martes, 30 de julio de 2013


Inti Huamán o Eva again

Capítulo XIX: Tom The Rock
 
Por Efraim Castillo

 
 
TOM The Rock engañaba a sus admiradores. Aunque sobrepasaba los sesenta años y no tenía rostro aniñado, usaba una máscara de niño para aparentar que seguía siendo un chiquillo. Se hizo famoso cuando aprendió a emitir chillidos de recién nacido en un mundo ansioso por oírlos. Había nacido en el barrio más antiguo de Londres, cerca de la catedral de San Pablo. A los doce años fue utilizado en una marcha a favor de las píldoras anticonceptivas que patrocinaba el laboratorio biomédico de Paul Charoneaux, en Francia, en la que su voz atiplada entonó un solo que conmovió a los más empinados defensores de la fertilidad femenina. Antes de hacerse famoso, Tom fue considerado como un niño aniñado por su amaneramiento y sus preferencias de estar constantemente en compañía de niñas, jugando a las muñecas y deslizándose por los ríos con los pies descalzos, donde gritaba a menudo:

I am a little boy ... I am a little boy!

Sus vacaciones, que pasaba por lo regular en Kent, estaban acompañadas de excursiones a la pequeña bahía de Dover, en donde se retrataba con el castillo normando al fondo y los peces del canal saltando sobre las aguas.

Aunque sobrepasaba los sesenta años, las admiradoras de Tom The Rock afirmaban que tenía el secreto de la eterna juventud, y lo aclamaban por ignorar que escondía su verdadero rostro tras una máscara de niño. También desconocían sus fans que los sonidos guturales que emitía, parecidos a lalaciones de recién nacidos, se debían a un pequeño móvil que se había implantado en la glotis.

Los discos de Tom The Rock se vendían como pan caliente y millones de seres en todo el planeta se dormían al compás de sus grititos. Su fotografía colgaba en miles de hogares que lo consideraban como algo suyo, como un fenómeno que era necesario aquilatar para esperanzarse en un futuro humano que se extinguía. Pero el secreto más celosamente guardado por Tom era su participación en el jingle publicitario a favor de los anticonceptivos. Su antiguo nombre –Joseph Mackenzie– había sido destruido legítimamente por su apoderado, quien decía que Tom era el cantante más grande del Universo. En uno de sus conciertos, una dama de alrededor de setenta años fue conducida a un hospital, víctima de lo que los médicos llamaron un shock de adolescente, debido —y según los especialistas— a la enorme emoción sentida por una mujer de esa edad que, padeciendo el síndrome de maternidad imposible, veía y escuchaba a un niño emitiendo lalaciones.

Según los mentideros londinenses, en ciertas recámaras de Inglaterra y la devastada Europa se practicaba un extraño culto denominado therockset, consistente en un sorprendente coito entre humanos disfrazados de niños, vistiendo las ropas de Tom The Rock y utilizando máscaras que simulaban su rostro. Debido a ese extraño culto miles de personas habían sido encarceladas por el Scotland Yard y la Policía Mundial, conduciendo a Westminster las apresadas en Inglaterra, y a la moribunda prisión de Groenlandia las capturadas en otras zonas. Según los propios mentideros los apresamientos no se dieron a la publicidad porque entre los sorprendidos figuraban personas de la más rancia nobleza.

Pero debajo de la máscara Tom The Rock sufría, porque cada vez que tañía su guitarra de tonalidades astrales, fabricada especialmente para él por Atomicum Enterprises, Inc., establecida en Rochester, U.S.A., el cantante hacía una mueca de angustia. Esa mueca le salía de las fibras hondas de su corazón porque sabía que engañaba. Sabía que mentía. Conocía que cada gu, gu, gu que desgajaba el aire y perforaba los tímpanos de sus admiradores, era una terrible falsedad. Posiblemente por eso Tom era el humano que más lloraba en aquel universo que carecía de niños debido a las estrategias llevadas a cabo para detener una explosión demográfica que poblaba al mundo con más de treinta mil millones de habitantes.

La canción favorita de Tom, ¡Oh, children lovers!, de la que había vendido un billón de discos de zafiro, rezaba más o menos así:

Oh, my love, gu, gu, gu
Today will be the year, gu, gu, gu
Let our offspring born
Gu, gu, gu.
Pray for him, gu, gu, gu.
Mourn for him, gu, gu, gu
Oh, my love, gu, gu, gu
You will be the salvation
Gu, gu, gu
Of all the Universe
Gu, gu, gu
Oh, my sweet love,
Gu, gu, gu
We'll go to our bed
We make love
To save the universe

***

(Oh, mi amor, gu, gu, gu

Hoy será el año, gu, gu, gu

Que nacerá nuestro retoño

Gu, gu, gu.

