martes, 29 de junio de 2010

Efraim Castillo

Artículo de Ángela Peña, estupenda periodista e investigadora
¡JURO QUE NO HABÍA LEÍDO ESTO CUANDO ESCRIBÍ SOBRE EL ABUELO DE EFRAIM !LNG

31 Julio 2004
Efraim Castillo
POR ÁNGELA PEÑA

Nació prácticamente entre libros y creció escuchando las conversaciones literarias que Juan Bosch, Joaquín Balaguer, los Henríquez, sostenían con su abuelo materno, Alberto Arredondo Miura, diputado, escritor, juez de la Suprema, en la Duarte esquina Arzobispo Nouel.
Cuando el ilustre antepasado cayó preso por oponerse a romper los expedientes que consignaban el abigeo de los Trujillo, murió al poco tiempo de enfrentar las mazmorras de Nigua y la Torre del Homenaje y la rica biblioteca pasó a ocupar el cuarto de Efraim, el único varón de los hijos de Carmen Ocelia Arredondo y el capitán Efraim Arturo Castillo.
Con Genoveva de Brabante se inició su afición por la lectura. El pequeño devoraba un libro ínter diario, interesado en conocer el contenido de tantos volúmenes. Esa inclinación, a la que atribuye tan admirable diversidad de conocimientos, le ha acompañado de por vida por lo que sus discernimientos no sólo son profundos, autorizados, dichos con propiedad demostrada y comprobada, sino también actualizados.
Efraim Castillo, el publicista, dramaturgo, gastrónomo, sociólogo, historiador, poeta, cuentista, novelista, locutor, musicólogo, urbanista, ensayista, cineasta, crítico literario, artista plástico, es como una enciclopedia viviente que igual discurre sobre horticultura como del arte de cocinar, de la obra más reciente de un premio Nóbel o de la circunstancia que motivó la creación de un bolero.
La melomanía le viene de los Arredondo, casi todos músicos. Su bisabuelo, José María Arredondo Alfonseca, escribió un himno a la Restauración. Juan Bautista Alfonseca, tío tatarabuelo, no sólo compuso el primer himno nacional sino que se dice fue el creador de los primeros merengues criollos. José María Arredondo Alfonseca, bisabuelo, tocó el órgano de la catedral, donde está enterrado, durante cuarenta años. Emeterio Arredondo y sus hermanos tenían un cuarteto vocal y su tío Enriquito Mejía Arredondo fue el primer director dominicano de la Sinfónica. Por eso piensa que el ser melómano es genético.
Pero Efraim, quien este año recibió el Premio Nacional de Teatro, fue también un activo militante de la izquierda, un combatiente de la revolución de abril y perseguido político que como su abuelo padeció la dura experiencia de la cárcel. Hacía cuatro programas de radio enfrentando las injusticias y los atropellos en el difícil periodo de la transición de la dictadura a la democracia y en los años 1962, 1963, antes del ascenso de Bosch: el de la agrupación 20 de Octubre, junto a Miguel Alfonseca; el de los ex presos políticos, el del 14 de Junio y otro de Arte y Liberación junto al pintor Silvano Lora. En las tardes escribía un programa al versátil Arnulfo Soto (Miñín), que era director de Onda Musical. “El 14 me daba dos pesos diarios para comer, la ropa me la lavaba el sindicato del hotel Comercial y dormía en la agrupación 20 de octubre”, cuenta.
Los continuos apresamientos le impidieron estudiar en la universidad después de haber logrado graduarse bachiller tras estudios dispersos iniciados en el colegio de las Amiama y continuados en el San Rafael y la escuela pública de San Cristóbal, la República Argentina, el colegio Adventista Dominicano, la Normal Presidente Trujillo y el Loyola, del que lo expulsaron por discutir de historia, materia que había estudiado tanto que superaba a sus instructores.
Preso también por negarse a asistir a la jefatura cuando lo engancharon a marino, alegando que no nació para militar, Efraim llamado familiarmente por algunos amigos como el  “General”, o “Commander”, es un ser libre que pese a estar ubicado en la Generación literaria del 60, a haber sido premiado más de quince veces por diferentes obras, no figura en todas las antologías dominicanas.
“Como no voy a conciliábulos, a mí se me ha ignorado en muchas antologías y no me ha importado, porque si la literatura que yo hago es buena, no importa que esos críticos de ahora digan que es mala, y si es mala, no importa que esos críticos de ahora digan que es buena, porque es la posteridad la que la va a rescatar. Lo bueno supervive, trasciende. Lo malo, aunque lo ensalcen momentáneamente, vuelve otra vez hacia abajo. No me han incluido tal vez porque no he pertenecido a peñas, tú sabes que la mayoría de la literatura que se hace en este país es una literatura para ser releída  por otro escritor y para ser degustada en círculos”.

