Inti Huamán o Eva
again
Capítulo XIX: Tom The Rock
Por Efraim Castillo
—I am a little boy ... I am a little boy!
Sus vacaciones, que pasaba por lo regular en Kent,
estaban acompañadas de excursiones a la pequeña bahía de Dover, en donde se
retrataba con el castillo normando al fondo y los peces del canal saltando
sobre las aguas.
Aunque sobrepasaba los sesenta años, las
admiradoras de Tom The Rock afirmaban
que tenía el secreto de la eterna juventud, y lo aclamaban por ignorar que
escondía su verdadero rostro tras una máscara de niño. También desconocían sus fans que los sonidos guturales que
emitía, parecidos a lalaciones de recién nacidos, se debían a un pequeño móvil
que se había implantado en la glotis.
Los discos de Tom The Rock se vendían como pan caliente y millones de seres en todo
el planeta se dormían al compás de sus grititos. Su fotografía colgaba en miles
de hogares que lo consideraban como algo suyo, como un fenómeno que era
necesario aquilatar para esperanzarse en un futuro humano que se extinguía. Pero
el secreto más celosamente guardado por Tom era su participación en el jingle publicitario a favor de los
anticonceptivos. Su antiguo nombre –Joseph Mackenzie– había sido destruido
legítimamente por su apoderado, quien decía que Tom era el cantante más grande
del Universo. En uno de sus conciertos, una dama de alrededor de setenta años
fue conducida a un hospital, víctima de lo que los médicos llamaron un shock de adolescente, debido —y según
los especialistas— a la enorme emoción sentida por una mujer de esa edad que,
padeciendo el síndrome de maternidad
imposible, veía y escuchaba a un niño emitiendo lalaciones.
Según los mentideros londinenses, en ciertas
recámaras de Inglaterra y la devastada Europa se practicaba un extraño culto
denominado therockset, consistente en
un sorprendente coito entre humanos disfrazados de niños, vistiendo las ropas
de Tom The Rock y utilizando máscaras
que simulaban su rostro. Debido a ese extraño culto miles de personas habían
sido encarceladas por el Scotland Yard y la Policía Mundial, conduciendo a
Westminster las apresadas en Inglaterra, y a la moribunda prisión de
Groenlandia las capturadas en otras zonas. Según los propios mentideros los apresamientos
no se dieron a la publicidad porque entre los sorprendidos figuraban personas
de la más rancia nobleza.
Pero debajo de la máscara Tom The Rock sufría, porque cada vez que tañía su guitarra de
tonalidades astrales, fabricada especialmente para él por Atomicum Enterprises, Inc.,
establecida en Rochester, U.S.A., el cantante hacía una mueca de angustia. Esa
mueca le salía de las fibras hondas de su corazón porque sabía que engañaba. Sabía
que mentía. Conocía que cada gu, gu,
gu que desgajaba el aire y perforaba los tímpanos de sus admiradores, era
una terrible falsedad. Posiblemente por eso Tom era el humano que más lloraba
en aquel universo que carecía de niños debido a las estrategias llevadas a cabo
para detener una explosión demográfica que poblaba al mundo con más de treinta
mil millones de habitantes.
La canción favorita de Tom, ¡Oh, children lovers!, de la que había vendido un billón de discos
de zafiro, rezaba más o menos así:
Oh, my love,
gu, gu, gu
Today will be the year, gu, gu, gu
Let our offspring born
Gu, gu, gu.
Pray for him, gu, gu, gu.
Mourn for him, gu, gu, gu
Oh, my love, gu, gu, gu
You will be the salvation
Gu, gu, gu
Of all the Universe
Gu, gu, gu
Oh, my sweet love,
Gu, gu, gu
We'll go to our bed
We make love
To save the universe
Today will be the year, gu, gu, gu
Let our offspring born
Gu, gu, gu.
Pray for him, gu, gu, gu.
Mourn for him, gu, gu, gu
Oh, my love, gu, gu, gu
You will be the salvation
Gu, gu, gu
Of all the Universe
Gu, gu, gu
Oh, my sweet love,
Gu, gu, gu
We'll go to our bed
We make love
To save the universe
***
(Oh, mi amor, gu, gu, gu
Hoy será el año, gu, gu, gu
Que nacerá nuestro retoño
Gu, gu, gu.
Recemos por él, gu, gu, gu.
Lloremos por él, gu, gu, gu
Oh, mi amor, gu, gu, gu
Tú serás la salvación
Gu, gu, gu
De todo el Universo
Gu, gu, gu
Oh, mi dulce amor,
Gu, gu, gu
Iremos a nuestro lecho
Nos haremos el amor
Para salvar el universo)
Tom The Rock,
en cada canción, daba en el clavo porque acertaba en lo que pedía el desvalido
ser humano. Sin embargo, aquella noche el cantante subió las escaleras que lo
conducían a la azotea de su vivienda, la cual ocupaba el piso catorce de una
torre de apartamentos, desde donde se divisaba el Palacio de Westminster, The Parliament, en el cual había dado
numerosos conciertos a la Cámara de los Lores y a la Cámara de los Comunes, en
las postrimerías del reinado de Guillermo El
simple, apodado también El plebeyo, por su gusto desorbitado por las mujeres de clase baja.