Recemos por él, gu, gu, gu.

Lloremos por él, gu, gu, gu

Oh, mi amor, gu, gu, gu

Tú serás la salvación

Gu, gu, gu

De todo el Universo

Gu, gu, gu

Oh, mi dulce amor,

Gu, gu, gu

Iremos a nuestro lecho

Nos haremos el amor

Para salvar el universo)

 

Tom The Rock, en cada canción, daba en el clavo porque acertaba en lo que pedía el desvalido ser humano. Sin embargo, aquella noche el cantante subió las escaleras que lo conducían a la azotea de su vivienda, la cual ocupaba el piso catorce de una torre de apartamentos, desde donde se divisaba el Palacio de Westminster, The Parliament, en el cual había dado numerosos conciertos a la Cámara de los Lores y a la Cámara de los Comunes, en las postrimerías del reinado de Guillermo El simple, apodado también El plebeyo, por su gusto desorbitado por las mujeres de clase baja.

Desde la azotea, Tom The Rock sintió el golpeteo de las brisas frescas del Támesis y su careta se unió a la noche. Estaba dispuesto a terminar la farsa en que se había convertido su vida. Antes de abrir la puerta de su apartamento para subir a la azotea había encontrado un sobre que abrió mientras los ruidos de la noche londinense golpeaban sus oídos:

—Te llamo a las doce. Helen —decía la nota.

Eran las once y treinta, la cual reconoció por los diamantinos golpeteos del Big Ben, que mostraba una de sus caras desde la Elizabeth Tower, al noroeste del Palacio de Westminster.

La nota dejada por Helen lo abatió más. Estaba cansado, triste, solitario, aunque unas horas antes era tratado mejor que al mismo patrón británico y sus ropas sintéticas eran arrancadas a pedazos. Siempre se dijo para sí que sólo Shirley Temple podía compararse, como infante famosa, a él. Entonces repasó el instante en que había decidido subir a la azotea, al lugar desde donde Londres yacía sonámbula en busca de alguna esperanza: se contempló quitándose las ropas y colocando sobre el brasero de la chimenea los troncos plásticos cuya publicidad afirmaba que ardían horas y horas sin consumirse. Se observó encendiendo la chimenea y recordando la advertencia de los diarios de la mañana:

—Se agota el combustible fósil, es necesario buscar más allá de los plásticos, más allá de las petroquímicas.

Sí, recordó que al despertar en la mañana había husmeado en las redes cibernéticas las revistas en las que buscaba afanosamente, como todo el universo, noticias alentadoras sobre la fertilidad femenina. Por eso, al despertar, escudriñó las páginas de Sciences Monitor, The Atomic Magazine, Universalis, Sciences Teluricus, prestigiosas publicaciones que las redes ampliaban cada día en sus espacios. Tom The Rock las devoraba buscando, que no quepa duda, una respuesta esperanzadora. Pero la mayoría de los editoriales siempre decían lo mismo:

—Se está al descubrir lo que puede significar un aliento para remediar la esterilidad... Posiblemente dentro de algún tiempo se descubran las causas (aún desconocidas) que han producido este fenómeno tan desgarrador de la infertilidad femenina...

Todas las noticias daban aliento y con ello se pretendía esperanzar a la humanidad con divagaciones en futuro:

—Posiblemente… Dentro de algún tiempo… Se está al descubrir…

Siempre lo mismo.

Desde la azotea, Tom The Rock se observó estirando las piernas sobre un cómodo cojín desde donde contemplaba la llama ardiente de la chimenea; los troncos plásticos parecían genuinos, sonaban igual al quemarse que los verdaderos. También llevó los ojos hacia la careta que usaba y también le pareció genuina. Desde la azotea cerró los ojos y se contempló poniéndose de pie y extrayéndose de la glotis el aparato que reproducía las lalaciones y sonidos infantiles, colocando en el mismo sus nuevas creaciones de sonidos infantiles: de niño llorando por su teta favorita; de niño gritón que no deja dormir a mami; de niño travieso que odia a papi por hacerle el amor a mami; de niño egoísta que llora aunque esté satisfecho. Pero como siempre hacía al refugiarse en su hogar, puso un disco de zafiro en el reproductor de música con la cantata Gott ist meim König, de Bach, contenida en el score como la BWV 71. Recordó desde la azotea que las notas de la cantata lo habían envuelto en los maravillosos años de su infancia, cuando era la voz no castrada más famosa del coro de la Saint Paul's Cathedral.

