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EN LA EDICIÓN
1-2 de la publicación soviética Sovremennaia Arhitektura del 1930, el
editorialista de esa revista especializada escribía:
Tanto los pueblos como las ciudades, no
corresponden a las necesidades actuales. Obstaculizan el desarrollo racional de
la industria y de la agricultura y el desarrollo de nuevas relaciones entre los
hombres. La vieja concepción de la vivienda campesina patriarcal o
pequeño/burguesa, la vieja concepción del angosto alojamiento unifamiliar para
los obreros y empleados se diluyen a ojos vistas.
Ese editorial no constituía una voz
solitaria en aquel vasto escenario de transformaciones sociales. En esa misma
edición, Le Corbusier se había carteado con Moisei Ginzburg, advirtiéndole que
debía tener presente que las estadísticas mundiales indicaban que la mortalidad
es menor en el caso de población no concentrada; (la cual) disminuye desde el
momento en que la población se concentra, explicando a seguidas que la
arquitectura contemporánea persigue una inmensa tarea: organizar la
colectividad .
Tanto el editorial de la Sovremennaia
Arhitektura como la carta de Le Corbusier, respiran una preocupación común: el
hombre, el ser humano y, con ella, con la preocupación, el problema de la
organización de la ciudad. Es decir, hombre y organización conforman la esencia
de la ciudad.
El propio Frank Lloyd Wright, cuya visión de
la arquitectura creó la más poderosa impronta en el desarrollo de las ciudades,
no podía concebir una ciudad sin espacios amplios vertebrados al horizonte
infinito; sin esa ligazón de tierra, verdor y cielo abierto. Para Lloyd Wright
la ciudad era el otro estar del hombre, su hábitat subsiguiente. Por eso los
japoneses —a quienes él debía tanto— lo adoptaron para reintegrar la gran
arquitectura a la naturaleza. Posiblemente el gran mérito de este formidable
creador fue el de visionar esa ciudad cibernética cargada de robots y de ese
tráfago incesante y agotador debido al empuje de las premuras. Él vio aquello
que ya Toynbee señalaría en Oxford sobre la dispersión abrumadora entre la
arcaica ciudad de caballo y carbón y la moderna de petróleo y que el historiador separó con un enunciado
de sentencia: ...entre las dos, me quedo con la primera porque la segunda es
una especie peor de ciudad que su predecesora en el vital —o letal—punto de
congestionamiento de su tránsito .
Caos vehicular en las calles de Santo domingo
Y de todo esto
trata, precisamente, el ensayo de Rafael Acevedo En las calles el peligro
habla: de lo que aleteó bien adentro en el editorialista de aquella publicación
soviética de los años treinta; de aquello que Le Corbusier pronosticaba y
gritaba; de esas reiteraciones arquitectónicas acerca de la naturaleza de Lloyd
Wright y de las analogías reivindicatorias sobre las cities de Toynbee. Este
ensayo de Acevedo es la voz del hombre atrapado por el congestionamiento
aplastante, por la disgregación inmisericorde entre hombre y hábitat; un
alarido desde ese punto de irritación que muerde y atosiga; es la búsqueda, más
allá de la teoría, de una denuncia, de una querella que visibilice, que otee un
horizonte sobre el caos de los abusos, de las desconsideraciones y el
prevalecimiento de la barbarie, de la selva; sobre la decencia y la razón, algo
que ha tocado a todo aquel que, en este país, ha empuñado un volante o un
manillar y ha caminado por calles y aceras, y que crece como un demonio sin
tutela, sin nadie que se responsabilice y frene.
