viernes, 20 de agosto de 2010

Efraim Castillo y la postmodernidad


—Miguel D. Mena: Manolo Tavárez ha sido la figura más cantada dentro de los prototipos revolucionarios. Es curioso pensar que cada generación tuvo sus héroes: Manolo, Caamaño, Amaury Germán Aristy. Los tres cayeron, los dos primeros fusilados, el último en la gran escenificación de la violencia de los Doce Años balagueristas, aquel frío enero de 1972, en la Autopista de las Américas, dentro de una cueva que, por cierto, ha sido casi físicamente borrada. ¿Podría pensarse un plano de la postmodernidad dominicana a partir de la descafeinización de los héroes cotidianos? ¿Le dice algo el concepto postmoderno?

—Efraím Castillo: La postmodernidad es un mito, Miguel. Primero, habría que preguntarse si la modernidad nació, verdaderamente, a finales del siglo XIX, o si fue, acaso, con el invento de la escritura cuneiforme de los sumerios; después, sería necesario preguntarse si el concepto que la anima no fue más que una mixtura, un cóctel entre el hedonismo resultante del epicureísmo —donde el fin supremo de la vida sería el aprovechamiento del placer burgués (no te sonrojes, Miguel, pero ese es el placer al que se refirió Epicuro, desde sus prédicas en el jardín: «la muerte, pues, el más horrendo de los males, en nada nos pertenece, pues mientras nosotros vivimos no ha llegado y cuando llegó ya no vivimos»)— y del neoplatonismo —«Todo ser perfecto es fecundo, y engendra otro ser, que es semejante a él; siendo el Uno la perfección infinita, será infinitamente fecundo; pero el ser que se engendra es inferior a sí»—, por el otro, en unos devaneos y conjeturas que arribaron a la noción nietzcheana  de que «el mal es relativo» y, un poco más allá, de que «el mal ético es sólo temporal, un estúpido fenómeno transitorio por la inadaptabilidad del hombre inferior, que no se atrevió a establecer los fundamentos de una moral innovadora, sobrehumana, motivada por un trascendente desarrollo evolutivo».
Efraim Castillo

La modernidad y, tras ella, la postmodernidad, no son, entonces, conceptos que puedan aplicarse con pinzas en la evolución del hombre, ya que, de ser empleados, se conectarían a los grandes cambios estructurales de la historia. Así, modernidad tuvo que ser la creación sumeria del sistema sexagesimal de numeración, ubicada en el año 4 mil antes de Cristo, y, postmodernidad, el agrupamiento de los números por decenas practicado por los egipcios a través de los jeroglíficos, unos mil años después. Modernidad debió ser la introducción del sistema decimal —no posicional— babilónico, llevado a cabo en el año 2 mil antes de Cristo, y postmodernidad el desarrollo del cálculo mecánico basado en las ruedas dentadas de los griegos, efectuado mil 840 años después.  Asimismo, Miguel, creo que la modernidad tiene que ver con el análisis publicado por Platón, antes de cumplir los 30 años, acerca de la función del piloto al borde de un navío (no estaría demás observar que cibernética viene del vocablo griego kibernetes, que debe traducirse como piloto), pero postmodernidad —eso es indudable— debe entonces insertársele a la publicación del libro Algebr wa’l mukabala, en el año 850 después de Cristo, del matemático árabe Al Karismi, que fundamentó los estudios algebraicos y abrió la más amplia posibilidad para resolver problemas que parecían infinitos.