Pero ahora Tom The Rock pensaba sólo en sus engaños, en los falsificados chillidos y gugúes de recién nacidos, en los ruidos de los autogiros que sobrevolaban Londres sobre su apartamento, llevando en su interior a fanáticos que pagaban por aquella travesía. Pensó en el prado verde de Canterbury, en el letrero gigantesco construido a comienzos del dos mil por la Coca-Cola en Piccadilly Circus, para relevar el antiguo.

—¡Ah! —pensó Tom—, si mi cabeza pudiese ser llevada desde la Torre de Londres hasta las aguas del Támesis.

Y entonces recordó a Anne Boleyn, a Thomas Moore, al Conde de Essex y a la tramposa historia de Gran Bretaña. ¿Y qué era ahora aquel imperio de engaños y piratería? Ahora era la última nación de Europa en producción, convirtiéndose en un simple laboratorio de genios, en una mina que preparaba cerebros para venderse al mejor postor. Sí, meditó Tom, en el Estado Mundo Inglaterra no era más que eso: un destartalado laboratorio de cerebros.

          Desde la azotea, Tom The Rock recordó que con la cantata de Bach de fondo había caminado hasta la ventana norte de su apartamento, cuyos ribetes de aluminio reflejaban las llamas de la chimenea y reproducían su rostro. Se vio tosiendo y emitiendo el verdadero sonido de su voz: la escuchó áspera, rasgada, quebradiza y moribunda. Aquella era su voz verdadera, sin la simulación de la tecnología; aquella era una voz cercana a la monstruosidad del escarnio, de la violación, del pretexto ruin. Y como antes acontecía cada vez que escuchaba su verdadera voz, se abrazó a la verdad que le seguía como una sombra, como un espectro transparente que le envolvía en la paranoia. Sí, aquella era su voz, no la voz de niño aposentada en la máscara inverosímil, sino la voz que lo convertía en un reo del secreto que sólo Helen y él compartían.  Sí, Helen conocía todos sus secretos. Y desde la azotea, recordó el sonido del móvil y el retrato de Helen apareciendo en él sonriente y diciéndole:

—¡Hola, Tom! ¡Tengo algo que decirte!

Pero Tom The Rock no tomó el teléfono. Acomodándose de nuevo en la butaca frente a la chimenea, rumiando para sí que Helen lo llamaría al otro día. Recordó entonces que estiró las piernas hasta casi introducirlos en la chimenea y construyó en su mente una excusa para Helen, porque sabía que tendría que mentirle, que hacerle creer que era feliz, aunque ella sabía que no, que no lo era. Tom The Rock  acercó el móvil a él porque estaba seguro que Helen volvería a llamar y ella le hablaría acerca de la nueva careta que le había encargado a la Fábrica del Esplendor Dorado (金光玩具厂), de Yiwu, en China, considerada la Ciudad del Comercio Internacional del Distrito N°1. Helen le diría que la careta traería una piel sintética que expresaría sus sentimientos y emociones, porque podía conectarse a ciertos nervios periféricos del rostro. Él sabía que Helen insistiría en que le contara los motivos de su tristeza y correría en seguida hacia él, tocando la puerta y, al contemplarlo sin la careta, vería sus arrugas y observaría las cicatrices de los trasplantes de que había sido objeto su corazón, hígado, riñones y manos. Miraría en él al espantapájaros que engañaba, que moriría, que lloraba, que estaba incomunicado ante millones de seres que lo adoraban. Por eso Tom The Rock no volvió a contestar la segunda llamada de Helen, levantándose de nuevo de la butaca y sintiendo cómo temblaba su espigada estatura, agitada frente a las llamas de la chimenea.

Desde la azotea, Tom The Rock se contempló consultando su reloj y, tras relamerse los labios, sirviéndose un trago de whisky. Y aunque trató de no hacerlo, siguió pensando en Helen:

—Ahora debe estar saliendo del baño —pensó y la figura de Helen, con sus décadas a cuestas, ordenó sus pensamientos—. Debe estar bajando las escaleras y es posible que vuelva a llamar ahora.

Tom The Rock, desde la azotea se vio caminando de nuevo hasta la ventana, para desde allí mirar las luces del Puente de Londres, en The Surrey Side, perdidas entre las de los helicópteros de bolsillo que cruzaban rápidos sobre ellas.

—Lanzarse desde esta ventana —pensó Tom—, aseguraría una muerte instantánea. Sólo habría que arrojarse y aspirar el aire de la noche. Después de todo soy tan culpable como Paul Charoneaux y su laboratorio de la infertilidad que arropa al mundo. Sí, mi voz es tan culpable como Paul Charoneaux.

Pero Tom The Rock recordó que sus pensamientos fueron interrumpidos por el sonido metálico del videófono.

