domingo, 1 de noviembre de 2020

AQUEL 6 DE NOVIEMBRE

 

Aquel 6 de noviembre

Por Efraim Castillo 

"Dios, Patria y Libertad. República Dominicana. En el nombre de Dios uno y trino, Autor y Supremo Legislador del Universo.

Los Diputados de los pueblos de la antigua parte Española de la Isla de Santo Domingo, reunidos en Congreso Constituyente Soberano, cumpliendo con los deseos de sus comitentes, que han jurado no deponer las armas hasta no consolidar su independencia política, fijar las bases fundamentales de su gobierno, y afianzar los imprescriptibles derechos de seguridad, propiedad, libertad é igualdad, han ordenado y decretan la siguiente: 
CONSTITUCIÓN POLITICA DE LA REPÚBLICA DOMINICANA"

Los treinta y un hombres que conformaron aquel congreso constituyente —el 6 de noviembre del 1844 en San Cristóbal— con el propósito específico de elaborar una Constitución que garantizara respeto, protección, garantía y deberes a los dominicanos, convirtió en una realidad geográfico-política la nación que Juan Pablo Duarte y los Trinitarios habían ideado en 1838; entendían que los sujetos sociales a los que otorgaban esos derechos y obligaciones [desde y] con el Estado recién formado, ya existían como nación y lo entendían porque —probablemente— conocían el discurso del doctor José Núñez de Cáceres frente al invasor haitiano Boyer, el 9 de febrero del 1822, en donde vaticinó “la imposibilidad de unión entre los dos pueblos de la isla por su diversidad de razas y costumbres”, afirmándole “que  la palabra [es] el instrumento de comunicación entre los hombres; y si no se entienden por el órgano de la voz, no hay comunicación [y] ya veis aquí un muro de separación tan natural como insuperable, como puede serlo la imposición natural de los Alpes y los Pirineos” [Max Henríquez Ureña, Revista Clío 32, 1938].

 José Núñez de Cáceres Albor

Tanto Núñez de Cáceres como Duarte, los Trinitarios y los treinta y un hombres que redactaron nuestra primera Constitución, sabían que más allá del concepto de persona —que puede ser máscara e imitación—, los trescientos cincuenta años [1492-1844] de una historia cuajada de vicisitudes, traiciones y esperanzas, se habían conjugado para convertir a hombres y mujeres provenientes de múltiples continentes y ADN en sujetos sociales a través de una lengua que les permitía informar, comunicar y transmitir a sus descendientes sueños y alternativas, confiriéndoles una singularidad, un sello diferenciador, una cultura con los que podían ser identificados y distinguidos de los habitantes de las demás islas hispano-hablantes del Caribe y, sobre todo, de las que no la hablaban, como el vecino haitiano que trató de anexarnos. Es decir, esos sujetos sociales eran propietarios de una lengua que los capacitaba para transformar y transformarse mediante ella, agrupándolos y convirtiéndolos en ciudadanos de un país soberano.

 Juan Pablo Duarte

Y desde aquel 6 de noviembre del 1844, nuestra Constitución —nuestro sagrado documento— ha sido sometida treinta y nueve veces a cambios, muchos de ellos introducidos para violentar la pureza de su intención e inyectar en su texto artículos que permitieron crímenes y corruptelas a los dictadores que han manchado nuestra historia. Sin embargo, nuestra Constitución ha conservado la esencia que ha regido un discurso nacional lleno de esperanzas, porque esa fue la intención de los treinta y un hombres que aquel 6 de noviembre se reunieron en San Cristóbal para redactarla. 

Por eso, sencillamente por eso, nuestra Constitución —y cualesquier constitución del planeta— está más allá de un simple pedazo de papel, como expresó Federico de Prusia en 1784, y que repitieron el jurista alemán Ferdinand Lasalle en 1862 y Joaquín Balaguer en 1966, enunciados que se han convertido en desgraciados aforismos, a pesar de que quienes los emitieron lo hicieron en contextos muy disímiles.

 

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