Rafael Acevedo |
En sus algo más de 35 mil palabras agrupadas
en trece capítulos, Acevedo sociologiza el problema, no sólo del tránsito, sino
también del propio crecimiento de la ciudad, carente de poesía y de ese encanto
—aparentemente trivial— que vehicula el nicho, el asentamiento humano, a la
categoría de civis, de la ciudad, de la propia ciudadanía desde el ámbito
latino, y a la polis de los griegos, que remitía y anexaba al hombre a esa
autonomía del conglomerado en que los seres humanos —animales sociales— estaban
protegidos por una soberanía. En las calles el peligro habla, entonces,
desmonta la agonía de los hombres a caballo, en motocicleta, sobre burro y
carreta; al hombre que empuña el volante de un carro, de un camión o de una
patana; al hombre que marcha a pie o arrastrándose sobre sus manos,
antropologizando una contundente denuncia y vertebrándola con furia y con el
amor de un ser tocado por la lección, por aquella enseñanza que es fundamental
en la organicidad de la educación: la que se obtiene en el bastión familiar y
la que el Estado debe proporcionar desde la misma plataforma de lo público.
Acevedo teje —para señalar los motivos de nuestro caos vial— una exploración de
los códigos y sus referentes y que no principia con la llegada del hombre del campo
a la ciudad, sino con sus experiencias anteriores . Tampoco carga el dado a la
educación ausente, sino a esos otros agentes que se trepan por sobre un
urbanismo de fachada y destruyen al construir e hipertrofian al remodelar.
El caos, para
Acevedo, no se origina desde una sola esquina. El caos proviene de un
cuadrilátero cuyo protagonismo se horizontaliza como un drenaje de aguas negras
que se estanca, que crece, que hiede y que ensucia. Ahí están las muertes
provocadas por la histeria en expansión y que Acevedo señala como producto de
la incomunicación del propio espacio vial y de la falta de modelos
comunicacionales ajustados a eso que Umberto Eco enuncia como una forma
observable de comportamiento sígnico visible y que se convierte en lenguaje .
El mismo Eco refuerza la denuncia de Acevedo al apoyarse en Lacan para explicar
que en el origen de la formación de nuestro ego ya está la cadena significante
.
La falta de dirección ocasiona los molestosos
entaponamientos en nuestras ciudades
Así, dentro de
este sistema de conductas de rol, en el cual no hay estructurado un rasero sino
una falta total de interdependencia entre cada una, Acevedo aproxima, sólo
aproxima —no la solución al caos, yéndose a una reingeniería aplastante— un
desenlace de coyundas a través de una soterrada utopía de la catarsis (al
menos, esa es mi percepción subliminal). Y si nos apegamos a Aristóteles,
tendremos que aceptar catarsis como un desahogo. ¿Y no es, en consecuencia, la
reingeniería una destrucción para construir? El Ave Fénix sufrió su
reingeniería y también Roma, luego del incendio de Nerón y, de alguna manera,
Ciudad de México deberá, con sus 20 millones de habitantes, someterse a ese
proceso para aliviar su caos de transporte y contaminación ambiental.
Afortunadamente, Santo Domingo y las otras
ciudades importantes del país aún se encuentran en procesos y retroprocesos.
Esta Santo Domingo fue una vez de Ovando, alguna otra de Trujillo, luego de
Balaguer y ahora del binomio Diandino/Leonel. Ovando trazó —sin importarle para
nada quiénes habitaban sus contornos, ni cómo vivían— una ciudad ajustada a sus
referencias. Trujillo la expandió hacia la complacencia de su propio ego.
Balaguer —y ahí está su trazado— trató de reivindicarla de acuerdo a unos
dictámenes autocráticos que rememoraban, muy tardíamente, las vetustas veredas
del Nilo y cuyas consecuencias hundieron para siempre a Egipto.