—¡Es ella! —se dijo—. ¡Me llama, quiere que le hable de mi tristeza, de mi angustia, de mis arrugas! ¡Pero ahora no! ¡No es posible que en esta hora de casi extinción yo, Tom The Rock, me comunique con ella!

Al recordar esto, Tom The Rock saltó desde la azotea y su cuerpo se estrelló con dureza en el asfalto de la calle. Su máscara, que se había colocado antes de salir del apartamento, no se desprendió.

Cuando Helen supo del suicidio de Tom no comprendió el porqué de aquel acto incomprensible, y pensó que, seguramente, al cantante le había llegado antes que a ella la noticia de que en Huarás, una aldea andina del Perú, había sido encontrada, en estado de embarazo, una india llamada Inti Huamán.

 

sábado, 6 de julio de 2013

El hombre que volvió

El hombre que volvió

Por Efraim Castillo

 
AGUARDABA AÚN CON la camisa para etiqueta fuera del pantalón y los ojos cerrados frente a la luz de la lámpara. Podía oír a través de la ventana a la multitud vociferante aglomerada en la avenida que baja al mar, y caviló en el reto por delante, en el hacer del camino. Entró la camisa y llamó al ayudante militar para que le anudara la corbatita de lazo y una a una las botonaduras encontraron su lugar en las presillas y los gemelos se acomodaron a los puños de la camisa. Fuera, la mañana de sol traía la brisa desde el mar en esa mitad de agosto, mientras sus seguidores esperarían —como después de las catástrofes— la diminuta redención de lo-por-hacer. Después de todo, ¿no es el fenómeno de la esperanza una metáfora, un tropo, una lúdica sensación de conformismo y aturdimiento?

—Doctor, la multitud está impaciente…


—¡Déjalos! —dijo el hombre a su ayudante y se dirigió a la cómoda butaca colocada en un rincón del aposento, dejándose caer en ella—.  Hoy habrá fiesta en barrios y comarcas... ¡Mañana, tal vez, resurgirá la eterna presión de lo que no se hizo y debió hacerse!

—Es casi la hora de partir —expresó el ayudante—. ¿Informo al general?

—¡No! ¡Ellos vendrán porque conocen la hora exacta y, además, se imaginan los nuevos nombres que aparecerán en los decretos! Todo está en apariencia ajustado en su lugar… Pero luego aparecerán los desencantos, la pérdida de virginidad de la ficción, de la cordura, y entonces comenzarán los ataques, el continuum de las viejas estructuras y se recordará al final la perdurabilidad del hormigón armado reventándose de varillas junto al color de la veleidad.

— ¿Valdrá la pena el sacrificio, Doctor?

—Todo sacrificio será válido si el método empleado respeta la relativa coherencia de mantener la presencia de lo histórico. Eso es sin la brusquedad del cambio, ni el atosigamiento de las rupturas innecesarias. Esa es la diferencia entre revolución y continuación. Entonces, ¿para qué los traumas sociales sangrantes? ¿Sabes dónde descansa el mérito de la Revolución Cubana?

—No, Doctor… no lo sé…

—¡En la alfabetización! He ahí una ruptura-en-continuación, respetuosa de que lo cambiante no es el alborozo de una consigna hacia la violencia, ni al estrépito de lo avasallante y quebradizo.

Incorporándose del sillón, el hombre extiende los brazos y el ayudante los cubre con la levita color humo-de-Londres que recuerda la ceniza de Pompeya tras el Vesuvio, o de aquellos lodos hallados en el viejo camino que conduce de Las Matas de Farfán a El Cercado. Frente al espejo, el hombre lanza una pregunta:

—¿Qué ves en el espejo? ¿Está bien anudado el lacito? —El ayudante, observándolo, atina a balbucir, casi en silencio—:

—Está perfecto, Doctor.

Caminando despacio hacia la ventana, el hombre escucha el bullicio de la multitud y piensa:

Podría comenzar el camino… la misma conducción de siempre, la misma rutina donde los cuatrienios podrían llevarme al infierno de la maledicencia definitiva, o a la gloria de una perpetuidad bien amada, digna de inserciones en los catálogos históricos de las buenas obras. Porque, desgraciadamente, es el mismo camino, apenas dos o tres distancias entre punto y punto, entre eje y eje, entre infierno y goce. El reto es un camino pesado o un camino ligero, dependiendo de cómo se juegue con las alternativas, con los lastres de una exportación-importación en desuso, enfrentada a la contracultura del no-calórico, de la concienzuda dieta baja en azúcares y sodios que los baby-boomers están imponiendo como autodefensa tipo Siglo XXI. Sí, no cabe duda, será un enfrentamiento entre una tecnología a mil-por-hora, frente a un hacer tercermundista que nos podría conducir al alquiler de la Patria. Pero como quiera será arduo el caminar las distancias, el atreverse siquiera, a tratar de detener la caída sin firmar los acuerdos que nos llevaron a ese otro abril de 1984, y que aún golpea la conciencia social del país.

