miércoles, 18 de mayo de 2022

LA NARRATIVA YUGULADA

 La narrativa yugulada

A Pedro Peix. In memoriam.

Por Efraím Castillo

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¿Cuántos poemas, obras teatrales, ensayos y memorias, se habrán escrito y recopilado desde que Meleagro de Gádara organizó su antología La Corona [Guirnalda]? Nacido en el Siglo I a. C. [aunque La Corona data del Siglo II], Meleagro compendió epigramas de cuarenta y seis poetas griegos en una colección que está considerada como la primera antología de la historia. A partir de esa recopilación, los griegos reunieron epigramas y trozos escogidos de las obras de poetas y prosistas y llamaron a ese compendio florilegio [antología: de anthos, flor; y legein, coger], con lo que pretendieron perpetuar lo mejor de la expresión literaria griega de una generación. De ahí, que una antología, en amplitud, puede reunir [compendiar] no sólo una determinada disciplina literaria, sino organizar una selección de géneros literarios y publicarlos en uno o varios volúmenes. Desde luego, antologizar [antologar] no significa historiografiar [historiar] o criticar. Antologizar es reunir, compendiar, entresacar [florilegiar], para situarnos en la ortodoxia histórica de la praxis.







Meleagro

Las antologías literarias publicadas en el país [hasta 1971] carecían del contacto, del diálogo entre el texto seleccionado y el recopilador [ese encuentro con la quintaesencia poética], en virtud de que eran recopilaciones antojadizas y elitistas que sólo satisfacían la mediocridad del antologador; el cual asumía un falso liderazgo crítico, otorgándose privilegios para seleccionar y dejar fuera de los compendios a escritores meritorios. Por eso, al quedar fuera de los registros e índices bibliográficos, esos escritores se convertían en desconocidos y se esfumaban de la historia. Así, las antologías se estructuraban como rejuegos mañosos, tramposos, entre peñas y cenáculos. Todo hasta La Narrativa Yugulada, de Pedro Peix [Alfa & Omega, 1971], una antología unigenérica [de narrativa corta] que compendia una selección que cubre cuarenta años de producción cuentística [1930-1970]. Y es justo que después de haber dicho hasta La narrativa yugulada, explique el porqué de una sentencia que podría parecer parcial, sobre todo para aquellos que habían incursionado en la crítica literaria interesada o en la antologización exclusivista, antojadiza y banal, porque es mejor parecer arbitrario y no vengativo o injusto.

Pedro Peix tuvo la osadía —es preciso decirlo— de organizar su antología con una carga de sentido histórico que abarca casi medio siglo de afanes narrativos, donde la espesura de las publicaciones y las precariedades políticas de las coyunturas abordadas pudieron convertir la recopilación en algo insustancial; pero Peix logró acometerlo. Podría, inclusive, hacer ver en Peix al antologador insatisfecho procurando resolver problemas de cotejos cronológicos y analogías. Sin embargo, ese gran esfuerzo tuvo resultado. Está ahí. Y al parecer no fue un trabajo final [anoto yo] para presentar al futuro literario nacional los resultados de esfuerzos colectivos en narrativa breve durante cuarenta años; aunque expeditó un camino investigativo que [estoy seguro] se vislumbra ahora más liviano, menos fatigoso, que el que se le presentaba antes al investigador literario que pretendía indagar un estadio tan vasto de expresividad comunicativa entre narradores breves dominicanos y sus receptores.

2

Varias preguntas siempre surgen cuando se presenta a los lectores una determinada antología: ¿quiénes figuran en ella?, ¿están todos los que debieran estar? Posiblemente esas interrogantes sinteticen lo que vendría a ser el tuétano de una recopilación genérica: los seleccionados. Respecto a esto, Pedro Peix sobredimensionó su antología tratando de abarcar un amplio trecho histórico donde el género narrativo creció progresivamente [sobre todo a partir de finales de los años treinta]; y lo explica con estas palabras: “En los últimos quince años, los cuentistas dominicanos han intentado asumir el torbellino fugaz y necesario de las corrientes literarias en un atropellado [pero justo] afán por reconquistar y colmar la tradición del vacío”.



Esto significa que Peix tenía conocimiento de los alcances de su propia generación —identificada a través de la intelligentsia que la representaba—, lo que requería un análisis separado de las otras. De ahí, que los nombres agrupados en esta Narrativa Yugulada debieron ser desmontados y ordenados, no sólo cronológicamente, sino en categorías cuya representación trascendiera la temática y la datación. Tal vez por eso, Peix no deseó ser incisivamente riguroso con los textos seleccionados. Parecería que su selección fue una respuesta meditada a otras antologías que no efectuaron una labor mesurada con los textos seleccionados ni con el período histórico en el que aparecieron las narraciones. Es lógico pensar que ese error radicó en un-pasar-por-alto la condición que debe representar el género literario seleccionado respecto al trecho histórico de su creación y la relación dialéctica con el tema; o sea, el empleo profundo del concepto en la apreciación crítica.

Los autores incluidos en La Narrativa Yugulada no fueron seleccionados [como en otras antologías que aparecieron con anterioridad] por capricho, parentesco literario, amistad, recomendación o participación en grupos; Peix echó a un lado esas monomanías discriminatorias que implicaban un rechazo o una ventaja personal. Por eso, desde Juan Bosch [que abre la antología] hasta Enriquillo Sánchez [que la cierra], se cubre lo mejor de la cuentística dominicana, y cualquier investigador literario encontrará en ella lo que ha sido la narración breve del país en un período histórico de cuarenta años [desde los treinta a los setenta].