Modernidad podría ser el descubrimiento de la pólvora, de la brújula y la imprenta, por parte de los chinos, y, postmodernidad, los inventos de la máquina impresora de Gutenberg y, doscientos años después, de la máquina de calcular de Pascal, a la que hay que anexar la creación, unos años más tarde, del sistema binario de Leibniz.
Paul Cézanne


La modernidad surge cuando los nuevos esquemas rompen los viejos, cuyos ciclos de vida se han comenzado a agotar y la postmodernidad, entonces, se caga y mea en aquella, irrumpiendo las esferas con violentos paradigmas. Tal como Cézanne, luego de la segunda mitad del Siglo XIX, que invadió el mundo del arte con nuevas apuestas de líneas y colores y remató las viejas escuelas, pero que, luego, se quedó corto cuando a comienzos del Siglo XX Picasso revolucionó el mundo del arte con Las señoritas de Avignon, junto a un Marcel Duchamp, que estremeció las galerías con su Desnudo bajando las escaleras, las que ya se habían tambaleado con la exposición de los impresionistas 40 años antes.

A partir de ahí, el mundo del arte jamás volvería a ser igual hasta que, en los años veinte, surgió el abstraccionismo.
Mondrian, Composición en rojo, amarillo y azul

También las grandes guerras crean modernidades y postmodernidades, en virtud de que fundan coyunturas que se almacenan y se convierten en nuevas estructuras. Y lo mismo ocurre con las ideologías y las religiones. El cristianismo, puedes estar seguro, Miguel, fue un ciclón postmoderno dentro de aquellas creencias mágicas y politeístas de la antigüedad. Y a ese cristianismo fastuoso del Siglo XV le salió al frente —como una postmodernidad— la reforma que comandó Lutero. Todo esto podría enseñarnos que los humanos —así como el mundo material que habitamos— somos perfectibles y que la característica fundamental que nos rodea es la evolución a la que llamamos cambio.

No deberías extrañarte, entonces, de que eso a lo que hoy se le llama postmodernidad se convierta en pura obsolescencia dentro de algunos años, reportando como válido lo que alguien, hace muy poco, expresó: «vivimos tan aceleradamente que cada década inaugura un nuevo siglo».

Jean Francois Lyotard dijo hace quince años que «el saber se cuantificaba en bytes». O sea, que ya no hay espacio para que un monje ciego —como el de la novela El nombre de la rosa, de Eco—, se coma la única copia existente del segundo libro de la Poética de Aristóteles.

Sobre la descafeinización  de nuestros héroes, de esas figuras protagónicas que, como Manolo, asesinado en 1963, Amaury en 1972, y Caamaño en 1973, ¿qué podría decirte?

Si lo que se llama modernidad surge desde el entusiasmo que se nutre de las estructuras, la postmodernidad es la contracultura que brota desde los desencantos, y Balaguer fue un promotor, un constructor que, desde los oportunismos de la guerra fría, chantajeó a los yanquis para doblegar nuestros sueños. Así como lo inservible debe alimentar el fuego, lo valioso, lo trascendente, también debe servirnos  como coraza para perpetuar los recuerdos sólidos, esas remembranzas que nos torturan a puros ramalazos en las madrugadas.

Creo que aunque a Rosa Montero no le gusten los escritores comprometidos, cada uno de los que tuvimos que chuparnos impávidos los asesinatos de esos tres héroes, debemos revestirnos de coraje y, cada vez que podamos, escribir sus nombres para atizar las memorias. ¿Quién recordaría las guerrillas del Santo Che en este mundo desmurallado, si los que nos beneficiamos de su canto hubiésemos sepultado nuestras voces?

Los entornos de la memoria sólo marchan entre los recuerdos recurrentes, y es entonces cuando —algún día y presionados por sus constantes gritos— tendrán que salir a flote para estremecer y revolucionar la historia. 

martes, 3 de agosto de 2010

Collages y ensamblajes: una obsesión de totalidad en Silvano Lora




Por Efraim Castillo

1. Introducción
CUANDO MIRO HACIA atrás desde este presente y mi mente recorre un espacio de más de cuarenta años, las lágrimas, por más que trato de impedir su afloración, siempre brotan, llegando a ese punto donde el llanto se hace visible y abrasa la memoria. Es en esa vuelta a los recuerdos —la cual practico a menudo como un ejercicio de contacto con un pasado que, simplemente, no puedo sepultar en el olvido—, donde surge, casi siempre, la figura quijotesca de Silvano Lora, alertándome con sus ojos y su voz sobre estos fenómenos que debemos vivir a diario y que, peligrosamente, trastruecan y rompen las estructuras vitales de nuestra débil y vacilante cultura. Y fue, precisamente, en una de esas nostalgias que recordé los collages y los ensamblajes que Silvano construía para su serie Homenaje a la inocencia y donde me manifestó —mientras soldaba una cuchara y un plato metálico sobre una plancha de acero pintada de rojo— «que el hambre de los pueblos, como una peligrosa daga, ocupa un vacío en el espacio».