PARA SACUDIRSE
Con voz y figura imponentes y una diminuta y escasa cola de caballo recogida en la nuca que contrasta con su fornida anatomía, Efraim Castillo, el comisario político de los comandos de Santa Bárbara y San Antón que preparó en una vieja máquina de escribir mecánica la lista de los combatientes, y que abandonó la política cuando Balaguer ascendió al poder, en 1966, confiesa que participa en los concursos literarios para sacudirse, para estremecerse. Los inventores del monstruo, la obra de teatro con que ganó en 2004, trata el ingreso de Trujillo a la Guardia Nacional y desmiente que el ejército actual tiene una historia ininterrumpida desde 1844. “Ese ejército que nos gastamos es un ejercito formado, creado, por los interventores yanquis de 1916: su disciplina, su ropa, todo ese protocolo del cuartel es americano”.
Pero este revelador libro no ha sido su único lauro. También le premiaron Currículum (el síndrome de la visa), El personero, Los ecos tardíos y otros cuentos, que se unieron a los galardonados de La Máscara, Casa de Teatro, Banco de Reservas, entre otros. Pero no escribe para concursar, dice este autor de alrededor de veinte libros publicados y quince inéditos. “Uno no concursa para ganar el dinero, sino para saber que todavía escribe. Son pequeños retos”.
Efraim Castillo vino al mundo el treinta de octubre de 1940, frente a la fortaleza Ozama por lo que se acostumbró a levantarse a las cuatro de la mañana, al toque de diana, esperando la primera alborada con un corneta. A esa hora comienza a escribir, luego camina y excepto viernes o sábado, no está en la calle después de las nueve de la noche, aunque tuvo un tiempo en que una de sus ex esposas puso un cartel en la casa que decía Hotel Castillo, por su limitada presencia en el hogar. “Pero esa fue una época que no debió pasar y que ya superé, después he sido un tipo completamente diurno”. Tres o cuatro horas las pasa frente a su ordenador, creando ideas, asesora empresas y viaja a Constanza donde cultiva papas, cebolla, remolacha, lechuga, brócoli, coliflor...
Ha casado cinco veces y tiene siete hijos: Irina, Nanette, Efraim, Jessica, Jean, Walter y Joel. Su actual esposa es la colombiana Gladis Enríquez. El inventario de sus obras es prolijo. Comprende novela, cuento, teatro, poesía, ensayo. Pero ha trascendido más como el publicitario que descolló en esa rama cuando también eran maestros de ese arte William Vargas, Damaris Defilló, Papi Quezada, Juan Llibre, Vicente Linares, Ramón Oviedo, Manuel García Vásquez, Tony Guzmán, Brinio Díaz, Bernardo Bergés Peña. Él estuvo en Exelsior o Fénix, entre otras agencias-
¿Por qué lo han marginado de algunas selecciones de las letras nacionales, teniendo una obra demandada, toda agotada y reclamada por la intelectualidad internacional? Se le pregunta.
“Cuando estás solo, te comportas solo, afloras, y subes un poco la cabeza, hay un sector que te quiere hundir, te tira. Si hubieran podido me hubiesen borrado del mapa”, responde.

lunes, 14 de junio de 2010

Un capítulo de Los años de la arcilla: Haceres literarios de Efraim Castillo, de Miguel D. Mena (2003)



—Miguel: ¿Cómo es que en el caso suyo el concepto de combate se alía al del absurdo? ¿Compaginaban la Madre Coraje, de Brecht, y la Cantante calva de Ionesco?