Pedro Peix, como narrador, no deja a un lado su imaginación demiúrgica, capaz de tornar algún verbo sonoro —pero poco empleado— en espadilla simbólica para vertebrar alguna agudeza, algún comentario crítico hacia aquellos que han hecho de la literatura nacional un feudo de extravagancias y privilegios. El verbo yugular [detener algo con violencia, cortar de cuajo, etc.] lo ha empleado Peix como una hipérbole para denotar que a la narrativa corta del país se le cercenó casi con violencia a través del miedo y la censura. Por eso, Bosch escribió la casi totalidad de su obra narrativa en el exilio, sin el amargo y desquiciante peso de una dictadura sobre su espalda; mientras la mayoría de los escritores jóvenes antologados [como la Generación del 60] tuvieron que hacerlo bajo el acecho del espía o del censor.                                                                                              

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Los sobrevivientes de la dictadura que siguieron escribiendo junto a los que lo hicieron post-Trujillo-mortem, sin lugar a dudas estuvieron yugulados por la ausencia de una crítica capacitada y conocedora de la teoría literaria. De ahí, que salvo pocas excepciones, la narración breve dominicana y la poética en su conjunto no lograron reproducir los hitos sobresalientes de nuestra historia, limitándose lo mejor de esa literatura [sobre todo la narración] a evocar o ficcionar un folklorismo disfrazado de costumbrismo o imitar estilos importados. Peix, en La narrativa yugulada, traza y separa por ejes lo que afirma son “los tres eslabones del cuento dominicano”, pero no ahonda en los motivos ideológicos ni ontológicos que motivaron esos ejes.







Pedro Peix

El primero de los ejes Peix lo inicia en 1930 y lo extiende [con intervalos de silencio] hasta finales de la década de los 50]. El segundo de esos ejes Peix lo agrupa entre el breve período que siguió a la muerte violenta de Trujillo [1961] y la revolución de abril y guerra patria de 1965, que reúne umbilicalmente a los escritores premiados en los concursos de La Máscara. El tercer eje Peix lo ubica en 1970. Pero creo que por la ausencia de una estructura orgánica, esos ejes de la cuentística nacional no podían concentrarse así, porque el vacío aludido por Peix [extendido por varios años hasta la muerte de Trujillo] debió ser sometido a un juicio crítico capaz de desentrañar las causas profundas de ese silencio, de la misma manera en que el propio Peix explica el “interregno de breve esterilidad que siguió a los concursos de La Máscara” y que, según él, “constituyó la sustancia de la supuesta yugulación”. No obstante, en su antología, Peix recopila con honestidad cuarenta años de narrativa breve nacional, algo que es materia fundamental para el historiador literario.

Las narraciones recopiladas —no sé si publicadas tras conversaciones con sus autores— podrían representar la máxima expresión de los cuentistas, aunque tengo la sospecha que no, como en mi caso, que habría preferido la inclusión de alguna narración mía que hubiese escapado del solipsismo cargado de subjetivismo que me arropó durante los años 1966-68. Por eso creo que  esta antología debió ser ampliada, ordenando históricamente los prodigiosos relatos que evadieron la censura dictatorial y reprodujeron los trastornos sociales que nos apesadumbraron en medio siglo de existencia.

Sin embargo, para seleccionar las narraciones contenidas en su antología, Peix demostró algo que en nuestro país escasea y de lo cual Toynbee aconsejó a Occidente: paciencia [leer su monumental “Estudio de la historia”]. Paciencia para investigar y soportar los descréditos, paciencia para enfrentarse a los enemigos, y paciencia para leer. Pero quizás la paciencia que debemos cultivar con mayor vigor sea esa que envuelve las categorías, organizaciones y sistemas en los saltos de la historia y construye la cultura. Porque —es bueno apuntarlo— el resumen de una antología de narrativa breve, aunque aglomere un lapso de cuarenta años, forma parte fundamental de lo que somos.

Noviembre 27, 1981.

 

viernes, 8 de abril de 2022

LA NARRATIVA DOMINICANA EN BUSCA DE UNA SALIDA

La narrativa dominicana contemporánea en busca de una salida

Por Margarita Fernández Olmos [Brooklyn College, CUNY]


Margarite Fernández Olmos


La narrativa dominicana
reciente puede considerarse como una literatura de indagación por parte de autores que intentan captar, diagnosticar y analizar una realidad histórica en crisis. Como en otras culturas latinoamericanas, en la República dominicana el escritor cumple un papel importante en la delimitación y legitimización de valores que se identifican con la cultura nacional. Por eso, las novelas producidas después de la muerte de Trujillo, y particularmente las que surgen con posteridad a la frustrada revolución de abril de 1965 (cuando las tropas norteamericanas intervienen e impiden la cristalización de las aspiraciones constitucionalistas), toman una dirección introspectiva al buscar los motivos de la crisis actual. Comparte con otros países latinoamericanos el hecho de ser una «literatura de derrotados», según la definición de Ángel Rama:

   El periodo en que la acción sólo dejaba sitio para la consigna es seguido por otro en que la reflexión, la explicación, la reviviscencia de lo vivido, el testimonio del sufrimiento, se traducen en productos literarios… una comunidad se explica largamente y se reencuentra.

   Es una literatura de derrotados. Ya alguna vez se observó que las derrotas nos han dotado de obras tanto o más importantes que las victorias, quizás porque exigen un esfuerzo más tenaz y conducen a los límites mismos de la literatura. Una literatura de derrotados no es forzosamente una renuncia ala proyecto transformador, sino una parénesis interrogativa. La perspectiva desde la cual el escritor puede hablar dispone del mismo reposo indispensable y los sucesos pasados pueden percibirse ya conjuntamente, detectando su coherencia y su significado. Este periodo puede ser, artísticamente e intelectualmente, aún más proficuo que el representado por la anterior literatura militante[1].

   Dos novelas de este período, Sólo cenizas hallarás (bolero) (1980)[2], de Pedro Vergés, y Currículum (el síndrome de la visa) (1982)[3], de Efraim Castillo, nos ofrecen interesantes ejemplos de obras en las que la búsqueda de una salida —literaria, política y personal— organiza el discurso y las estrategias narrativas. A pesar de sus diferencias, ambas novelas tratan de un tema que, aunque presente en obras anteriores, ha cobrado interés en los últimos años, en vista de los cambios socioeconómicos del país: uno de ellos, el de la emigración/exilio. En los años sesenta y setenta aumenta la migración interna desde los campos a las ciudades y particularmente a la capital dominicana, como resultado del crecimiento de la población, la expansión de la industria liviana y el atraso agrícola; la emigración externa crece también enormemente, resultando en la «diáspora» dominicana estudiada por Hendricks y otros[4]. Mientras la gran mayoría de los emigrantes salieron por motivos económicos, es también cierto que, dada la situación de dependencia económica y la política de los países latinoamericanos frente a Norteamérica, la distinción entre exilio y emigración desaparece:

   El exiliado no es ya el ciudadano expulsado de la patria… sino el que abandonaba voluntariamente su tierra, a veces para evitar persecución, prisión o muerte, con más frecuencia para continuar su tarea propia en un país con condiciones más propicias… Vistas las raíces profundas de la masificación migratoria contemporánea, como la nueva concepción del exilio, se comprende que se esfumen las rígidas fronteras trazadas entre ambos fenómenos[5].