Durante su ejercicio como pintor y revolucionario, Silvano echó a un lado aquel enunciado de Platón —recogido por Jacques Derrida en La verdad en pintura[1]— acerca de que las desavenencias entre filosofía y poesía vienen de antiguo. Lora siempre mantuvo (aún insertando ciertas deformaciones de la realidad en sus obras) la prelacía de los correlatos dentro de su discurso estético. Y esa fue la razón de que, en sus collagesensamblajes y performances, el pueblo, ese pueblo al que él dirigía su producción, percibía —escalón por escalón—  el verdadero sentido de sus denuncias. Porque es preciso, para explicar la obra de Silvano Lora, volver a la manoseada, ridícula y excluyente expresión (convertida en concepto por muchos historiadores) de que hay un arte compromisario y otro para el simple goce y de que más allá de esa escuela sospechosa que manipula a través de una hermenéutica torcida el verdadero sentido de la estética, el arte no es careta o encubrimiento, sino significado. 


2. El arte total en Silvano
Para Silvano, los collages ensamblajes —como una obsesión, como una disrupción entre el camino tomado por el país para arribar a una definición entre discurso estético y realidad nacional—, ocupaban un principio de totalidad cuyo alcance (él lo comprendía plenamente) podía abrir profundos surcos y lecturas dentro del tejido social, porque, a la larga, en la comprensión popular y más allá de la simple lucha social, los discursos lúdicos son los que alcanzan una mayor penetración.
Bastaría tan sólo con emprender una pequeña encuesta en algunos de los barrios más necesitados de las ciudades del país para comprobar que la música, los deportes y el dominó cubren la escena del ocio y remachan alrededor del cincuenta por ciento de las actividades lúdicas.
Por eso, en esos momentos de nostalgias y llanto, también recuerdo cuando en los días que el muro de Berlín se vino abajo, Silvano Lora, Pedro Mir y yo, ocupando asientos en el espacio principal del atelier de Silvano en la avenida Pasteur —que también le servía para los encuentros de cada jueves con sus amigos—, nos planteábamos apasionadamente el futuro, no de la cultura, sino de las culturas; es decir, de los componentes abstractos que moldean la totalidad de las producciones sociales y que, a la larga, impregnan a las naciones de su singularidad, esa cualidad que, evadiendo lo que numérica o cuantitativamente no responde a la especificidad local, crea la diferencia entre los pueblos y naciones, que Heidegger, sabiamente, expuso «como el valor de un ser —su poder— y que puede medirse por su capacidad de recrearse», asegurando que «un ser es tanto más singular cuanto más capaz es de recrearse[2]». Baudrillard, en El espíritu del terrorismo[3] se refiere a éste (al terrorismo) «como un modo de expresión, como una singularidad irreductible que se origina en un sistema de intercambio generalizado debido a que todas las especies,  los individuos y las culturas que pagaron con su muerte la emergencia de la circulación mundial, se vengan hoy a través de una transferencia  situacional del terror», asegurando que «el valor de un ser, su poder, se mide por su capacidad de recrearse y esa capacidad mide a la vez su capacidad de singularizarse».[4]