—¿Está muy claro el día? —pregunta el hombre a su ayudante.

—Está muy hermoso, Doctor —responde el ayudante—. ¿Nos marchamos ya al acto?

—Esperemos un poco —y muy despacio, el hombre vuelve hacia el sillón y se sienta, llevando sus ojos tras los espejuelos hacia la claridad de la ventana—. ¿Podría ser un milagro? —Se pregunta—. ¡No, jamás creí en milagros! Esto, simplemente, ha sido un regreso, una terrible vuelta en el tiempo, en el apabullante trecho de una realidad inmanejable, dejada deteriorar por equipos sin la debida noción, asaltadas las posiciones sin el raciocinio de una ejecutoria rítmica, endosada a una cadencia sonora, de trasborde, sin el entusiasmo pueril de la cosa que se estrena, concatenándola al pasado, a la penumbra que sobrevive del archivo y la hemeroteca. Pero, ¿por qué desechar el milagro? ¿No es posible, así, remontarse a doscientos años atrás y emprender la sensación de una fe reencontrada? ¡No! ¡Nada de milagros! Esto es tan concreto como lo ya apuntado: como las vías y los edificios, como las avenidas y los acueductos, como las murallas y los tótems. ¡Ay, si lo concreto de lo construido hubiese sido paradoja y papiro! ¡Cómo explicarlo! ¡Cómo aposentar al hombre en el orgullo del pasado! Se podrá defender el discurso memorial de lo empírico como sustancia primaria del aleteo popular, de toda una unión de coyunturas, estructuras y fenómenos comprobados… Pero si lo preciso de la ruina no superviviera como prueba del pasado, ¿se creería en Nefertitis o en Ramsés, en Julio César o en Gengis Khan? ¡Ah, entonces esta podría ser una tesis de grado, pero sin confundir una cosa con la otra! Porque es el remonte a lo que podría referirme, dejándome llevar un poco hacia atrás, hacia el camino pretérito de los abuelos y ascendientes de este amasijo ingrato de razas que nos azota como simbiosis trunca y que retrasa —en débil equilibrio— el futuro que nos aguarda. Porque, ¿qué somos, realmente? ¿Negros? ¿Mulatos? ¿Indios? Peña Batlle jodió a Trujillo con la palabra indio y la suspendió de una historia vulnerable, ingrata y mentirosa, llevándonos hasta este punto en que deseamos ser lo que no somos. Pero a partir de hoy no podrá continuar esta política de subterfugios y quimeras y rodaremos como piedras de río hacia la tesis del profesor Chamberlin de 1933, para impulsar la ausencia de incertidumbres, recurriendo a la elasticidad frente a la demanda. Porque, ¿qué es el mercado, el país, sino una estructura de entradas y salidas sujetas a condiciones variables? Todo el corpus, toda la estructura superviviente de estos ocho años de atrasos perredeístas ha enlazado a mi favor un laissez faire, un laissez passer bonapartista, pero sin el quebrantamiento de los derechos que violé en mis otros gobiernos, obedeciendo a circunstancias extremas. ¿Qué querían? ¿Acaso deseaban que la guerra fría perturbara cada rincón del país con sus cargas de misterios, de pesquisas inútiles y visiones quiméricas?  ¡Ah, si la Unión Cívica se hubiese alzado con un poder que no podía sostener la verborrea infantil de Viriato Fiallo! ¿A dónde hubiera llegado este suelo que menospreció a Duarte y lo condenó al exilio? Cuando salí como un ente fugado a destiempo, como una sombra humillada por el sol, en 1962, nadie, ¡absolutamente nadie!, me tomó en cuenta para aquel glorioso retorno ayudado por la pólvora yanqui  ¿Es este, entonces, uno de los resultados del destino? ¡Porque no, no se puede confundir sacrificio con apetencia! Esta nue­va toma del poder está vinculada a otra situación o, mejor dicho, a otras esferas con discursos diferentes, en donde podría operar la funcionalidad de una multiconciencia, de una ideología en que se pluralizan la concepción del bienestar y la ocupación de un espacio, por parte de aquellos a los que la esperanza no ubicó en las parcelas políticas eficientes. ¡Ah, la masa silente! ¡No la hay, ya! La masa silente ha tomado formas diversas a partir de la Avanzada Electoral y a otras mascaradas que podrían entrar en redivivas contradicciones con sus operarios de turno. Lo que me espera es una apertura total hacia lo humano, con ligeras incorpora­ciones de permisividad y, luego, con un dejarse caer sobre el espaldar de la silla presidencial a sonreír de las contradicciones. Y desde ese asiento mustio, al que llaman y repiten como cotorras mi sentencia de que no es más que una silla de alfileres, enfilaremos las evocaciones hacia Madrid, París, Bogotá, Buenos Aires, México, San José, Caracas… hacia todas las ciudades y villas, caminos y lagos perdidos entre montañas y desfiladeros, pero siempre con la sensación de soledad entre mis labios y preguntándome: ¿dónde, dónde habrá quedado aquella joven de piel aceituna y ojos negros, aprisionada por mis manos en el Boulevard Raspail, presintiendo que al alejarse se alejaba para siempre la virtud de sentar cabeza? Sí, desde ese asiento mustio, inmutable como un laberinto impenetrable, quedará finalizada mi plataforma de sensualidad, sin las represiones ni atro­pellos cerebrales que desvían los discursos y, desde luego, sin la fomentación de los clásicos ensueños que pervierten los entusiasmos!