   En la República Dominicana y en otras islas del Caribe, sujetos a la alienación cultural constante del neocolonialismo, el exilio de la clase profesional y del intelectual o artista encierra motivos y características aún más complejas, como bien lo señala el poeta guyanés Jan Carew:

   El escritor caribeño es hoy una criatura en equilibrio entre el limbo y la nada, el exilio en el extranjero y la falta de una patria en su país, entre el pueblo por un lado y el criollo y el colonizador por otro. El exilio puede ser voluntario o puede ser impuesto por la fuerza de las circunstancias… El celo colonial del europeo hizo de los indígenas exiliados en sus propios países… El escritor caribeño, al irse al extranjero, busca, de hecho, poner fin a su exilio[6].


Pedro Vergés
Efraim Castillo

   Hasta ahora no se ha producido en la República Dominicana una amplia literatura de la experiencia de la inmigración, como en Puerto Rico; sin embargo, la influencia de los dominicanos «ausentes», la penetración cultural norteamericana y la siempre presente opción de la emigración como solución a los problemas individuales o colectivos, sí han sido explorados en la narrativa contemporánea. En la novela Currículum (el síndrome de la visa), por ejemplo, la alienación cultural del protagonista forma el meollo del asunto. Como en las novelas de Manuel Puig, la penetración del mundo cultural norteamericano a través de la cultura popular, y particularmente del cine y la televisión, margina al protagonista de la sociedad en que vive. Castillo parece compartir las ideas de Carlos Monsiváis: «We derive from dreadful and glorius movies. Against the unreality of our lives we have called upon the severe realism of dark theatres. We have based our world view on images»[7]. Desde el epígrafe —«nos venden sueños en Technicolor y a 525 líneas. Entonces, ¿qué más quieren?»— a las referencias constantes, en la novela, a artistas e imágenes de Hollywood, Currículum… atribuye la culpa de la situación social dominicana a su marginación cultural y económica. Esta idea es acompañada y subrayada por múltiples recursos literarios que siguen de cerca las técnicas cinematográficas y las del mundo de la publicidad comercial, que Efraim Castillo, como miembro de esa profesión, conoce íntimamente. Así, pues, el lenguaje es rápido y agresivo, con largos pasajes de juegos de palabras y mensajes cortos; Castillo intenta combinar el análisis histórico y la ficción con el discurso explosivo, persuasivo y, a veces, disonante de los medios de comunicación masiva.

   La trama de la novela refiere los problemas de Alberto Pérez, un intelectual que milita en un partido de izquierda, en su afán de conseguir lo que él considera la única salida a sus problemas económicos y personales: una visa norteamericana. La obra revela, a través de las palabras del protagonista, su rechazo, por un lado, de la política estadounidense, y por el otro, su fascinación por la cultura de ese país.

   Fíjate, si hubiese estado no-penetrado, habría escogido Venezuela, por ejemplo, o México, el mero México, o la Argentina… Pues, como te iba diciendo, escogí los EE.UU. porque Sí, porque me atraía todo (pp. 48-49).

   También comparte con Carew la idea del exilio en el Caribe como otra forma de la migración, ya que se trata de países dependientes de los Estados Unidos.

   ¿Qué somos nosotros, Boris? Una colonia. Aquí los norteamericanos mantienen parte de sus excedentes de capital financiero. Trabajar en publicidad, por ejemplo, aquí, es igual a trabajar publicidad allá. Cuando aquí se anuncia el aceite El Manicero se está anunciando un aceite norteamericano, porque la mayor parte del aceite que contiene una lata de aceite El Manicero se llena con aceite proveniente de allá, de los Estados Unidos. Y así sucede con casi todos los productos que consumimos… entonces, ¿qué más da trabajar aquí que allá, máxime si tengo una familia, incluyéndote a ti, que mantener, que levantar, que sacar a flote para que vea el derrumbe definitivo de este imperio que ya va para sus cien años? (p. 158).



   El protagonista, «un pequeño burgués intelectual» (como la mayoría de los escritores dominicanos), es un hombre idealista, individualista y honesto; es también machista y egoísta, y, por lo mismo, una figura anacrónica, destinado al fracaso. No nos sorprende verlo empujado inexorablemente hacia su propia destrucción sin haber logrado su meta original, sino descubriendo otra salida, aún más trágica, a su situación. La obra es una crítica y una autocrítica (Castillo se incluye como uno de sus personajes) de una clase social y de su concepción política y filosófica, cuyos «errores de apreciación histórica» pretende corregir.

   El recurso temático de la búsqueda de la visa ofrece numerosas oportunidades para desviarse del hilo narrativo y postular una serie de argumentos, que varían desde sus ideas sobre la historia dominicana, los errores de los partidos de izquierda, las relaciones entre los hombres y las mujeres y la creación artística, hasta la influencia de la publicidad. Sus reflexiones históricas, las más comunes, suelen representarse con palabras o frases cortas, episodios reconstruidos para producir ciertos efectos; se saltan vario siglos, se comprimen y se reducen a mensajes o slogans. Crea, así, una sensación de movimiento rápido, y como el lenguaje de la publicidad, deja una impresión duradera.

   ¿Adónde diablos piensas llegar? Bueno, no es adónde pienso llegar, sino dónde estamos. Hablamos de lugares, apacibles. Con ríos. Arroz. Plátanos. Condición de fuga. De fugar. ¿Transfugar? Ah, atravesar ka fuga. ¿Tránsfugas? ¿España?... La duración aquí. Los colonizadores en. Por. Para. Rajadura. ¿De abrirse una grieta? De rajarse: como Jalisco. ¿Espanto, quebranto, Lepanto? Todo junto: susto, enfermedades, cobardía. Las flechitas primero; ciclones, terremotos, después; los piratas, mucho después; el 63, Luperón y los otros, mucho-más-después (pp.11-12).

