sábado, 28 de enero de 2012

Pequeña historia de un horror


Pequeña historia de un horror

Por Efraim Castillo

LA OTRA SIEMPRE estuvo al lado. Lo sabía.  Sobre todo de noche, cuando llegaba ebrio y, al acercar mis oídos a la pared divisoria, lo escuchaba golpearla, gritarle, decirle cuánto la odiaba para después señalarle, de manera burlona, cuánto la amaba.  Sucedía todas las noches, todos los meses, todos los años. Creía que iba a enloquecer y por eso tomaba el teléfono para llamar a alguien: a mi madre, a las vecinas, a la policía. Pero luego lo colgaba y lloraba. A veces, él me sorprendía y me reprendía, aunque en los últimos dos años, desde que nuestra hija mayor se suicidó, ya no me pegaba más y sólo me lanzaba al rostro improperios. ¿Qué podía decirle desde mi silla de ruedas, desde esta impotencia física que me consumía… desde este infierno-limbo, relámpago-trueno; desde esta estática sensación de hundimiento constante? No me atrevía a enfrentar su mirada. ¡No, no podía, no resistía sentir frente a mi nariz ese olor a alcohol; no podía ver sus recortados, sus gastados dientes amarillos! Sólo cerraba los ojos y enviaba hacia mis adentros todo este sufrimiento acuclillado en las paredes ocultas de un corazón negado a morir, negado a vivir, negado (aún eso) a sentir odio, a borrar el amor latente de tantos años.
Ya he perdido la cuenta de los años de esta vida de encerrona. ¿Treinta? ¿Cuarenta? Fue mucho antes de haberla atraído a ella, a la mujer de al lado y muchos años después de los golpes que me dejaron inválida… esos golpes que aplastaron mi cabeza y rompieron parte de mi cerebro y mis sueños. Ahora estoy como un tronco caído sobre el camino incierto de una no-vida, como una regadera estúpida bramando agua. Estoy ensimismada en estas paredes que me la ocultan a ella y me ocultan a mí de un mundo por el que no deseo ya transitar, escuchando sólo suspiros y palabras degradadas a través de una pared-telón, de una sombra inaudita que recrudece mis pesares. ¿Qué le dice a la otra y qué secreta fórmula utiliza ella para calmar esos golpes, esos insultos gritados en una acústica de dolor?
Recuerdo cuando la trajo y me la presentó:
—Esta joven vivirá en el cuarto contiguo y comerá la comida que tú cocines y con ella compartirás ropa y vida —y luego no dijo más. Simplemente se limitó a salir bien temprano hacia el trabajo y, al regresar, primero pasó por donde ella, la golpeó, le hizo el amor, le preguntó cosas y después cruzó el cuarto y se dirigió a mí para herirme, pegarme y morderme.
¿Treinta? ¿Cuarenta años en esto, en esta tortura continua, borrascosa, cuajada de pesadillas?
Recuerdo aquella vez que osé llamarle la atención y me dejó para siempre en esta silla de ruedas y con esta placa de metal incrustada en el cráneo. Años más tarde, cuando nuestra hija fallecida le expresó su descontento, la ultrajó, la desnudó en el patio y le rompió los dientes. El suicidio fue lo que ella consideró como la salida más airosa. ¡Oh, qué terrible fue aquel instante: nuestra hija colgada del mango, flotando como un ángel de tiniebla; languideciendo con su lengua fuera de la boca y como burlándose de todos! Por eso en este instante, ahora mismo, siento la respiración de ambos entrecortada, fusionada por esa junción que propicia el sexo; por esa carne sobre la carne y odio sobre el odio. Podría llamar, hacer que lo encarcelen, que lo envíen a ese calabozo fabricado para el demonio... ¡pero sería inútil! Podría morir en este instante. Podría dejarme ir por una pendiente de somníferos: ir durmiendo a través de un camino desprovisto de espinas. Quieta. Vagando. Los ojos cerrados frente al arcoíris, frente a frente a mil ángeles que me dirán adiós. Podría hacerlo y lo he intentado. Pero, ¿y nuestra otra hija, esa que aún espera la agitada venganza de una justicia que no llega?

Pero, ¡silencio! El demonio está atravesando la pared que separa los infiernos. El demonio desea que esta inválida le bese la frente. ¡Silencio! ¡Que suenen mil trompetas anunciando su entrada!


