Pequeña historia de un horror
Por Efraim Castillo
LA OTRA SIEMPRE estuvo al lado. Lo sabía.
Sobre todo de noche, cuando llegaba ebrio y, al acercar mis oídos a la pared divisoria, lo escuchaba golpearla, gritarle,
decirle cuánto la odiaba para después señalarle, de manera burlona, cuánto la
amaba. Sucedía todas las noches, todos
los meses, todos los años. Creía que iba a enloquecer y por eso tomaba el
teléfono para llamar a alguien: a mi madre, a las vecinas, a la policía. Pero
luego lo colgaba y lloraba. A veces, él me sorprendía y me reprendía, aunque en
los últimos dos años, desde que nuestra hija mayor se suicidó, ya no me pegaba
más y sólo me lanzaba al rostro improperios. ¿Qué podía decirle desde mi silla
de ruedas, desde esta impotencia física que me consumía… desde este
infierno-limbo, relámpago-trueno; desde esta estática sensación de hundimiento
constante? No me atrevía a enfrentar su mirada. ¡No, no podía, no resistía
sentir frente a mi nariz ese olor a alcohol; no podía ver sus recortados, sus
gastados dientes amarillos! Sólo cerraba los ojos y enviaba hacia mis adentros
todo este sufrimiento acuclillado en las paredes ocultas de un corazón negado a
morir, negado a vivir, negado (aún eso) a sentir odio, a borrar el amor latente
de tantos años.
Ya he perdido la
cuenta de los años de esta vida de encerrona. ¿Treinta? ¿Cuarenta? Fue mucho
antes de haberla atraído a ella, a la mujer de al lado y muchos años después de los golpes que me dejaron
inválida… esos golpes que aplastaron mi cabeza y rompieron parte de mi cerebro
y mis sueños. Ahora estoy como un tronco caído sobre el camino incierto de una
no-vida, como una regadera estúpida bramando agua. Estoy ensimismada en estas
paredes que me la ocultan a ella y me ocultan a mí de un mundo por el que no
deseo ya transitar, escuchando sólo suspiros y palabras degradadas a través de
una pared-telón, de una sombra inaudita que recrudece mis pesares. ¿Qué le dice
a la otra y qué secreta fórmula
utiliza ella para calmar esos golpes, esos insultos gritados en una acústica de
dolor?
Recuerdo cuando la
trajo y me la presentó:
—Esta joven
vivirá en el cuarto contiguo y comerá la comida que tú cocines y con ella
compartirás ropa y vida —y luego no dijo más. Simplemente se limitó a salir
bien temprano hacia el trabajo y, al regresar, primero pasó por donde ella, la
golpeó, le hizo el amor, le preguntó cosas y después cruzó el cuarto y se
dirigió a mí para herirme, pegarme y morderme.
¿Treinta?
¿Cuarenta años en esto, en esta tortura continua, borrascosa, cuajada de pesadillas?
Recuerdo aquella
vez que osé llamarle la atención y me dejó para siempre en esta silla de ruedas
y con esta placa de metal incrustada en el cráneo. Años más tarde, cuando
nuestra hija fallecida le expresó su descontento, la ultrajó, la desnudó en el
patio y le rompió los dientes. El suicidio fue lo que ella consideró como la
salida más airosa. ¡Oh, qué terrible fue aquel instante: nuestra hija colgada
del mango, flotando como un ángel de tiniebla; languideciendo con su lengua
fuera de la boca y como burlándose de todos! Por eso en este instante, ahora
mismo, siento la respiración de ambos entrecortada, fusionada por esa junción
que propicia el sexo; por esa carne sobre la carne y odio sobre el odio. Podría
llamar, hacer que lo encarcelen, que lo envíen a ese calabozo fabricado para el
demonio... ¡pero sería inútil! Podría
morir en este instante. Podría dejarme ir por una pendiente de somníferos: ir
durmiendo a través de un camino desprovisto de espinas. Quieta. Vagando. Los
ojos cerrados frente al arcoíris, frente a frente a mil ángeles que me dirán
adiós. Podría hacerlo y lo he intentado. Pero, ¿y nuestra otra hija, esa que
aún espera la agitada venganza de una justicia que no llega?
Pero, ¡silencio! El demonio está
atravesando la pared que separa los infiernos. El demonio desea que esta
inválida le bese la frente. ¡Silencio! ¡Que suenen mil trompetas anunciando su
entrada!
—¿Estás lista?
—me preguntó. Y no tuve nada para contestarle; no tuve nada para devolverle— ¿Qué?
¿Estás muda? —volvió a lanzarme al rostro. Y tampoco le respondí.
Fue entonces
cuando me tomó por uno de mis hombros y me sacudió muy fuerte:
—¿Qué, has
perdido el habla? —y me empujó violentamente contra la pared, rebotando la
silla de ruedas entre los muebles. Y no se inmutó: caminó hacia la cocinita y
buscó una botella de ese ron color dorado, color ámbar que siempre bebe antes
de acostarse, tomándose el contenido de un solo trago. Luego me miró con
agresividad, auscultando entre mi blusa lo que fue mi grande tesoro de
juventud: mis senos. Sí, aún miraba
mis senos con cierta lujuria y descendía la mirada por el resto de aquellas piernas que lo arrebataron. Pero
no se consoló: caminó rápido hacia mí y me disparó un puntapié por las
costillas y otro por mis aniquiladas piernas, arrojándome al suelo.