—Efraím: No hay mejor combate que el escenificado entre la creación y la propia vida; esto, claro está, si se sabe conjugar amplia y vigorosamente el verbo griego poieo, de donde proviene la peri poitikís, y que es todo lo que el escritor consciente debe tener como norte: fabricar, hacer, construir, engendrar, crear, dar a luz. De ahí, entonces, que no puede existir contradicción entre una poética que se estructure a base de una mimesis totalizadora, y en cuyo medio se trate de exorcizar esa herencia que la teología nos endilga para confundirnos (la harmatia), la pasión de la crítica consciente (el pathos), la definición ética de la vida trascendente (el ethos), y la violencia de la sanidad (la maravillosa catarsis). Es por este correlato poético que Brecht y Ionesco son compatibles, algo que al inicio de la revolución rusa de octubre no se comprendió y que llevó al suicidio y al exilio a muchos de sus creadores, y cuyo fenómeno repitió la Revolución cubana, malogrando el sueño de decenas de colaboradores.






A Berthold Brecht lo descubrí mucho antes de asombrarme con Madre coraje y sus hijos, que escribió en 1939, ya que su Ópera de los dos centavos (conocida como la de los tres…), me había llegado antes de conocer aquella. Sin embargo, tropezarme en 1962 (en el minúsculo teatro de la Huchette, en París) con La cantante calva, de Eugène Ionesco, fue un extraordinario golpe para mi conciencia escénica, estancada en Chejov, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Franklin Domínguez, Sófocles, Máximo Avilés Blonda, Sartre y algunos monólogos de Shakespeare. Aún sin dominar el francés, comprendí que aquel teatro era una revolución. ¿Quién podría ponerlo en duda? Todas las revoluciones, provengan de donde provengan, siempre renuevan, vivifican y siembran semillas de luz. Pero, eso es indudable, aún con todo ese vigor de palabra y acción, si se colocan unas frente a las otras, las obras de Brecht (Madre coraje, La vida de Galileo Galilei, El que dice sí y el que dice no, La toma de medidas, etc.) y las de Ionesco (La cantante calva, La lección, Las sillas, Víctimas del deber, Amadeo o cómo salir del paso, El nuevo inquilino, El rinoceronte, etc.) harían retumbar las tablas de todos los proscenios históricos: desde Babilonia a Egipto, y desde Grecia a Roma.










Y es que mientras Brecht renovaba el montaje con la causticidad de un cirujano de la piel social, Ionesco lo hacía desde la profundidad de un lenguaje asimilado desde el método Assimil. Claro, ya Brecht había utilizado —para remachar sus críticas a las arrogancias sociales—un lenguaje disparatado, en 1928, cuando montó La ópera de los dos centavos, con música del compositor alemán Kart Weill y basándose en la ópera The Beggar’s Opera, del dramaturgo británico John Gay (1728). Aunque Brecht le llevaba once años a Ionesco (Brecht nació en el 1898 y Ionesco en el 1909), ambos pueden ser considerados de la misma generación y de ahí, precisamente, a que sus obras se inserten en el estadio de la historia donde más aceleradamente se consumaron las revoluciones estéticas. Tanto el cine como la radiofonía presionaron desde los comienzos del siglo XX violentos cambios en la plástica, la escultura y la literatura. Brecht y Ionesco colmaron la mimesis con esas formas aristotélicas sobre el qué se  imita y el cómo se imita: narrando y actuando, represando, al mismo tiempo, el concepto de virtud que Heidegger vinculó a la mera racionalidad de los medios, aunque por lo bajo, tanto Brecht como Ionesco, debieron sentir algunas neuronas presionadas por aquella inspiración dadaísta de que si no hay problemas es porque no hay soluciones, tan cacareada por Marcel Duchamp y que Ludwig Wittgenstein convirtió en no hay enigma 


Eso que sucede, el singulare tantum, esa mente colectiva, cuando se trata de arribos espectaculares a los paradigmas, sólo puede medirse desde la óptica donde la revolución se vuelca en sí misma para trascender… ¡o morderse la cola!: ¿es lo revolucionario la conceptualización del fenómeno que toca las fibras del estómago… o es, acaso, lo que toca las fibras de la conciencia?  
Por eso siempre he estado de acuerdo con Ives Eyot respecto a que no existe emoción estética, sino goce estético, y fue montados en esta plataforma, que Silvano Lora, Pedro Mir y yo debatíamos, en el estudio del primero de la avenida Pasteur, lo que sería el mundo revolucionario a partir del derrumbamiento del muro. Bajo aquella pesada saudade fue que escribí Confín del polvo, un largo poema de quejas y preguntas.