   El pasado en cañuelas doradas, como para reírse; el futuro en cañuelas (¿cómo las ponemos, compadre, negras?), bueno, dejemos las cañuelas del futuro para ponerlas en cañuelas doradas cuando sea posible y todo se contemple con la objetividad dialéctica con que nos tienen desacostumbrados. ¿Duarte? En cañuelas doradas, of course. ¿Sánchez? En cañuelas doradas, à bien tout. ¿Mella? En cañuelas doradas, ecco. ¿Lilís? ¡Eh, un momento, no me juegues con Lilís! ¿Oistessssssss? ¿Trujillo? ¿Qué es esto, un gancho… ganchitos a mí? ¡No me jodas! (pp. 78-79).

   Las teorías no se limitan a las del protagonista; su encuentro imprevisto con un remador elocuente le sorprende con un discurso sobre el proceso histórico en la República Dominicana.

   ¡Paranoia! ¡Esa es la palabra! Creo que es algo histórico, algo que está latente y que posiblemente crezca con todas las frustraciones que les acontecen. ¿Desde cuándo viene todo? ¿Desde Sánchez Ramírez? ¡No, desde más atrás! Tiene que vere con el abandono de España… ¡no, desde antes! Tiene que ver con el exterminio de los indios, con el cruce con los negros, con los ataques piratas, con los ciclones y terremotos, con el crecimiento de la parte francesa, con la independencia efímera, con la dominación haitiana, con las cuitas de Duarte, con la anexión de Sanana, con los líos de Luperón, con Báez, con Lilís, con Mon Cáceres, con la intervención del 16, con la autonecesidad de Horacio, con la subida de Trujillo, con los desembarcos fallidos, con el propio ajusticiamiento de Trujillo que la CIA piloteó y, ahora, ahora recientemente, con la caída de Bosch y la muerte de Tavárez Justo. Eso es lo que deseo que entienda, no es cuestión de acechar a quién, sino de quién acecha a uno (p. 91).

   Las referencias a personas e incidentes del mundo dominicano son inaccesibles al lector no familiarizado íntimamente con esa realidad. El protagonista menciona, en varios lugares, por ejemplo, a los escritores de los años sesenta que abandonaron la literatura y, según él, las ideas progresistas para integrarse al mundo comercial y lucrativo de la publicidad. Uno de los personajes de la novela, Monegal, tienta a Pérez con los beneficios de su empresa publicitaria, pidiéndole que trabaje con él y deje la lucha política y sus planes de emigrar. Para Pérez, un padre de familia, la tentación es grande; sin embargo, rechaza la oferta y aprovecha la situación para criticar a los artistas (incluyendo al autor mismo) que no fueron firmes en sus propósitos.

   —Ahora es que este negocio se pondrá bueno, Beto. Es tu oportunidad para entrar en él. Antes de la revolución entró Efraim Castillo. Tú tienes más talento que él, vales más que él, a pesar de que ambos son individualistas. Estamos tentando a otros. René del Risco. Iván García. Ellos valen, Beto. Proceden de partidos de izquierda, del teatro… Lo observaba en los ojos; le mencionó la deserción de Castillo hacia la publicidad, sacrificando su talento, su amor a la revolución; le habló del futuro enganche de René, de Iván, de Miguel Alfonseca—. Hay que entrar en órbita, Beto. Antes de la revolución te ofrecía una sociedad; ahora te ofrezco un empleo (p. 200).

   Si las alusiones, en la novela, a personajes de la realidad dominicana limitan su público lector y la convierten en una obra «marginal», también hay que destacar que uno de sus temas básicos es la dominación cultural, y, como tal, su propósito fundamental es el de declarar la singularidad de la cultura dominicana frente a la impuesta. Reconoce, pues, la tarea imprescindible de enarbolar un sentido de la cultura que valorice lo específico y original de cada uno de los países latinoamericanos, sin ignorar lo que tienen en común. Es una situación que guarda relación con las ideas de Ángel Rama sobre el nuevo regionalismo en América Latina:

   Si el factor histórico puede ser bastante semejante en las diversas regiones interiores latinoamericanas, en la medida en que responde a la pulsión universal de la hora, a los niveles adquiridos por las metrópolis externas para su penetración ecuménica, en cambio la composición cultural regional manifiesta una alta especificidad y una particularidad que difícilmente se rinden a las taxonomías que proponen sociólogos o economistas… Lo original de cualquier cultura es su misma originalidad, la imposibilidad de reducirla a otra, por más fundamentos comunes que compartan[8].

   La lucha del protagonista por salir de la marginalidad impuesta por la sociedad en que vive puede compararse con los intentos de la narrativa dominicana contemporánea de encontrar una salida al aislamiento impuesto a las literaturas de la «periferia», tanto por su relación de dependencia con Norteamérica, como con la que mantienen con los grandes centros culturales hispanoamericanos, que ignoran, en gran parte, su producción. La justa lucha, por parte de los países pequeños y marginados, de reclamar el lugar que les corresponde dentro de la tradición literaria hispanoamericana, se asemeja a la de las «regiones internas» o culturas tradicionales frente a la cultura de las grandes urbes: ambos casos implican la defensa y afirmación del discurso tradicional o local, sin caer en lo estático o defensivo. Escribir una obra de aceptación universal, sin renunciar a lo particular y propio, supone un equilibrio similar al requerido por las culturas nacionales frente al impacto modernizador: «La modernidad no es renunciable, y negarse a ella es suicida; lo es también renunciar a sí mismo para aceptarla»[9]. Y aunque la marginalidad del intelectual, el neocolonialismo y el imperialismo cultural no son temas exclusivos de la República Dominicana, relacionarlos con lo específico del mundo dominicano excluye pretensiones universalistas, particularmente al recordar que un aspecto importante de la obra es el de definir, aceptar o rechazar los valores nacionales que condujeron al país a su estado actual.