Desde
la azotea, Tom The Rock sintió el
golpeteo de las brisas frescas del Támesis y su careta se unió a la noche.
Estaba dispuesto a terminar la farsa en que se había convertido su vida. Antes
de abrir la puerta de su apartamento para subir a la azotea había encontrado un
sobre que abrió mientras los ruidos de la noche londinense golpeaban sus oídos:
—Te llamo a las doce. Helen —decía la nota.
Eran las once y treinta, la cual reconoció por los
diamantinos golpeteos del Big Ben, que
mostraba una de sus caras desde la Elizabeth
Tower, al noroeste del Palacio de Westminster.
La nota dejada por Helen lo abatió más. Estaba
cansado, triste, solitario, aunque unas horas antes era tratado mejor que al
mismo patrón británico y sus ropas sintéticas eran arrancadas a pedazos. Siempre
se dijo para sí que sólo Shirley Temple podía compararse, como infante famosa,
a él. Entonces repasó el instante en que había decidido subir a la azotea, al
lugar desde donde Londres yacía sonámbula en busca de alguna esperanza: se contempló
quitándose las ropas y colocando sobre el brasero de la chimenea los troncos
plásticos cuya publicidad afirmaba que ardían horas y horas sin consumirse. Se
observó encendiendo la chimenea y recordando la advertencia de los diarios de
la mañana:
—Se agota el combustible fósil, es necesario
buscar más allá de los plásticos, más allá de las petroquímicas.
Sí, recordó que al despertar en la mañana había
husmeado en las redes cibernéticas las revistas en las que buscaba
afanosamente, como todo el universo, noticias alentadoras sobre la fertilidad
femenina. Por eso, al despertar, escudriñó las páginas de Sciences Monitor, The Atomic
Magazine, Universalis, Sciences
Teluricus, prestigiosas publicaciones que las redes ampliaban cada día en
sus espacios. Tom The Rock las
devoraba buscando, que no quepa duda, una respuesta esperanzadora. Pero la
mayoría de los editoriales siempre decían lo mismo:
—Se está al descubrir lo que puede significar un
aliento para remediar la esterilidad... Posiblemente dentro de algún tiempo se
descubran las causas (aún desconocidas) que han producido este fenómeno tan
desgarrador de la infertilidad femenina...
Todas las noticias daban aliento y con ello se
pretendía esperanzar a la humanidad con divagaciones en futuro:
—Posiblemente… Dentro de algún tiempo… Se está al
descubrir…
Siempre lo mismo.
Desde la azotea, Tom The Rock se observó estirando las piernas sobre un cómodo cojín desde
donde contemplaba la llama ardiente de la chimenea; los troncos plásticos
parecían genuinos, sonaban igual al quemarse que los verdaderos. También llevó
los ojos hacia la careta que usaba y también le pareció genuina. Desde la
azotea cerró los ojos y se contempló poniéndose de pie y extrayéndose de la
glotis el aparato que reproducía las lalaciones y sonidos infantiles, colocando
en el mismo sus nuevas creaciones de sonidos infantiles: de niño llorando por
su teta favorita; de niño gritón que no deja dormir a mami; de niño travieso
que odia a papi por hacerle el amor a mami; de niño egoísta que llora aunque
esté satisfecho. Pero como siempre hacía al refugiarse en su hogar, puso un
disco de zafiro en el reproductor de música con la cantata Gott ist meim König, de Bach, contenida en el score como la BWV 71.
Recordó desde la azotea que las notas de la cantata lo habían envuelto en los
maravillosos años de su infancia, cuando era la voz no castrada más famosa del
coro de la Saint Paul's Cathedral.
Pero ahora Tom The
Rock pensaba sólo en sus engaños, en los falsificados chillidos y gugúes de
recién nacidos, en los ruidos de los autogiros que sobrevolaban Londres sobre
su apartamento, llevando en su interior a fanáticos que pagaban por aquella
travesía. Pensó en el prado verde de Canterbury, en el letrero gigantesco
construido a comienzos del dos mil por la Coca-Cola
en Piccadilly Circus, para relevar el
antiguo.
—¡Ah! —pensó
Tom—, si mi cabeza pudiese ser llevada desde la Torre de Londres hasta las
aguas del Támesis.