—¿Qué me pasa, mujer? ¿Qué me pasa? —me gritó y no pude
decirle nada, porque nada tenía que decirle.
De su boca salía una espesa baba; brotaba una saliva
mezclada con ron y sangre. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y los vi como
hacía tiempo no los veía: la maldad se asomaba por ellos; la impiedad y los
desafueros emergían entre ellos. Vi en ellos el dolor y la crueldad de sus
azotes; había hondas puestas de sol y achicharradas melancolías desfilando a
través de ellos. Pero esta vez no sentí la pena que sus borracheras me producían
tras las golpizas, tras esos infiernos brotados de repente. Ahí estaban sus
ojos: los que me embriagaron, los que me condujeron
a esta habitación sin luz, los que atraparon mi vida y la descuartizaron con
cuchillos y lágrimas, con alaridos y pesadumbres. No, ya no sentía pena ni dolor ni espasmos ni
roturas.
—¿Qué me pasa, mujer?
¡Me estoy muriendo!… ¡Llama una ambulancia, por favor!
Lo había dicho: “Por favor!” Por fin lo había
dicho. Había exclamado lo que siempre le
pedía luego de sus explosiones de ira. Pero ahora la muerte le recorría el
rostro y él lo sentía.
—
¡Estoy muriéndome, haz algo! ¡Llama una ambulancia, por favor!
Pero,
¿qué le había pasado?, me pregunté cuando se desplomó sobre el suelo, vomitando
ron y sangre. ¿Qué tenía… qué sucedía? Y fue la voz proveniente del cuartito
trasero la que me golpeó con la verdad:
—¡Déjalo,
mamá! ¡Déjalo que muera!
Era
la voz de nuestra hija y me asusté tanto al escucharla con aquel sonido
autoritario, decidido. Su voz, que nunca afloró siempre por su garganta como un
suspiro, con miedo de que llegara a los oídos de su padre, tronaba ahora como mil
trompetas y hacía temblar las paredes:
—¡Ojalá
pudiera pagar algo, tan sólo un poco de todo el daño que nos hizo, mamá. Pero
pagará muy poco. Morirá rápido —expresó como un estruendo.
—Pero,
¿qué le has hecho, hija? ¿Qué le has hecho? —atiné a preguntarle tímidamente.
—¿Que
qué le he hecho, mamá? —y estalló en una risa loca—. ¿Por qué no preguntas qué
nos ha hecho? ¡Ahí al lado, justamente al lado, hay parte de lo que nos ha
hecho y en el cementerio, mi hermana, tu otra hija, es parte de lo que él nos
ha hecho...! ¡Mírate en esa silla de ruedas, adosada a una invalidez que te ha
sentenciado a la ruina! ¡Él nos ha hecho todo, mamá! ¡Todo, todo, todo!
—Hija,
¡él aún puede cambiar!... —pero fui interrumpida de golpe por su voz, tal como
a quien le amputan de un tajo una mano.
—¡No,
nunca, jamás! ¡Él nunca podrá cambiar nada, mamá! ¡Que no nos ablande ahora la
duda de si puede o no puede cambiar! ¡Que no nos abata la esperanza de sembrar flores
en el mar! ¡No, no, no! ¡Él ya no puede ni podrá cambiar jamás! ¡A él lo esperan
la fosa, un nido de gusanos y unos huesos quebrados!
—Pero, ¿qué le hiciste? ¿Cómo has podido matarle?
—Le preparé una bomba con cuanto veneno pude reunir y lo
puse en su ron favorito: el que sabía se tomaría de un solo y largo sorbo —me contestó,
mostrándome frascos vacíos de veneno—. ¡Quería destruirle el estómago, el
esófago, la voz, mamá, y veo que lo logré, mamá! ¡Quería destruir esa escena de
mi hermana colgando de un mango en el patio, de ti arrastrada, condenada a esa
silla reductora; quería destruir esa cama de rechín del cuarto contiguo! ¡Ahora
estamos libres, mamá y sólo nos espera un juicio largo y misericordioso!
—¡Pero iremos a la cárcel, hija mía!
—¡No! ¡No iremos a la cárcel! ¡Somos mujeres maltratadas;
somos mujeres casi extintas por un ogro, por un monstruo!… ¡Somos mujeres
aplastadas por la miseria y las torturas más degradantes! ¡Yo fui violada por
él, golpeada por él, estrujada por él! ¡Tú fuiste reducida a la nada por él,
castrada por él! ¡No, madre mía, no habrá un ser humano sobre el mundo que nos
condene por este acto de justicia!
Al
oír así a mi hija, me acerqué a su cuerpo y oí su respiración fatigosa y un
balbuceo casi imperceptible.
—¿Tienes algo que decir? —le
pregunté, acercando la silla de ruedas y, tras inclinarme para oír lo que podía
responder, me acerqué más a su cuerpo, permitiendo que mis oídos tocaron su
pecho, y pude oír lo que me susurró:
—¡No me dejes morir, por
favor! – y fue entonces que tomé el jarrón de la mesita de sala y le golpeé la
frente con toda la fuerza de que fui capaz.
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