El binomio
Diandino/Leonel, y eso lo estamos viviendo en estas postrimerías del año 1999,
como un desfase mayúsculo, ha optado, sin una base conceptual, sin ese
principio elemental del estudio frontal de la causa/efecto, ni la estrategia
alternativa del sondeo lateral, a una desconstrucción del lineado vial y que,
como todos sabemos, ha resuelto sólo algunas partes visibles del pandemónium
vehicular, pero remitiendo al ser protagónico de la ciudad, al hombre, a ese
ser erguido de algo más de un millón de años y que ha soportado catástrofes y
todo tipo de vicisitudes para arribar a este estadio de civilidad, a la
humillante condición de tener que saltar muros, cruzar con el peligro a cuestas
avenidas ensanchadas con fines electorales y de aguantar con un estoicismo
primitivo que los semáforos, los motoconcheros y ciertos policías apáticos
permitan o remitan sus tardías señales para, ¡al fin!, poder cruzar alguna
esquina, porque de lo contrario, tendrían que lanzarse a las peligrosas y
profundas aguas de nuestro espeluznante desafío vial.
Y no estaría demás el repetir que lo que ha
hecho grande a la arquitectura del Siglo XX ha sido su reafirmación
esplendorosa de un reencuentro definitivo entre hombre y bosque, entre
naturaleza y humanidad, entre poesía —y pediría que se leyera metáfora— e
inteligencia.
Rafael Acevedo,
así, lo que propone y funda es un entendimiento, un bosquejo de
inteligibilidad, acerca y sobre los mensajes en los espacios viales. Pero no
mensajes cuyas reescrituras recreen un abc gramático, sino una estructura que
camine junto al mejor tiempo de Rousseau, aprovechando los impulsos vitales y
toda nuestra espontaneidad nacional, de valorizar, analizar y crear las
estrategias esenciales para enfrentar constantemente (porque se debe estar
conteste en que la solución definitiva
tardará mucho tiempo en arribar) el
drama actual de la no/comunicación vial. Por eso Acevedo alude y llama a
los protagonistas de lo que sería una puesta en escena: a la Dirección de
Tránsito Terrestre, que tal vez por las presiones provenientes desde otras
oficinas del aparato gubernamental, luce burocratizada e inútil; a los
congresistas, tan dados a ciertos fanfarroneos legislativos; a las cada vez más
reducidas autoridades municipales, que han permitido que la cúpula del Estado
les robe su principalía urbana; a los ejecutores del orden público, esa policía
a la que le han puesto la cachucha de AMET; en fin, Acevedo lanza, como un
S.O.S. multidimensional, un llamado a todos los miembros de una sociedad
aritmetizada por los procesos de una historia demasiado abortada, pero heroica
y cabal.
Por eso, su pedido es inteligible y
aplicable porque evade la sinrazón y se desliga de todas aquellas voces que
alguna vez hablaron desde la impotencia y montadas en las utopías más
inverosímiles.
El protocolo de
Rafael Acevedo es compatible y desmontable, sobre todo porque su escritura se
margina de ciertas orillas, introduciendo al lector en el inconfundible
problema que aborda y que, también, puede soportar todo lo que el lector ha
pensado alguna vez sobre los mensajes esparcidos con desgano en la geografía
vial de nuestras ciudades. Es preciso, entonces, que se acuda a ese enunciado
emblemático de que el mensaje es una totalidad informativa. Más aún, cuando lo
comunicado aborda la especificidad. Todo esto, irremediablemente, forzaría
hacia las soluciones primarias, porque la única y posible salida es la
educación —como lo señala el mismo Acevedo—, una solución que abordaría, como
una memoria perenne en conductores y transeúntes, la descodificación y
comprensión de un elocuente sistema de signos viales.
Como transeúnte de ese peligro que habla en
las calles y que me agrede y me insulta; como asustado conductor que se
encomienda a Dios cada mañana al salir de su hogar; como parte que soy de este
país violentado desde sus mismas vías, me declaro a favor de este llamado, de
este protocolo, de esta advertencia en rojo de Rafael Acevedo, cuyo grito emana
desde esta desgarrante preocupación compartida; cuyo grito nos estruja en los
propios ojos toda la incompetencia de que es capaz un Estado en manos de
gobiernos que se autovanaglorian de constructores; cuyo grito nos pide
detenernos en cualquier esquina citadina a contemplar el espectáculo de un
tránsito mortal; cuyo grito, en fin, sale desde el mismo corazón de la ciudad
herida.
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