   ¿Sería Trujillo una síntesis dialéctica? Trujillo resumía todos los vicios y virtudes de nuestro país. Mujeriego, parrandero, amante de los caballos y bebedor. Se acostaba temprano y se levantaba con el alba. Buen amigo de los amigos y enemiguísimo de los enemigos. ¿Qué hubiese sido de Trujillo de haber nacido en una sociedad más avanzada? En la alemana, por ejemplo. ¿Hubiese sido igual que Hitler, o que Mussolini, de haber nacido en Italia? De Trujillo estar vivo, en buena salud, joven, habría dado un golpe de estado con la situación actual. Y entonces la gente caminando por ahí como si tal cosa; la gente yendo y viniendo con sus penas a cuestas, con sus alegrías recortadas como el presupuesto doméstico, todo en rojo (p. 141).

Al enumerar los «vicios y virtudes de nuestro», que, según el protagonista, reunía Trujillo, se nos hace difícil distinguirlos en vista de su propio comportamiento y los recuerdos de su amigo Vicente:

   Él, Beto,  era como parte de esta tierra. Un raro, sí. Pero parte de esta tierra. El mixturizaba todo: mulato, cobarde, valiente, mujeriego, no-jugador, pero creyente de las cábalas… No, él sabía que jamás saldría del país (p. 323).    

   Si el ser mujeriego es considerado una virtud (y ¿por qué no llamar entonces a Trujillo un abusador en ese contexto), Beto Pérez es un virtuoso ejemplar. Desde el comienzo del libro, cuando sale de la cárcel, hasta su muerte, tiene múltiples relaciones con mujeres, que lo aceptan sin condiciones, incluyendo a su esposa, a quien golpea y maltrata sin remordimiento:

   ¡Ay, si la vieras a mi mujer, Isabel! Posiblemente no la  reconocerías. Ha cambiado terriblemente, hace lo que yo quiera y creo que ése ha sido el éxito de mi matrimonio y de todos los matrimonios que han durado sobre la faz de la tierra: que la mujer obedezca al hombre en todo… Pues ella me aguanta golpes, pero no golpes sádicos de mi parte, sino golpes debidos a la situación… todos estos cariños se deben, indefectiblemente, a que hay de por medio la cuestión del puchingbag, el asunto de las aguantaderas sin la cuestión de la liberación por el medio, porque, ¿crees tú que el hombre y la mujer son iguales? ¿En el cerebro? Tal vez algo. Pero, ¿de verdad lo crees? (pp. 162-165)

   Y si la penetración cultural lo obsesiona, también la penetración sexual juega un papel fundamental y casi exclusivista en sus relaciones con mujeres, que suelen ser un estorbo o desvío de sus metas:

   Y la palabra penetración le huele a la humedad vaginal de Julia. Entonces Pérez consigue una erección de apoteosis, de película en technicolor y abre la cremallera del pantalón, saca el falo y se lanza sobre Julia, que emite un chillido de placer, igual al de miss Ramírez en la mañanita (pp. 24-25).

   De la poca estimación que tiene hacia las mujeres no se escapa ni la figura de la india Anacaona —la única figura femenina que destaca—, pues en el cuadro imaginario que se inventa del país la coloca «a la mítica, ¿tetuda?, buenahembra y esplendente Anacaona levantándose su falda de penca-e-coco y enseñando un cachito de sus bronceadas nalgas, y entonces, ¡lo sensacional, lo sabroso!: unas cañuelas doradísimas» (P. 79).

   La actitud del protagonista con respecto a las mujeres refleja, en parte, sus propios «errores de apreciación histórica», y es obviamente una crítica del autor revolucionario pequeño burgués, cuyos resabios machistas lo arrastran hacia posiciones inadecuadas. Así, también, el final de la obra, donde Beto debe decidir entre traicionar sus principios para obtener la visa o mantener sus posiciones, revela la idea de que, para haber cambios en el país, los valores representados por un Beto Pérez deben, como el mismo personaje, eliminarse. Pérez se cita con el cónsul norteamericano y, recordando escenas históricas de las relaciones de poder entre los EE.UU. y la República Dominicana (infiriendo que el conocimiento histórico conlleva la acción política), mata al cónsul y se suicida. Es el acto de un mártir, a la vez heroico, desesperado e inadecuado a las necesidades revolucionarias del país.

   La ironía, como recurso narrativo, se revela de dos maneras fundamentales al final de la obra: la social y la personal. La ironía social se aprecia en las entrevistas con los amigos y familiares de Pérez, donde observamos que sólo con su ausencia pueden crecer y cambiar ciertas personas a su alrededor, las mujeres, su esposa y su hija, quien dice que su padre «fue parte de un presente que se extingue; un presente que no será pasado tumultuoso, estúpido, como el pasado que vivimos en este presente» (p. 333). Apreciamos también la ironía personal del protagonista, cuya búsqueda por la integridad resulta en el reconocimiento de ser un «obsoleto» social, destinado a desaparecer; y el hecho de que sólo con su muerte pudo asegurarse, después de dedicar tanto esfuerzo en buscar una salida, el fin de su exilio y la residencia permanente en su tierra.  




[1] «Founding the Latin American Literary Community». Trad. De Pamela Pye, en Review, 30 (septiembre-diciembre 1981), p. 13. Le agradezco a Luis Harss el haberme facilitado la versión original de este ensayo.

[2] Valencia: Editorial Prometeo, 1980. En adelante citaremos por esta edición.

[3] Santo Domingo: Editora Taller, 1982. En adelante citaremos por esta edición.

[4] Cfr. Glenn C. W. Ames y Tom Sprouse, «Internal Migration and Unemployment in the Dominican Republic», en Revista/Review Interamericana, XI, 3 (otoño 1981), pp. 387-398; Glenn Hendricks, Los dominicanos ausentes: un pueblo en transición, trad. De Eduardo Villanueva (Santo Domingo: Editora Alfa y Omega, 1978).

[5] Rama, op.cit., p.11, nota 1.

[6] «El escritor caribeño y el exilio», en Casa de las Américas, VIII, 105» (noviembre-diciembre 1977), p. 38.