Pedro Mir, que siempre fue dado a la observación profunda, no salía aún de su estupefacción por el desgajamiento en cadena de una estructura político-social  como la Unión Soviética, que había costado tantos esfuerzos y sacrificios, pero apostaba a que lo que se vislumbraba en el horizonte como una naciente, desafiante y arbitraria polaridad en la conducción mundial, no podría erradicar el abanico multifactorial de valores que conformaban las singularidades nacionales.
Y eso lo decía Pedro —a pesar de que desde hacía tiempo en la URSS y otros países de la Europa oriental, los pantalones tipo vaquero, la Coca-Cola y los hotdogs comenzaban a ponerse de moda—, porque sabía bien que no hay conquista completa hasta que la integración de lo meramente singular, de ese complejo entorno —no contorno— de valores, creencias y actitudes compartidas, no se disolviera en lo numérico o cuantitativo, produciéndose el efecto-mosaico de la contaminación.
Entonces, tanto Silvano como yo, reforzábamos las reflexiones de Mir, señalándole las grandes conquistas, crecimientos imperiales y muertes de civilizaciones registradas en la historia: la sumeria, ahogada por la egipcia y otros pueblos de la Anatolia; la egipcia, consumida por reyertas internas y suplantada por un reinado griego (el de Tolomeo) a la muerte de Alejandro; la griega, absorbida por la romana, y ésta disgregada a partir de los grandes papados fortalecidos por Carolus Magnus (Carlomagno), que vigorizaron la llamada Edad Media, hasta llegar al último de los grandes guerreros, Napoleón, quien irrigó sus conquistas con la poderosa impronta de un código impregnado por las esencias de la Revolución Francesa y el derecho consuetudinario y que, a pesar de todas las ocupaciones martilladas por lanzas, sables, fusiles y cañones que esclavizaron y socavaron ciudades y aldeas, asesinando poblaciones y ocupando vastos territorios, las singularidades de las naciones conquistadas —determinadas por una identidad total— supervivieron al ahogo, a la masacre y a la asfixia estrategizada.

Desde luego, Pedro Mir, con la sapiencia en la boca, nos explicaba que lo que siempre ha impregnado de ese sabor singular a los pueblos ha sido —además de la maternidad y la cocina— la herencia transmitida por un cordón umbilical que se extiende orgánicamente al habla, a los olores y colores y que se fundamenta en una expresión de totalidad esencial. Siempre coincidí con esa noción de Mir porque hay presencias materiales que producen esos correlatos objetivos que, indudablemente, conducen a las categorías expresivas de las naciones (donde deben incluirse las alojadas en lo lúdico y, por ende, en lo estético). El propio Heidegger definía la imagen del mundo, «no como la reproducción de algo, sino como una especie de cuadro de lo ente en su totalidad», acreditando a la imagen del mundo «un significado de sistema, donde lo ente en su totalidad se entiende de tal manera que sólo es, y puede ser, desde el momento en que es puesto por el hombre que representa y produce, y en donde tiene lugar una decisión esencial sobre lo ente en su totalidad[5]». Es decir, esto que para Heidegger construye la imagen del mundo —la propia historia del hombre—, formada por las presiones de las particularidades esenciales de sus entornos y contornos, y que se podrían atisbar como capas sobre capas, como un enorme y concreto collage que se aditiva constantemente, constituyó el motivo fundamental de la última etapa en la producción de Silvano Lora (sobre todo la que comprende los últimos veinticinco años).

Para Lora, el collage alcanzó posibilidades infinitas, constituyéndose en un punctum de denuncia, separando su propia manufactura de lo que escudriñaban otros artistas con su representación (la simple búsqueda de aditivar realidad objetual a la obra o, posiblemente, la impregnación en ésta de elementos extrapictóricos para posibilitar un efecto). De ahí a que para arribar a la importancia del collage —y más tarde de los ensamblajes—, Silvano Lora, tuvo que descubrir—finalizando el decenio de los 50 y cuando sólo contaba con veintitrés años de edad— la utilidad, no sólo estética, sino también histórica, de su manufactura.

