viernes, 12 de noviembre de 2010

¡EN LAS CALLES EL PELIGRO HABLA! Un grito desde la ciudad herida


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Por Efraim Castillo

EN LA EDICIÓN 1-2 de la publicación soviética Sovremennaia Arhitektura del 1930, el editorialista de esa revista especializada escribía:
  
 Tanto los pueblos como las ciudades, no corresponden a las necesidades actuales. Obstaculizan el desarrollo racional de la industria y de la agricultura y el desarrollo de nuevas relaciones entre los hombres. La vieja concepción de la vivienda campesina patriarcal o pequeño/burguesa, la vieja concepción del angosto alojamiento unifamiliar para los obreros y empleados se diluyen a ojos vistas.

Ese editorial no constituía una voz solitaria en aquel vasto escenario de transformaciones sociales. En esa misma edición, Le Corbusier se había carteado con Moisei Ginzburg, advirtiéndole que debía tener presente que las estadísticas mundiales indicaban que la mortalidad es menor en el caso de población no concentrada; (la cual) disminuye desde el momento en que la población se concentra, explicando a seguidas que la arquitectura contemporánea persigue una inmensa tarea: organizar la colectividad .

   Tanto el editorial de la Sovremennaia Arhitektura como la carta de Le Corbusier, respiran una preocupación común: el hombre, el ser humano y, con ella, con la preocupación, el problema de la organización de la ciudad. Es decir, hombre y organización conforman la esencia de la ciudad.

   El propio Frank Lloyd Wright, cuya visión de la arquitectura creó la más poderosa impronta en el desarrollo de las ciudades, no podía concebir una ciudad sin espacios amplios vertebrados al horizonte infinito; sin esa ligazón de tierra, verdor y cielo abierto. Para Lloyd Wright la ciudad era el otro estar del hombre, su hábitat subsiguiente. Por eso los japoneses —a quienes él debía tanto— lo adoptaron para reintegrar la gran arquitectura a la naturaleza. Posiblemente el gran mérito de este formidable creador fue el de visionar esa ciudad cibernética cargada de robots y de ese tráfago incesante y agotador debido al empuje de las premuras. Él vio aquello que ya Toynbee señalaría en Oxford sobre la dispersión abrumadora entre la arcaica ciudad de caballo y carbón y la moderna de petróleo  y que el historiador separó con un enunciado de sentencia: ...entre las dos, me quedo con la primera porque la segunda es una especie peor de ciudad que su predecesora en el vital —o letal—punto de congestionamiento de su tránsito .

  Caos vehicular en las calles de Santo domingo

Y de todo esto trata, precisamente, el ensayo de Rafael Acevedo En las calles el peligro habla: de lo que aleteó bien adentro en el editorialista de aquella publicación soviética de los años treinta; de aquello que Le Corbusier pronosticaba y gritaba; de esas reiteraciones arquitectónicas acerca de la naturaleza de Lloyd Wright y de las analogías reivindicatorias sobre las cities de Toynbee. Este ensayo de Acevedo es la voz del hombre atrapado por el congestionamiento aplastante, por la disgregación inmisericorde entre hombre y hábitat; un alarido desde ese punto de irritación que muerde y atosiga; es la búsqueda, más allá de la teoría, de una denuncia, de una querella que visibilice, que otee un horizonte sobre el caos de los abusos, de las desconsideraciones y el prevalecimiento de la barbarie, de la selva; sobre la decencia y la razón, algo que ha tocado a todo aquel que, en este país, ha empuñado un volante o un manillar y ha caminado por calles y aceras, y que crece como un demonio sin tutela, sin nadie que se responsabilice y frene.
Rafael Acevedo