[7] «Pop cultura and Literatura in Latin American», trad. De Lydia Hunt, en Review, 34 (enero-junio 1985), p. 12.

[8] Transculturación narrativa en América Latina (México: Siglo XXI, 1982), p. 97.

[9] Rama, Transculturación narrativa…, p. 71.

jueves, 24 de marzo de 2022

CLIVAJE

 PARTIDO O CLIVAJE

 Por Efraim Castillo

Uno de los males detestables y perniciosos que se heredó del trujillismo (y digo trujillismo porque no me atrevo a decir otra cosa) fue aquella desgraciada circunstancia sine qua non de que todos los movimientos sociales dependían de una sola persona: de Trujillo como alter ego del país, de Trujillo como un macho alfa sin cuya presencia no podía realizarse nada; algo que equivalía al ejercicio de un paternalismo llevado al tope, al paroxismo, a la conversión del líder en un hombre-síndrome bajo el cual se consustanciaban todos los fenómenos admisibles y encomiables; todas las virtudes y bonhomías del discurso histórico dominicano. Por eso, la comunicación oficial de la dictadura (propaganda, publicidad y relaciones públicas) se manejaba desde dos altares: la oficina privada del Benefactor en el Palacio Nacional y el poderoso Partido Dominicano.

 Trujillo usó la vertiente ideológica de la comunicación social como una manera de enaltecer y mantener vivo su nombre, su obra, sus maquinaciones; todo como una estrategia para fundar su mito. Y ese eficaz poder de persuasión arrastró hacia su sistema propagandístico el merengue, el paisaje dominicano, nuestra palma endémica (la roystonea regia), todo lo que se identificara con lo nacional, con la finalidad de doblegar la sustancia de lo vernáculo hacia la dictadura. Y con esa finalidad construyó el Partido Dominicano, la estructura de dirección ideológica para aglutinar lo que sería su pensamiento, su ideología; una organización similar al Partido Fascista Republicano fundado en Italia por Mussolini, en 1921.

 Ya a comienzos de los cuarenta Trujillo no sólo representaba al país: él era el país, un líder conceptualizado a través de una simbología machacada durante diez años, en donde la capital y múltiples ciudades y provincias llevaban su nombre, así como estatuas, fotografías, monedas y billetes de banco recién lanzados representaban su figura. Los merengues, carabinés, mangulinas y pambiches arropaban musicalmente sus ejecutorias y llenaban nuestros hogares. Y debe saberse: nada de esto hubiese podido hacerse sin el Partido Dominicano, el guardián ideológico de la dictadura. Trujillo sabía que el partido político es la base desde donde se consolidan las hegemonías y sus programas.

Esto debería tenerlo en cuenta Luis Abinader, cuyo partido navega actualmente por aguas muy diferentes a la suya; precisamente las mismas aguas que llevaron al PRD al clivaje, a esa fisura que lo escindió, empequeñeciéndolo y dando vida al PRM, que es ahora su partido. Y sería bueno entender que si el clivaje del PRD tuvo como base un elitismo político dentro del propio partido (escenificado entre Miguel Vargas e Hipólito Mejía), el cual desfiguró el concepto hegemónico construido por Juan Bosch y continuado ad libitum por José Francisco Peña Gómez, el que se avecina en el PRM —si Abinader no es lo suficientemente inteligente para darse cuenta—, se motivaría por una falta de capacitación política en su liderazgo interno, que se muestra incapaz de ejercer una eficaz labor de dirección, creando así un vacío doctrinario que está ocupando la cúpula empresarial.

domingo, 20 de febrero de 2022

YELIDÁ DE TOMÁS HERÁNDEZ FRANCO

 Yelidá

Por Efraim Castillo

(El lenguaje es pues la posibilidad de la subjetividad, por contener siempre las formas lingüísticas apropiadas a su expresión, provocando el discurso la emergencia de la subjetividad —Émile Benveniste: Problème de linguistique générale, 1966)

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Un pariente de Tomás Hernández Franco (1904-1952) me confesó en los años setenta que el poema Yelidá (El Salvador, 1942) fue creado para dedicárselo a la madre de Rafael Trujillo, Altagracia Julia Molina Chevalier (1865-1963), a quien todos llamaban Mamajulia y los limpiasacos del régimen bautizaron como Excelsa Matrona. Pero que, al releer Hernández Franco el poema y comprender la magnitud y trascendencia histórica del sujeto poetizado con el nombre de Yelidá, desistió de su intención. La verdad es que no sé si este relato sobre Yelidá es verídico, pero por los antecedentes de la mencionada Excelsa Matrona, por cuyas venas circulaba sangre española por parte de los Molina y sangre africana procedente de Haití por parte de los Chevalier, no parecería descabellado concebir que el poema Yelidá tiene ciertos nexos con la mulatez de la madre del dictador. Tampoco es descabellado intuir que al desistir de la dedicatoria, Hernández Franco enriqueció el poema, incorporándole la simbología concerniente a todo lo que la teogonía santera haitiana envuelve y anexándole trazos de la mitología escandinava, creando así una excepcional totalidad metafórica entre lo binacional, por un lado, y la mulatez, por el otro.








Tomás Hernández Franco

Muchos cronistas literarios se han detenido en la mulatez imbricada en el poema de Tomás Hernández Franco, no como una categoría histórica de la aventura colonialista, sino como categoría racial, lo cual elimina dos de los continuos creados por el poeta en su epopeya: el sincretismo y la transculturación, aún desarticulando el poeta la esfera binacional de la isla, al involucrar a Haití como una totalidad insular. Es bueno señalar que Hernández Franco había servido en Haití como diplomático y tenía conocimiento de que el mulataje haitiano no constituía una categoría histórica; o sea, una simbiosis etnosocial productora de cultura, debido a su condición de minoría, y que el mulataje, en tanto categoría social, era (es) una realidad en nuestro país. Una pequeña revisión en nuestros archivos podría comprobar los héroes, villanos, presidentes, escritores y generales dominicanos que han sido (y son) mulatos. Hernández Franco también sabía que el asentamiento poblacional nacional no se había efectuado desde Escandinavia, sino desde España.