            —Doctor… —el ayudante, al observar la ensoñación y las muecas labiales  del hombre, lo llama visiblemente asustado.

Sacudiendo la cabeza, el hombre responde malhumorado:

—Sí, dime.

—Señor, han llegado los generales.

—¿Cuáles generales? ¿Los de verdad, los que aún quedan de uniforme? ¿O los saltimbanquis, los payasos del séquito ambulante?

—Lucen mezclados, Doctor. Pero...

—¡Dime... dime sin titubeos!

— ¡Es que todos están uniformados, Doctor!

— ¡Ah, esperan la reincorporación!

—Así parece, Doctor.

—¡Déjalos, entonces! ¡Déjalos que esperen como esperé yo más de treinta años! Pero, ¿es la hora, ya?

—Casi, señor…

—¡Cálmalos, entonces! ¡Despáchalos! Diles que llamen después de los actos. –El hombre vuelve la cabeza hacia las pisadas del ayudante que se alejan y llama—: ¡Escucha! ¿Hay civiles entre los que aguardan?

—¡Muchos, señor! ¿Les digo lo mismo?

—No, no les digas nada. Pídeles que escuchen lo que pronunciaré y después que resuelvan, porque los futuros personeros estarán impacientes delante de la mul­titud, con sus trajes blancos de dril o de pesada cachemira oscura. Estarán aguardando a que los decretos inserten sus nombres para así alojarse en la cúpula, en la vuelta, en lo que para ellos podría ser la última oportunidad de sus vidas. ¡Qué cambios! ¿Adonde habrán volado los espíritus de Peña Batlle, Arturo Logroño, Ortega Frier, o de aquellos cuyo intelecto podía incrustarse en el discurso de la práctica de Estado, con todo y una conciencia de real poder y percepción teórica? La organicidad de una intelliguentsia verdaderamente inquisidora, anecdótica e inmersa en nuestra realidad social sin los brillos del efectismo politiquero, ¡ha desaparecido para siempre! ¿Cuándo volverá a resurgir, como Ave Fénix, como una sensación retórica de comprensión de lo dominicano, otra pléyade de verdaderos pensadores? ¿Será tan difícil agruparla? Porque sé que la hay… ¡Sé que por ahí está dispersa una carnada de productores culturales que podrían insertarse en este discurso mío que ya luce tan pesado y cruel, y ellos podrían tomar la bandera de lo político-literario y pasearla por nuestras ciudades y campos, llevando la luz que se evapora, las esencias que se volatilizan de nuestro entorno desgraciado! ¡Ah, si me suministraran la cooperación de un Veloz Maggiolo, de un José Israel Cuello! ¡Ah, si me dieran lo mejor de esa generación que se arremolinó en los románticos 60’s! Porque es tan sólo una pequeña dosis de preparación política cuanto necesitan; hacer una práctica despaciosa de la operación del Estado; trabajar con la idea sacrosanta de que país, república, nación, no es más que una abstracción, una ilusión redentora de ánimos y sonrisas; que lo sacrosanto de la patria podría reivindicarse en la búsqueda del amor. Feliz, muy feliz ese Antonio Guzmán que tuvo su Incháustegui Cabral, y desgraciado del que lo siguió, que se apoyó en la ausencia total de la organicidad intelectual como un heredero de la praxis. ¡Es que no puede existir la evasiva, el abrupto salto de un escalón vital, la glorificación del consejo preciso, espacioso y lleno de tiempo, sin la recurrencia al culto del experto, a la maduración que se encuentra implícita en la educación para el educador y en el consejo para el consejero, echando a su debido lado las sobras de las aberraciones, las distorsiones y los sobresaltos de lo que los tecnólogos tratan de atrapar en la incultura! No, no es pasándole por encima a este desastre como podremos entenderlo: es estudiando los propósitos de los que importaron los tecnólogos para tratar de reírse de nuestra incultura, como podremos entenderlos y neutralizarlos. Los patrones están aquí; esos patterns, esas matrices sociales desprovistas de todo vestigio conductor del gran salto, de la fotocopia china, o coreana, o argentina, es lo que deberemos superar para hacer avanzar esta republiqueta. ¿Se puede, o podría, saltar el escarnio de la prisión que encierra la no-educación y su mezcla a una democracia demasiado fusionada a la exteriorización de la geopolítica? ¡Por Dios, no se puede encontrar esa fotocopia! Es lo simbiótico ayudado por lo practicado como actividad subjetiva conducente, lo que podría activar la nueva memoria; tal como un riachuelo que se vuelca en la convergencia para formar la definitiva corriente de río y gran agua.