   En sus algo más de 35 mil palabras agrupadas en trece capítulos, Acevedo sociologiza el problema, no sólo del tránsito, sino también del propio crecimiento de la ciudad, carente de poesía y de ese encanto —aparentemente trivial— que vehicula el nicho, el asentamiento humano, a la categoría de civis, de la ciudad, de la propia ciudadanía desde el ámbito latino, y a la polis de los griegos, que remitía y anexaba al hombre a esa autonomía del conglomerado en que los seres humanos —animales sociales— estaban protegidos por una soberanía. En las calles el peligro habla, entonces, desmonta la agonía de los hombres a caballo, en motocicleta, sobre burro y carreta; al hombre que empuña el volante de un carro, de un camión o de una patana; al hombre que marcha a pie o arrastrándose sobre sus manos, antropologizando una contundente denuncia y vertebrándola con furia y con el amor de un ser tocado por la lección, por aquella enseñanza que es fundamental en la organicidad de la educación: la que se obtiene en el bastión familiar y la que el Estado debe proporcionar desde la misma plataforma de lo público. Acevedo teje —para señalar los motivos de nuestro caos vial— una exploración de los códigos y sus referentes y que no principia con la llegada del hombre del campo a la ciudad, sino con sus experiencias anteriores . Tampoco carga el dado a la educación ausente, sino a esos otros agentes que se trepan por sobre un urbanismo de fachada y destruyen al construir e hipertrofian al remodelar.
                                                 
El caos, para Acevedo, no se origina desde una sola esquina. El caos proviene de un cuadrilátero cuyo protagonismo se horizontaliza como un drenaje de aguas negras que se estanca, que crece, que hiede y que ensucia. Ahí están las muertes provocadas por la histeria en expansión y que Acevedo señala como producto de la incomunicación del propio espacio vial y de la falta de modelos comunicacionales ajustados a eso que Umberto Eco enuncia como una forma observable de comportamiento sígnico visible y que se convierte en lenguaje . El mismo Eco refuerza la denuncia de Acevedo al apoyarse en Lacan para explicar que en el origen de la formación de nuestro ego ya está la cadena significante .

  La falta de dirección ocasiona los molestosos entaponamientos en nuestras ciudades

Así, dentro de este sistema de conductas de rol, en el cual no hay estructurado un rasero sino una falta total de interdependencia entre cada una, Acevedo aproxima, sólo aproxima —no la solución al caos, yéndose a una reingeniería aplastante— un desenlace de coyundas a través de una soterrada utopía de la catarsis (al menos, esa es mi percepción subliminal). Y si nos apegamos a Aristóteles, tendremos que aceptar catarsis como un desahogo. ¿Y no es, en consecuencia, la reingeniería una destrucción para construir? El Ave Fénix sufrió su reingeniería y también Roma, luego del incendio de Nerón y, de alguna manera, Ciudad de México deberá, con sus 20 millones de habitantes, someterse a ese proceso para aliviar su caos de transporte y contaminación ambiental.

   Afortunadamente, Santo Domingo y las otras ciudades importantes del país aún se encuentran en procesos y retroprocesos. Esta Santo Domingo fue una vez de Ovando, alguna otra de Trujillo, luego de Balaguer y ahora del binomio Diandino/Leonel. Ovando trazó —sin importarle para nada quiénes habitaban sus contornos, ni cómo vivían— una ciudad ajustada a sus referencias. Trujillo la expandió hacia la complacencia de su propio ego. Balaguer —y ahí está su trazado— trató de reivindicarla de acuerdo a unos dictámenes autocráticos que rememoraban, muy tardíamente, las vetustas veredas del Nilo y cuyas consecuencias hundieron para siempre a Egipto.