En nuestras numerosas conversaciones (muchas de las cuales se produjeron cuando ambos tuvimos que permanecer ocultos tras el derrocamiento de Juan Bosch en 1963 [6]), Lora y yo nunca abordamos a profundidad la jerarquía del collage dentro de su producción[7] —tal vez debido a los grandes esfuerzos que tuvo que desplegar para organizar el movimiento cultural Arte y Liberación—, aunque sí me manifestó, un par de años antes de su muerte y a raíz del documental que realicé sobre su obra (como se verá más adelante), que esta tendencia estética, surgida dentro de la revolución cubista, representaba toda una síntesis cuyo génesis era preciso ubicarlo en el mosaico y que, estaba seguro, había marcado el interés de Braque y Picasso para convertir esta fase del cubismo en una poderosa expresión estética que no sólo había sobrepasado el presupuesto histórico del movimiento, sino que había desembocado en una nueva expresión plástica.



3. El nacimiento del collage

En su Manifiesto cubista, Guillaume Apollinaire[8] especificó cuatro tendencias manifiestas entre los realizadores pertenecientes a esa nueva expresión pictórica (Picasso, Braque, Metzinger, Dalauny, Marie Laurencin[9], Le Fauconnier, Gleizes, Leger, Duchamp, Duchamp-Villon, Gris, Picabia):

a)     El cubismo científico;
b)     El cubismo geométrico (Picasso, Braque, Metzinger, Gleizes, Marie Laurencin y Juan Gris);
c)      El cubismo físico (creado por Le Fauconnier); y
d)     El cubismo órfico.

Pero yendo un poco más allá, Apollinaire redujo la taxonomía del cubismo en tres fases: analíticahermética y sintética, describiéndolas así: la fase analítica, que se produce cuando el artista parte de la observación de la realidad para luego destruirla; la fase hermética, abordada por Picasso y Braque para que, tras una pequeña identificación de determinadas realidades objetivas, tales como instrumentos musicales, periódicos, tazas, etc., los lectores de las obras pudieran identificarlas; y la fase sintética, también creada por Picasso y Braque con la aplicación de la técnica del papier collé, de donde se origina la palabra collage.
Tanto Picasso como Braque perseguían, tras la infiltración de fragmentos físicos extrapictóricos a la obra, otorgar a ésta una noción de alta realidad. Braque, que fue el primero en utilizar en sus obras papel, tela, hule y otros fragmentos, buscaba, más allá de la simple factura plástica, crear un objeto tridimensional donde la descontextualización de los materiales utilizados creara una imagen total, capaz de explorar otras posibilidades estéticas. Y fue a partir de la incorporación de estos elementos de superficie plana que la técnica del collage se abrió a otras fragmentaciones: metales, piedras, arena, relieves de pintura, etc., estableciendo tres formas de practicar la técnica:

1.       el collage con materiales planos (telas, papel y cartulinas, que sigue las aplicaciones del papier collé, donde la acción de encolar asume, o una función protagónica, o asimila parte de la factura:
2.      el collage con fragmentaciones sólidas, conocido como ensamblaje; y
3.      el collage que se apoya, o en la incorporación de grandes capas de material pictórico, o, también, de ceniza, aserrín, arena, virutas de madera, plástico, yeso u otras sustancias, utilizados para escudriñar nuevas posibilidades visuales.