—Están ahí, Doctor. Ya se apretujan para verlo, para tocarlo, ya no como candidato triunfante, sino como recogedor de la desgracia, del desastre, de la deuda y sus contornos. ¿Qué les digo, Doctor? ¿Podría recibirlos antes de que, como cosa tomada y nombrada, se le tenga que llamar de otra forma?

—¡Déjalos ahí! ¡Déjalos que escuchen todo cuanto tengan que escuchar y obedezcan todo cuanto tengan que obedecer. Estos tiempos demandan algo más que los apoyos políticos: ¡demandan la formación de un nuevo material humano gastable, porque el probado en los doce años sirvió muy poco, y tres cuatrienios fueron la mejor de las pruebas! Pero, ¿aparecerá material a mano? ¿No fallarán los nombres insertados en los decretos? Tendremos que ineludiblemente inventar a la carrera los hombres y mujeres para la emergencia que se avecina, si los seleccionados salen cluecos. ¿Crees que aparecerán otros? El partido luce exhausto y me echarán en cara la no-selección de nuestros cuadros. Pero, ¿quién podría tomar el papel de los desaparecidos, de los consejeros gratuitos y con fe en el país que me servían con sus caudales de opinión? ¿Dónde conseguir otro Polibio Díaz, u otro Luís Julián Pérez? Sabes bien que no puedo osar pedir prestado al último hombre del exilio su material humano gastable; sabes bien, que este inventario ideológico que poseemos no soporta el leve peso de un discurso, cuya conciencia requiera de la maduración. ¡Ah, si supieran, si comprendieran que los pasos míos no sólo me condujeron desde un espacio-tiempo de treinta y cinco años a la posesión de un peldaño político, sino que requirieron de miles de libros y millones de palabras, tragadas y digeridas para poder insertarme en esta tremenda realidad nacional! Ahora todos quieren correr, saltar, trepar por la escalerilla del patrimonio público sin comprender antes que es preciso aprender, aquilatar y adquirir la dimensión de ser apto, para valorar el En-Sí y poder asimilar lo que es necesario e innecesario

—¡Doctor, están empujando la puerta, desean entrar a verle antes de que el título que le otorgarán en el Congreso los separe de usted por algunos años!

—¡Déjalos y aplácalos! Explícales la importancia de este descanso, de esta tomadura de aliento antes de enfren­tarme al nuevo reto, al nuevo desafío que probará si la tesis del continuum no es más que una herejía deci­monónica, superada ya como las prácticas sepultadas en los atardeceres de la historia. Ellos, mejor que tú, que yo, tendrán que asumir la responsabilidad de que las aguas, los vientos y las espumas de las mejores olas, demandan de fragores y calmas. ¡Ya nos juntaremos en la osadía, si así puede llamársele, de una nueva aspiración! Pero, mientras tanto, ellos, o una parte pequeña de ellos, no podrá juntarse conmigo en este capítulo que se abre para borrar los escollos de las circunstancias. Aunque, desde luego, la parte perdedora de ellos tiene una herida que no cierra, y fue ocasionada por la marginalidad de mi triunfo, lo que me obligará a sentarme a discutir condiciones aberrantes que no tenía que haber discutido. Diles, invéntate excusas, argu­mentos pueriles o satisfacciones de contratas y embaja­das… ¡ese es tu problema… no el mío!

—Pero, Doctor, ¿y a los generales? ¿Qué les digo?

—A esos no les digas nada. Esa es una parte de la estructura rota y cosida por tres cuatrienios atosigantes.

—¿Com­prenderán acaso, Doctor? 