Pero, ¿podía aportar España el halo mitológico de Escandinavia? Claro que no. La permanencia de las viejas sagas (sobre todo aquellas islandesas provenientes de los Siglos XII, XIII y XIV, aún sin la contaminación caballeresca de las de los Siglos XV y XVI) a través de la oralidad, debió servir de motor a Hernández Franco para la posibilitación de su relato poemático, inmerso por completo en la epopeya. Y para reforzar mi tesis, debo señalar que el poeta no inmiscuye en el texto el adjetivo sustantivado mulata para conceptuar el resultado del amor de Erick y Suquiete, los sujetos líricos de un proceso pluriétnico convertido en historia a través del mito.

2

(Escucha mundo blanco / los salves de nuestros muertos / Escucha mi voz de zombi / en honor a nuestros muertos / Escucha mundo blanco / mi tifón de bestias salvajes. —René Depestre: Cap’tain Zombi, 1967)

Y aquí, entonces, descansa la incursión de lo más negro de lo negro en lo más blanco de lo blanco: Suquiete y la extraordinaria morbidez sensual de sus dioses, y Erick y la inquietante frágil palidez de sus gnomos (interpretados metafóricamente por Hernández Franco como liliputienses). 

De ahí —no puede encerrar la menor duda— que Yelidá no referencia un canto o una epopeya al mulataje, sino a la categoría histórica de una mixtura multinacional, estructurando una metáfora sobre lo binacional, cuyos resultados evade lo que René Depestre enuncia como "el papel terrorista, escandalosamente desagregador, que en nuestros países ejerce el dogma racial, tanto bajo sus formas negrófobas como bajo los más refinados disfraces" (Depestre: Saludo y despedida de la negritud. África en América Latina, 1977), que Hernández Franco implica mediante el artificio de una reproducción que se disuelve en la anécdota teogónica, reimplantando a través de lo sensual un mentís a los exégetas de la negritud en tanto que ideología-estandarte del complejo de inferioridad antillano.

Yelidá se publica en 1942, aunque podría ser que el goce evocativo para su producción viniera de más atrás, y esa fecha debe recordar el estado de guerra de Europa y las persecuciones raciales implementadas por los nazis. Es decir, el tema racial —sobre todo la expresión raza pura— era un principio, un concepto debatido diariamente. Claro, ni el doctor Alfred Rosenberg, el ideólogo mayor de la política racial hitleriana, ni los demás ideólogos del ario-nazismo, podían comprender que cualquier teoría racial evade la responsabilidad histórica de una lectura sobre la especificidad humana y reduce las contradicciones de clase a la pigmentación de la piel, apoyándose en mitos y odios. Este marco histórico, en el que la persecución racial alcanzó su pico frenético, debió propiciar que Hernández Franco ubicara en el ser hiperbóreo —el humano con más blanca pigmentación de la piel— el opuesto de madame Suquiete, la negra haitiana descendiente de esclavos.

Desde luego, Hernández Franco no reduce a un esquema de pigmentaciones el escenario del poema. Erick es un proletario escandinavo: “En el más largo mes del año había nacido / en la pesquera choza de brea / y redes salpicada casi por las olas” (versos 5 y 6 de Un antes—, Yelidá, p.8, tercera edición por Biblioteca Taller, Santo Domingo, 1975); y Suquiete es una muchacha virgen guardada por la celestina mamaluá Clarise para un gran postor: “Madam Suquí había sido antes mamuasel Suquiete / virgen suelta por el  muelle del pueblo / hecha de medianoche a toda hora / con hielo y filo de menguante turbio / grumete hembra del burdel anclado / calcinada cerámica con alma de fuente / himen preservado por el amuleto de mamaluá Clarise” (versos del 54 al 61, Otro antes, p.20).

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(¡Oh, vellón, rizándose hasta la nuca! / ¡Oh, bucles! ¡Oh, perfume saturado de indolencia!... —Charles Baudelaire: Las flores del mal. 1857)

Al no apoyar su proyecto poético basado en las pigmentaciones de la piel —algo groseramente racial—, Hernández Franco posibilita la unión Erick-Suquiete en una afinidad de clases y soledades, uniéndola a las contradicciones culturales como apoyatura estructural, condicionante para su lectura histórica, lo que le permitió organizar voz, palabras y el material rítmico de la saga, sostén esencial de la vertiente teogónica del propio canto y vínculo protagónico entre lengua y sujeto.

Habría que anotar, desde luego, que la atadura de Erick a Suquiete (“entre accesos de fiebre / escalofríos y palideces (tomando) quinina en grandes tragos de tafiá / para sacárse(la) de la carne”) pudo responder, como reproducción de una intención, a la ridiculización de lo hiperbóreo en tanto que carne y huesos comunes, desagregando todo ese übermensch que la alegoría nazi introdujo en su estrategia propagandística y reservando para lo teogónico, es decir, para lo metafísico, la imaginación, la verdadera lucha de la apoyatura epopéyica. Entonces, el marco histórico debió influir poderosamente sobre Hernández Franco en aquella coyuntura de comienzos de los cuarenta para producir Yelidá, contando el poeta a la hora de su edición 38 años.

Entre los factores mitológicos abordados por Hernández Franco entran, cómodamente, los racionales e irracionales, a pesar de que toda mitología —de por sí— suele ser absurda. Por un lado, el poeta introduce el cristianismo: “rezaba en la catedral por su hombre rubio”, verso 53, p.19; “y muy pronto los casó el obispo francés", verso 74, p.22; "y Erick murió un buen día entre Jesucristo y Damballá-Queddón”, verso 81, p.23.

Asimismo, Hernández Franco introduce lo infinito: "Y el dios que enmaraña las  raíces y las empuja fuera de la tierra", verso 111, p.30; acude a la repartición del  poder elemental: "los liliputienses (gnomos) dioses infantiles de la nieve", verso 127; "los dioses de algodón y de manzana", verso 134, p.37; "los hiperbóreos duendes del trineo y del reno", verso 138, p.38; "los dioses de leche y nube con  el sexo de niño", verso 157, p.41; "...dios negro del atabal y la azagaya (Wangol)", verso 159, p.42, etc.).