4. Lora y el collage

En las conversaciones que sostuve con Lora durante los días previos a la producción del documental que realicé sobre su obra —Grito y sentido alrededor del grito—, éste me confesó que la técnica del collage le había subyugado desde comienzos del decenio de los 50, mientras estudiaba el cubismo, llegando a la conclusión de que tanto Picasso como Braque, más allá de la incorporación a sus obras de esos fragmentos de realidad que el encolado hacía posible, lo que perseguían era abarcar para los objetos otra función estética: un viso de alta realidad en donde confluyeran respuestas alternativas y abiertas. De ahí, no cabe duda, que aunque en las obras iniciales de Lora (1951) no asomaran señales del collage, sí afloraran cinco años después a manera de experimentación académica, afianzándose en su serie sobre la Exploración del cosmos-Homenaje al Sputnik (1957-59) y en sus producciones orgánico-mecánicas del periodo 1959-61. Silvano me señaló que el collage había abierto a su producción —en lo referente a ciertos efectos tridimensionales— la posibilidad de practicar un acto más sociologizante entre el objeto de arte y el pueblo. Es decir, para Lora su producción no iba limitada a un lector, a un individuo, sino al ser plural que se alojaba en el pueblo, por lo que remachaba con énfasis las palabras arte-pueblo, señalándolas como una sustancia de entrañable valor en su obra futura. Lora, entonces, se volcaba en los correlatos que posibilitaban la identificación de la obra producida en collage con la lectura de ésta y, entonces, llamaba mi atención hacia un análogo que lo atraía inmensamente: el desciframiento de los signos musicales, donde los oyentes —lo quisieran o no—, debían apelar a una simple equivalencia que los conectara a los sonidos de la naturaleza. Para descifrar aquel ejemplo tenía que explayarme hacia una ecuación muy simple: detenerme en una composición musical y compararla a un collage sonoro, donde los instrumentos utilizados en la textura  representan unos sonidos ambientales que, hoy, ya no se perciben como fueron creados por quienes los iniciaron hace miles de años para reproducir en el silencio de la caverna los espíritus de la selva, del desierto, de los ríos, del mar y de la lluvia. Pero Silvano, que siempre fue un estudioso de la evolución del hombre, sabía que «el pensamiento divergente constituía parte del modelo sistémico de la sociedad»[10], aseverándome que la misma creatividad humana se originaba en collage.
«Todo está superpuesto, todo está añadido, Efraim —me decía, frunciendo el entrecejo—. Todo está tan superpuesto como los componentes de un edificio o los engranajes de un automóvil».

Lora estaba convencido, como un asombrado profeta, de que estas superposiciones de materia extrapictórica (sus collages ensamblajes) podían alcanzar la dimensión de remontar, más allá de lo presupuestado por Picasso y Braque a comienzos del Siglo XX, unos espacios donde la traslación, la propia metáfora inserta en la composición, revalidando el enunciado de Nietzsche de que es mejor un sentido cualquiera que la ausencia de todo sentido[11].  Silvano, elevando su pensamiento más allá de la metafísica, sabía que los caminos de la estética debían encaminarse hacia esa confluencia donde el arte propiciaba una lectura documental, de testimonio, en donde la propia producción social adquiriera un significado protagónico, tal como lo avizoraron Braque y Picasso a comienzos del explosivo Siglo XX.

De ahí, entonces, a que Lora —a partir del ciclo Sobre Vietnam, que también abarcó el dedicado a los acontecimientos del Mayo parisino (1968-72)— llevó su producción de collages  ensamblajes a una categoría donde los correlatos entre hombre y pueblo, entre estética e historia, alcanzó la condición de una denuncia que devino en arte, en un verdadero arte al que no le importó exhibir como testimonio y confirmación de lucha.




[1] DERRIDA, Jacques: LA VERDAD EN PINTURA (traducción de M. C. González y D. Scavino). Paidós, Barcelona. 2001.

[2] HEIDEGGER, Martin: IDENTITÄT UND DIFFERENZ, Neske, Pfullingen, 1957, pp. 37 y ss.).

[3] BAUDRILLARD, Jean: EL ESPÍRITU DEL TERRORISMO. En Fractal n° 24 (Enero-Marzo,     2002. Año 6, Volumen VII

[4] Op. Cit. Pp. 53-70.

[5] HEIDEGGER, M.: Caminos de bosque (versión castellana de Helena Cortés y Arturo Leyte. Publicada en Heidegger, M. Madrid, Alianza, 1996.

[6]  Uno de los escondites en donde permanecimos por espacio de dos o tres semanas fue el almacén de una pequeña casa de empeño, en la parte norte de Santo Domingo, perteneciente a un militante del desaparecido Partido Socialista Popular.

[7] Tras crear junto a José Ramírez (Condecito), Iván Tovar y Antonio Toribio, el movimiento estético Arte y Liberación, Lora abandonó momentáneamente las exploraciones que venía realizando sobre algunos movimientos estéticos vanguardistas, concentrando toda su atención en desarrollar una vinculación más estrecha entre arte y pueblo. 