—¡Tendrán que comprender!  La comprensión ya no está para pedirla prestada, sino para comprarla o aprehenderla y llevarla consigo. Es mi nombre versus sus nombres; es mi conciencia versus sus conciencias; es mi gloria versus las suyas. En este empate con Buenaventura, la mediatinta no juega ningún papel, ni siquiera la del pitcher tapón en una liga de escarnio. Sí, no les digas nada: tendrán que enfrentar el reto. Después de todo, ese material está conectado a una organización del pasado, a una verticalidad que se hace silencio, comprensión, asimilación, obediencia y lodo… tal como acontece en los organismos hechos para el hacer-sin-pensar.

—¡Ya es la hora, Doctor!

—¿Ya?

—¡Sí, señor, ya!

—Entonces, vamos —con gran esfuerzo el hombre se levanta del sillón y el ayudante corre a su lado para sostenerlo.  

—Doctor… ¿está todo bien? ¿Se siente bien?

—¿Tú qué crees? Mi memoria está en su sitio: no es asunto de ver, de otear un horizonte cuya confusión no está en la forma, sino en el contenido; no en los colores, sino en la mixtura y la memoria… ¡Y es así que tiene que ser! Un todo, una totalidad de englobamiento y amarres para que la continui­dad permanezca inalterable. ¡Memorias a lo Telésforo, a lo Abelardo, a lo Arturo, a lo Marrero, a lo Emilio, a lo Vidal Torres! ¡Memorias de un tango que ya no se baila, ni se contorsiona, ni se arremete en las salas de fiesta, ni se pide prestado, ni se alquila! ¡Memorias, sólo memorias dentro de la gran memoria, y una imaginación para alcanzar ciertas estrellas demasiado lejanas y escondidas!… ¿Y todo para qué? ¿Para llenar el vacío y cruzar el empate con Buenaventura que tendré que romper más allá de estos cuarenta-y-ocho meses que contaré día-tras día y hora-tras-hora, construyendo lo que nadie será jamás capaz de construir, por aquello de que las pequeñas fobias históricas son atrapadas en las megalo­manías y que yo, haciendo caso omiso, des­cargo a base de block-sobre-block y varilla-sobre-varilla? Pero dime, ¿no es acaso así? ¿No tendrán los que me sucedan, para poder trascender, ejecutar el mismo programa faraónico de construcción? ¿No requiere este pedazo de isla un mejor testimonio, un mejor futuro que esos edificuchos coloniales que nos dejó como recompensa de sus raterías, de sus abusos y maldiciones, una España que nos abandonó a destiempo? ¿No somos dignos, quizás, de que los muchachos del año dos mil cincuenta vean y disfruten de un trecho esplendente, sin la ridiculez de unos callejones sin sentido y hereden una conciencia parecida a una Liliput sin Gulliver? Vamos, ayudante, que habrá sorpresas; habrá tiburón virado y mi nombre no podrá ser ligado a esos jardines colgantes de Babilonia, impresionados en kepis de mil sudores, ni en los cadáveres que tendrán que salir a flote en busca de los culpables. ¡He vuelto, he regresado, y este retorno no será borrón-y-cuenta-nueva! ¡Este regreso no podrá ser excusa para una alienación-en-extenso ni para un continuum del terror! ¡Este regreso será un-dejar-hacer en que se unirán nuestra endeble democracia con la mala educación, con los semáforos irrespetados y los buhoneros buscavidas!

—¿Le pongo la banda, Doctor?

—Vamos, colócame la misma banda del último cuatrienio y oriéntala sobre estos hombros alicaídos por los años y el peso de una gran memoria. ¡Todo aprendido: palabra por palabra: edificación por edificación: premura por premura: block tras block! ¡Porque ahí está la historia delante de mí y tengo que alcanzarla con este… y el próximo regreso!

—¡Sí, Doctor, usted ha vuelto y el carro con placa número uno le espera para abrir sus puertas frente a un congreso que le respeta! ¿Nos vamos ya?

—¡Sí, habrá sorpresas, ayudante, porque la historia me pesa! ¡Habrá sorpresas porque ya los tiempos de contar centavos lucen devaluados! Pero dime, ¿y esas voces? ¿De quiénes son esas voces que se confunden con la luz?

—¡Hay una multitud aguardando su salida!

—¿Buscan empleos, prebendas?
 
—¡Buscan lo de siempre, Doctor! ¡Verlo, tocarlo, pedirle algo por el voto depositado!

—¡Ah, cuántas sorpresas habrá para los buitres y los lobos! ¡Cuántos dolores para los que han retornado con el pasado a rastras… como las sombras!
 

Agosto, 1986.