, si cada gen pudiera buscar su historia,
encaminarse presuroso hacia el estallido del camino
y saltar sobre las aguas putrefactas
acabando su ciclo de vueltas irredentas!
¡Ah, si una explosión de soles borrara la incertidumbre
deslizándose por el lado empinado del camino
sin quemarse con los destellos del ayer
y reencontrarse en el resplandeciente valle!

Entonces lo unigénito sería plurigénito:
cada quien ubicaría su legado en el banquete,
alimentando sus deseos con aquella palabra perdida
donde ser y espacio se aúnan en el cosmos,
repartiéndose un sol de quimeras y esencias. 

Sí, los viejos conceptos serían mutilados,
echados para siempre en el vertedero de detritos
y todo lo mustio reverdecería en los campos mutilados.

Entonces –y no como un fin, precisamente—
el coro de las cofradías, de los vientos,
de las algarabías, de las encrucijadas,
de los hacedores de trampas,
de aquellos que asesinaron la esperanza,
de los sabios que fueron humillados,
de esos que llegaron como no debieron llegar,
desenmañarían esta historia atosigada de espantos
para emprender la inmensurable marcha hacia la alborada.