Diandino Peña

El binomio Diandino/Leonel, y eso lo estamos viviendo en estas postrimerías del año 1999, como un desfase mayúsculo, ha optado, sin una base conceptual, sin ese principio elemental del estudio frontal de la causa/efecto, ni la estrategia alternativa del sondeo lateral, a una desconstrucción del lineado vial y que, como todos sabemos, ha resuelto sólo algunas partes visibles del pandemónium vehicular, pero remitiendo al ser protagónico de la ciudad, al hombre, a ese ser erguido de algo más de un millón de años y que ha soportado catástrofes y todo tipo de vicisitudes para arribar a este estadio de civilidad, a la humillante condición de tener que saltar muros, cruzar con el peligro a cuestas avenidas ensanchadas con fines electorales y de aguantar con un estoicismo primitivo que los semáforos, los motoconcheros y ciertos policías apáticos permitan o remitan sus tardías señales para, ¡al fin!, poder cruzar alguna esquina, porque de lo contrario, tendrían que lanzarse a las peligrosas y profundas aguas de nuestro espeluznante desafío vial.

   Y no estaría demás el repetir que lo que ha hecho grande a la arquitectura del Siglo XX ha sido su reafirmación esplendorosa de un reencuentro definitivo entre hombre y bosque, entre naturaleza y humanidad, entre poesía —y pediría que se leyera metáfora— e inteligencia.   

Rafael Acevedo, así, lo que propone y funda es un entendimiento, un bosquejo de inteligibilidad, acerca y sobre los mensajes en los espacios viales. Pero no mensajes cuyas reescrituras recreen un abc gramático, sino una estructura que camine junto al mejor tiempo de Rousseau, aprovechando los impulsos vitales y toda nuestra espontaneidad nacional, de valorizar, analizar y crear las estrategias esenciales para enfrentar constantemente (porque se debe estar conteste en que la solución definitiva  tardará mucho tiempo en arribar) el  drama actual de la no/comunicación vial. Por eso Acevedo alude y llama a los protagonistas de lo que sería una puesta en escena: a la Dirección de Tránsito Terrestre, que tal vez por las presiones provenientes desde otras oficinas del aparato gubernamental, luce burocratizada e inútil; a los congresistas, tan dados a ciertos fanfarroneos legislativos; a las cada vez más reducidas autoridades municipales, que han permitido que la cúpula del Estado les robe su principalía urbana; a los ejecutores del orden público, esa policía a la que le han puesto la cachucha de AMET; en fin, Acevedo lanza, como un S.O.S. multidimensional, un llamado a todos los miembros de una sociedad aritmetizada por los procesos de una historia demasiado abortada, pero heroica y cabal.

   Por eso, su pedido es inteligible y aplicable porque evade la sinrazón y se desliga de todas aquellas voces que alguna vez hablaron desde la impotencia y montadas en las utopías más inverosímiles.

El protocolo de Rafael Acevedo es compatible y desmontable, sobre todo porque su escritura se margina de ciertas orillas, introduciendo al lector en el inconfundible problema que aborda y que, también, puede soportar todo lo que el lector ha pensado alguna vez sobre los mensajes esparcidos con desgano en la geografía vial de nuestras ciudades. Es preciso, entonces, que se acuda a ese enunciado emblemático de que el mensaje es una totalidad informativa. Más aún, cuando lo comunicado aborda la especificidad. Todo esto, irremediablemente, forzaría hacia las soluciones primarias, porque la única y posible salida es la educación —como lo señala el mismo Acevedo—, una solución que abordaría, como una memoria perenne en conductores y transeúntes, la descodificación y comprensión de un elocuente sistema de signos viales.

   Como transeúnte de ese peligro que habla en las calles y que me agrede y me insulta; como asustado conductor que se encomienda a Dios cada mañana al salir de su hogar; como parte que soy de este país violentado desde sus mismas vías, me declaro a favor de este llamado, de este protocolo, de esta advertencia en rojo de Rafael Acevedo, cuyo grito emana desde esta desgarrante preocupación compartida; cuyo grito nos estruja en los propios ojos toda la incompetencia de que es capaz un Estado en manos de gobiernos que se autovanaglorian de constructores; cuyo grito nos pide detenernos en cualquier esquina citadina a contemplar el espectáculo de un tránsito mortal; cuyo grito, en fin, sale desde el mismo corazón de la ciudad herida.