[8] Contenido en Meditations esthétiques. Les peintres cubistes, publicado en 1913.

[9] Aunque introducida en el Manifiesto cubista por Apollinaire, Marie Laurencin no es considerada por numerosos críticos e historiadores del arte como una pintora cubista, atribuyéndole algunos la introducción a los amores que ésta sostuvo con el poeta.
[10] Silvano, sin lugar a dudas, se refería a la teoría de Joy Paul Guilford (1897-1987) sobre la estructura de la inteligencia humana, que revolucionó los conceptos sobre la evolución lineal de la creatividad y que lanzó a finales del decenio de los cincuenta.
[11] NIETZSCHE, Friedrich: En La genealogía de la moral (Tratado tercero, 28), al describir la génesis de los ideales ascéticos. Alianza Editorial. Madrid. 1972.
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Silvano Lora


Biografía de SILVANO LORA

Nace el 17 de julio de 1931; muere en el 2003. Su primera individual fue realizada en 1951, en tanto que su última exposición se celebró en el 2001. Creador infatigable, siempre comprometido con la causa de la justicia social y política. Toda su obra es una metáfora que habla del dolor del hombre en la historia y de cómo luchar contra la opresión. En ella buscó ser voz de los explotados y humillados por el poder. Aborígenes americanos, esclavos africanos, la muchedumbre sin nombre y el individuo solo ante el fusil y el dinero son sus protagonistas. Silvano Lora no sólo contribuyó desde su propia obra, sino que se mantuvo siempre a la vanguardia en la organización de actividades que contribuyeran a democratizar la apreciación y el desarrollo del arte entre los humildes (por ejemplo, la Bienal Marginal). Su estilo se nutre del movimiento del "arte povera" y del Nuevo Realismo. Por hacer de su vida una lucha a favor del ideal, a Silvano Lora se le reconoce como el Quijote de la cultura dominicana.

lora
Silvano Lora   participa 1952 en la Bienal de Sao Paulo, Brasil, en 1954 realiza una individual en Río Piedras, Puerto Rico, en 1955 y en 1956 expone en Madrid y visita a Miró en Barcelona, España, expone en El Cairo y participa en la Trienal de Roma. En 1957 expone en París, en 1958 realiza una individual en Iris Clert y el Salón Comparaison de París; en 1959 hace un espectáculo experimental en París, y en 1960 expone sus obras en Copenhague y en Roma, así como en el evento Arte Latinoamericano de París. En 1966 y 1967 lleva sus obras al Barrio Bagneau de París, en Chantillón. En 1969 Silvano lora realiza de nuevo su espectáculo experimental en París. En 1971 realiza una individual en Panamá y en 1974 en Perú. En ese mismo año vuelve a Panamá con una exposición de afiches. Silvano Lora realiza tres exposiciones en Venezuela, España y Moscú de 1975 al 1976 con el tema "La Zona del Canal de Panamá"; en 1978 expone en el Museo de Bellas Artes de Caracas; en 1980 en Berna, Suiza, en 1982 en The Signs Gallery de Nueva York y en la exposición "Regreso al Cuadro" también en Nueva York; así como una individual en Moscú, Rusia. En 1983 lleva sus obras al Grand Palais de París y a Exposición Pintura Dominicana Contemporánea de Moscú. En su país hacia 1963 y 1965 realizó publicaciones y afiches; hacia 1977 expuso en Galería Imagen, en la Galería de Arte Moderno hizo su Retrospectiva -25 años de trabajo- y en la Alianza Cibaeña de la ciudad de Santiago; hacia 1980 en Casa de Francia y en Casa de Teatro; en 1981-82 expuso en la Galería de Arte Moderno y en el Club de Arroyo Hondo, de la ciudad de Santo Domingo.
Silvano Lora es considerado como uno de los grandes pintores dominicanos.