Y entonces recordó a Anne Boleyn, a Thomas Moore, al
Conde de Essex y a la tramposa historia de Gran Bretaña. ¿Y qué era ahora aquel
imperio de engaños y piratería? Ahora era la última nación de Europa en
producción, convirtiéndose en un simple laboratorio de genios, en una mina que
preparaba cerebros para venderse al mejor postor. Sí, meditó Tom, en el Estado
Mundo Inglaterra no era más que eso: un destartalado laboratorio de cerebros.
Desde la azotea, Tom The Rock recordó que con la cantata de
Bach de fondo había caminado hasta la ventana norte de su apartamento, cuyos
ribetes de aluminio reflejaban las llamas de la chimenea y reproducían su
rostro. Se vio tosiendo y emitiendo el verdadero sonido de su voz: la escuchó
áspera, rasgada, quebradiza y moribunda. Aquella era su voz verdadera, sin la
simulación de la tecnología; aquella era una voz cercana a la monstruosidad del
escarnio, de la violación, del pretexto ruin. Y como antes acontecía cada vez
que escuchaba su verdadera voz, se abrazó a la verdad que le seguía como una
sombra, como un espectro transparente que le envolvía en la paranoia. Sí,
aquella era su voz, no la voz de niño aposentada en la máscara inverosímil,
sino la voz que lo convertía en un reo del secreto que sólo Helen y él
compartían. Sí, Helen conocía todos sus
secretos. Y desde la azotea, recordó el sonido del móvil y el retrato de Helen
apareciendo en él sonriente y diciéndole:
—¡Hola, Tom! ¡Tengo algo que decirte!
Pero Tom The
Rock no tomó el teléfono. Acomodándose de nuevo en la butaca frente a la
chimenea, rumiando para sí que Helen lo llamaría al otro día. Recordó entonces que
estiró las piernas hasta casi introducirlos en la chimenea y construyó en su
mente una excusa para Helen, porque sabía que tendría que mentirle, que hacerle
creer que era feliz, aunque ella sabía que no, que no lo era. Tom The Rock
acercó el móvil a él porque estaba seguro que Helen volvería a llamar y ella
le hablaría acerca de la nueva careta que le había encargado a la Fábrica del Esplendor Dorado (金光玩具厂), de Yiwu, en China, considerada la Ciudad
del Comercio Internacional del Distrito N°1. Helen le diría que la careta
traería una piel sintética que expresaría sus sentimientos y emociones, porque
podía conectarse a ciertos nervios periféricos del rostro. Él sabía que
Helen insistiría en que le contara los motivos de su tristeza y correría en
seguida hacia él, tocando la puerta y, al contemplarlo sin la careta, vería sus
arrugas y observaría las cicatrices de los trasplantes de que había sido objeto
su corazón, hígado, riñones y manos. Miraría en él al espantapájaros que engañaba,
que moriría, que lloraba, que estaba incomunicado ante millones de seres que lo
adoraban. Por eso Tom The Rock no
volvió a contestar la segunda llamada de Helen, levantándose de nuevo de la
butaca y sintiendo cómo temblaba su espigada estatura, agitada frente a las
llamas de la chimenea.
Desde la azotea, Tom The Rock se contempló consultando su reloj y, tras relamerse los
labios, sirviéndose un trago de whisky. Y aunque trató de no hacerlo, siguió
pensando en Helen:
—Ahora debe estar saliendo del baño —pensó y la
figura de Helen, con sus décadas a cuestas, ordenó sus pensamientos—. Debe
estar bajando las escaleras y es posible que vuelva a llamar ahora.
Tom The Rock,
desde la azotea se vio caminando de nuevo hasta la ventana, para desde allí
mirar las luces del Puente de Londres, en The Surrey Side, perdidas entre las
de los helicópteros de bolsillo que cruzaban rápidos sobre ellas.
—Lanzarse desde esta ventana —pensó Tom—, aseguraría
una muerte instantánea. Sólo habría que arrojarse y aspirar el aire de la
noche. Después de todo soy tan culpable como Paul Charoneaux y su laboratorio de
la infertilidad que arropa al mundo. Sí, mi voz es tan culpable como Paul
Charoneaux.
Pero Tom The
Rock recordó que sus pensamientos fueron interrumpidos por el sonido
metálico del videófono.
—¡Es ella! —se dijo—. ¡Me llama, quiere que le hable
de mi tristeza, de mi angustia, de mis arrugas! ¡Pero ahora no! ¡No es posible
que en esta hora de casi extinción yo, Tom The
Rock, me comunique con ella!
Al recordar esto, Tom The Rock saltó desde la azotea y su cuerpo se estrelló con dureza
en el asfalto de la calle. Su máscara, que se había colocado antes de salir del
apartamento, no se desprendió.
Cuando Helen supo del suicidio de Tom no
comprendió el porqué de aquel acto incomprensible, y pensó que, seguramente, al
cantante le había llegado antes que a ella la noticia de que en Huarás, una
aldea andina del Perú, había sido encontrada, en estado de embarazo, una india
llamada Inti Huamán.
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