lunes, 14 de junio de 2010

Un capítulo de Los años de la arcilla: Haceres literarios de Efraim Castillo, de Miguel D. Mena (2003)



—Miguel: ¿Cómo es que en el caso suyo el concepto de combate se alía al del absurdo? ¿Compaginaban la Madre Coraje, de Brecht, y la Cantante calva de Ionesco?

—Efraím: No hay mejor combate que el escenificado entre la creación y la propia vida; esto, claro está, si se sabe conjugar amplia y vigorosamente el verbo griego poieo, de donde proviene la peri poitikís, y que es todo lo que el escritor consciente debe tener como norte: fabricar, hacer, construir, engendrar, crear, dar a luz. De ahí, entonces, que no puede existir contradicción entre una poética que se estructure a base de una mimesis totalizadora, y en cuyo medio se trate de exorcizar esa herencia que la teología nos endilga para confundirnos (la harmatia), la pasión de la crítica consciente (el pathos), la definición ética de la vida trascendente (el ethos), y la violencia de la sanidad (la maravillosa catarsis). Es por este correlato poético que Brecht y Ionesco son compatibles, algo que al inicio de la revolución rusa de octubre no se comprendió y que llevó al suicidio y al exilio a muchos de sus creadores, y cuyo fenómeno repitió la Revolución cubana, malogrando el sueño de decenas de colaboradores.






A Berthold Brecht lo descubrí mucho antes de asombrarme con Madre coraje y sus hijos, que escribió en 1939, ya que su Ópera de los dos centavos (conocida como la de los tres…), me había llegado antes de conocer aquella. Sin embargo, tropezarme en 1962 (en el minúsculo teatro de la Huchette, en París) con La cantante calva, de Eugène Ionesco, fue un extraordinario golpe para mi conciencia escénica, estancada en Chejov, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Franklin Domínguez, Sófocles, Máximo Avilés Blonda, Sartre y algunos monólogos de Shakespeare. Aún sin dominar el francés, comprendí que aquel teatro era una revolución. ¿Quién podría ponerlo en duda? Todas las revoluciones, provengan de donde provengan, siempre renuevan, vivifican y siembran semillas de luz. Pero, eso es indudable, aún con todo ese vigor de palabra y acción, si se colocan unas frente a las otras, las obras de Brecht (Madre coraje, La vida de Galileo Galilei, El que dice sí y el que dice no, La toma de medidas, etc.) y las de Ionesco (La cantante calva, La lección, Las sillas, Víctimas del deber, Amadeo o cómo salir del paso, El nuevo inquilino, El rinoceronte, etc.) harían retumbar las tablas de todos los proscenios históricos: desde Babilonia a Egipto, y desde Grecia a Roma.










Y es que mientras Brecht renovaba el montaje con la causticidad de un cirujano de la piel social, Ionesco lo hacía desde la profundidad de un lenguaje asimilado desde el método Assimil. Claro, ya Brecht había utilizado —para remachar sus críticas a las arrogancias sociales—un lenguaje disparatado, en 1928, cuando montó La ópera de los dos centavos, con música del compositor alemán Kart Weill y basándose en la ópera The Beggar’s Opera, del dramaturgo británico John Gay (1728). Aunque Brecht le llevaba once años a Ionesco (Brecht nació en el 1898 y Ionesco en el 1909), ambos pueden ser considerados de la misma generación y de ahí, precisamente, a que sus obras se inserten en el estadio de la historia donde más aceleradamente se consumaron las revoluciones estéticas. Tanto el cine como la radiofonía presionaron desde los comienzos del siglo XX violentos cambios en la plástica, la escultura y la literatura. Brecht y Ionesco colmaron la mimesis con esas formas aristotélicas sobre el qué se  imita y el cómo se imita: narrando y actuando, represando, al mismo tiempo, el concepto de virtud que Heidegger vinculó a la mera racionalidad de los medios, aunque por lo bajo, tanto Brecht como Ionesco, debieron sentir algunas neuronas presionadas por aquella inspiración dadaísta de que si no hay problemas es porque no hay soluciones, tan cacareada por Marcel Duchamp y que Ludwig Wittgenstein convirtió en no hay enigma 


Eso que sucede, el singulare tantum, esa mente colectiva, cuando se trata de arribos espectaculares a los paradigmas, sólo puede medirse desde la óptica donde la revolución se vuelca en sí misma para trascender… ¡o morderse la cola!: ¿es lo revolucionario la conceptualización del fenómeno que toca las fibras del estómago… o es, acaso, lo que toca las fibras de la conciencia?  
Por eso siempre he estado de acuerdo con Ives Eyot respecto a que no existe emoción estética, sino goce estético, y fue montados en esta plataforma, que Silvano Lora, Pedro Mir y yo debatíamos, en el estudio del primero de la avenida Pasteur, lo que sería el mundo revolucionario a partir del derrumbamiento del muro. Bajo aquella pesada saudade fue que escribí Confín del polvo, un largo poema de quejas y preguntas.

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