—¿Estás lista? —me preguntó. Y no tuve nada para contestarle; no tuve nada para devolverle— ¿Qué? ¿Estás muda? —volvió a lanzarme al rostro. Y tampoco le respondí.
Fue entonces cuando me tomó por uno de mis hombros y me sacudió muy fuerte:
—¿Qué, has perdido el habla? —y me empujó violentamente contra la pared, rebotando la silla de ruedas entre los muebles. Y no se inmutó: caminó hacia la cocinita y buscó una botella de ese ron color dorado, color ámbar que siempre bebe antes de acostarse, tomándose el contenido de un solo trago. Luego me miró con agresividad, auscultando entre mi blusa lo que fue mi grande tesoro de juventud: mis senos. Sí, aún miraba mis senos con cierta lujuria y descendía la mirada por el resto de aquellas piernas que lo arrebataron. Pero no se consoló: caminó rápido hacia mí y me disparó un puntapié por las costillas y otro por mis aniquiladas piernas, arrojándome al suelo.
—¿Qué me pasa, mujer? ¿Qué me pasa? —me gritó y no pude decirle nada, porque nada tenía que decirle.
De su boca salía una espesa baba; brotaba una saliva mezclada con ron y sangre. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y los vi como hacía tiempo no los veía: la maldad se asomaba por ellos; la impiedad y los desafueros emergían entre ellos. Vi en ellos el dolor y la crueldad de sus azotes; había hondas puestas de sol y achicharradas melancolías desfilando a través de ellos. Pero esta vez no sentí la pena que sus borracheras me producían tras las golpizas, tras esos infiernos brotados de repente. Ahí estaban sus ojos: los que me embriagaron, los que me condujeron a esta habitación sin luz, los que atraparon mi vida y la descuartizaron con cuchillos y lágrimas, con alaridos y pesadumbres.  No, ya no sentía pena ni dolor ni espasmos ni roturas.
—¿Qué me pasa, mujer?  ¡Me estoy muriendo!… ¡Llama una ambulancia, por favor!
Lo había dicho: “Por favor!” Por fin lo había dicho.  Había exclamado lo que siempre le pedía luego de sus explosiones de ira. Pero ahora la muerte le recorría el rostro y él lo sentía. 

— ¡Estoy muriéndome, haz algo! ¡Llama una ambulancia, por favor!
Pero, ¿qué le había pasado?, me pregunté cuando se desplomó sobre el suelo, vomitando ron y sangre. ¿Qué tenía… qué sucedía? Y fue la voz proveniente del cuartito trasero la que me golpeó con la verdad:
—¡Déjalo, mamá! ¡Déjalo que muera!
Era la voz de nuestra hija y me asusté tanto al escucharla con aquel sonido autoritario, decidido. Su voz, que nunca afloró siempre por su garganta como un suspiro, con miedo de que llegara a los oídos de su padre, tronaba ahora como mil trompetas y hacía temblar las paredes:
—¡Ojalá pudiera pagar algo, tan sólo un poco de todo el daño que nos hizo, mamá. Pero pagará muy poco. Morirá rápido —expresó como un estruendo.
—Pero, ¿qué le has hecho, hija? ¿Qué le has hecho? —atiné a preguntarle tímidamente.
—¿Que qué le he hecho, mamá? —y estalló en una risa loca—. ¿Por qué no preguntas qué nos ha hecho? ¡Ahí al lado, justamente al lado, hay parte de lo que nos ha hecho y en el cementerio, mi hermana, tu otra hija, es parte de lo que él nos ha hecho...! ¡Mírate en esa silla de ruedas, adosada a una invalidez que te ha sentenciado a la ruina! ¡Él nos ha hecho todo, mamá! ¡Todo, todo, todo!
—Hija, ¡él aún puede cambiar!... —pero fui interrum­pida de golpe por su voz, tal como a quien le amputan de un tajo una mano.
—¡No, nunca, jamás! ¡Él nunca podrá cambiar nada, mamá! ¡Que no nos ablande ahora la duda de si puede o no puede cambiar! ¡Que no nos abata la esperanza de sembrar flores en el mar! ¡No, no, no! ¡Él ya no puede ni podrá cambiar jamás! ¡A él lo esperan la fosa, un nido de gusanos y unos huesos quebrados!
—Pero, ¿qué le hiciste? ¿Cómo has podido matarle?
—Le preparé una bomba con cuanto veneno pude reunir y lo puse en su ron favorito: el que sabía se tomaría de un solo y largo sorbo —me contestó, mostrándome frascos vacíos de veneno—. ¡Quería destruirle el estómago, el esófago, la voz, mamá, y veo que lo logré, mamá! ¡Quería destruir esa escena de mi hermana col­gando de un mango en el patio, de ti arrastrada, condenada a esa silla reductora; quería destruir esa cama de rechín del cuarto contiguo! ¡Ahora estamos libres, mamá y sólo nos espera un juicio largo y misericordioso!
—¡Pero iremos a la cárcel, hija mía!
—¡No! ¡No iremos a la cárcel! ¡Somos mujeres mal­tratadas; somos mujeres casi extintas por un ogro, por un monstruo!… ¡Somos mujeres aplastadas por la miseria y las torturas más degradantes! ¡Yo fui violada por él, golpeada por él, estrujada por él! ¡Tú fuiste reducida a la nada por él, castrada por él! ¡No, madre mía, no habrá un ser humano sobre el mundo que nos condene por este acto de justicia!
Al oír así a mi hija, me acerqué a su cuerpo y oí su respiración fatigosa y un balbuceo casi imperceptible.
—¿Tienes algo que decir? —le pregunté, acercando la silla de ruedas y, tras inclinarme para oír lo que podía responder, me acerqué más a su cuerpo, permitiendo que mis oídos tocaron su pecho, y pude oír lo que me susurró:
—¡No me dejes morir, por favor! – y fue entonces que tomé el jarrón de la mesita de sala y le golpeé la frente con toda la fuerza de que fui capaz.