Todo ajustado perfectamente a los factores mitológicos y respetando las relaciones secretas que François Cheng enuncia “como un sublime aliento que las anima” (Cheng: La escritura poética china (2007).

Por otro lado, Hernández Franco conduce lo mitológico hacia la magia negra ("y cambió el amuleto de mamaluá Clarise / por el corazón de una gallina negra", versos 71 y 72, p.22; "mientras en la montaña el Papaluá Luipié / cantaba  el Canto de la Guinea y bebía la sangre de un chivato blanco", versos 75 y 76, p.22); y hacia la cumbre de la teogonía del vudú (Damballá Queddó, Wangol, Badagris, Agoul, Ayida-Queddó, Legbá), cuyo desafío a los dioses de la mitología occidental sobresalta, subvierte y conduce hacia lo subjetivo la mixtura multinacional propuesta en el poema.

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(Mujer desnuda, mujer oscura / Fruto maduro de carne firme / extasiadas sombras del vino negro / boca que hace lírica mi boca Léopold Sédar Senghor: Cantos de sombra, 1945)

La estructura de Yelidá consta de seis cuerpos: Un antes, Otro antes, Un después, Un paréntesis, Otro después y Un final, estructurados secuencialmente y de acuerdo a los vaivenes reflexivos del poeta. El primer cuerpo, Un antes, responde a lo que en cinematografía se conoce como flash back; o sea, una analepsis, una vuelta atrás en la vertebración del poema para relacionar lo vivido —o imaginado— con la realidad, lo actual, el presente, a través de un ritmo paradigmático donde el ayer y el hoy se entroncan, construyendo una unidad. A ese Un antes, Hernández Franco le anexa Otro antes, un ordenamiento simbólico del resultado histórico: Yelidá, que es la síntesis de un proceso biocultural que alcanza la categoría histórica. Un después representa el verdadero inicio del relato y Había una vez inmiscuye un a posteriori de la totalidad insular, descartando la figura que recrea René  Depestre sobre el plancton racial (Melville J. Herskovits: The Myth of the Negro, 1941).

Tampoco es fortuita la intención de Hernández Franco de hacer funcionar el relato mediante la tercera persona, bifurcada entre lo referencial (Un paréntesis) y lo fáctico (Otro después y Un final), posibilitando metáforas que se anexan a lo teogónico y que el poeta involucra en el corpus, algo sólo empleado en los productos poemáticos nacionales por accidente. Hernández Franco construye, además, planos alternos dentro de las esferas de acción: “Le había caminado entre las cejas rubias" (verso 23, p.10); "En un anual calafateo de lanchas / llamas estopa y brea" (versos 24-25, p.11); “…en lengua que no podía ser noruega y que ponía / en el pulso de viento de Erick pequeños remolinos” (versos 37-38, p.13); "A los veintidós años Erick tenía la mirada gris azul" (verso 38, p.14); etc. Todo para implementar en el ordenamiento de las imágenes un sistema de decodificación instantáneo, capaz de mantener al lector u oidor atado al relato, tal como en las viejas sagas vikingas, donde la dinámica del ritmo estructuraba la creación del mito.

Objeto poemático capital dentro del contexto histórico de la producción literaria del país, Yelidá reafirma la noción del mulataje como una categoría histórica, desechando las posiciones ideológicas de aquellos investigadores que han deseado encontrar en lo racial una basa folklórica, estática, petrificada, de la llamada herencia negra; desvinculándola de su rol en la lucha social y su aporte en la configuración de nuestro sincretismo y nuestra simbiosis. Otra sustancia que se mueve en Yelidá es el alejamiento del criterio antropológico de una supuesta inferioridad o superioridad étnicas, ya que, al abordar el camino de lo mitológico, el poeta vertebra hacia la epopeya la especulación de lo sensual como argumentación.

Por eso, Yelidá viene a ser la producción fundamental en una coyuntura histórica particular y un canto cardinal respecto a lo devenido como historia.

 

miércoles, 29 de diciembre de 2021

PERDONAER SIN OLVIDAR

 Perdonar sin olvidar

Por Efraim Castillo

El año 2022 está frente a nosotros con grandes oportunidades para practicar el perdón, un ejercicio que, desde luego, no nos obliga a olvidar, ni a dejar de lado el ethos perdido en los dieciséis años de gobiernos peledeístas, donde una pandilla de malhechores asaltó el Estado y dio rienda suelta al soborno, robo, nepotismo, prevaricación, engaño y todas las perversiones que es posible perpetrar desde un poder descontrolado.

Pero el perdón no puede amañarse desde un nefasto borrón y cuenta nueva que tanto daño ha hecho al discurso político dominicano; y de ahí, a que habría que preguntarse como Jacques Derrida, “¿qué perdonar y por qué?, si el  perdón es, en cierto sentido, incompatible con el olvido; precisamente porque aquello que es borrado, reprimido y olvidado nunca puede llevar al perdón; y una ofensa pasada sólo puede ser perdonada si permanece inscrita en la memoria sin ser olvidada” (Entrevistado por Michel Wieviorka en Monde des débats; diciembre, 1999).

 Jacques Derrida

Yo creo en ese perdón instaurado por Jesús, que se ha trasformado en el más extraordinario de los reciclajes humanos. El perdón proyecta lo mejor de nosotros, nos libera y nos acerca más a nosotros y a los otros. Al perdonar nos volcamos sin tapujos en un desborde de alborozo, en una fiesta en que espíritu y carne se funden y se acoplan, convirtiéndonos en materia de ángel.

Perdonar, más que un arte, es la extracción de una fibra inmensa que llevamos dentro y aletea cuando nos dañan, bloqueando esa otra fibra insana que llamamos odio. Mientras el perdón es luz, el odio es oscuridad y temor. Y ambas fibras pueden definir el ethos y lanzarnos a la historia de manera diferente, como a Nerón o Calígula, que sucumbieron frente a las venganzas; o como a Jesús, que abogó y murió por perdón y amor.

 Retrato de Jesús

La historia de cada civilización se ha definido por esas dos fibras: las civilizaciones del odio, del ojo por ojo y diente por diente, y las que han heredado el perdón de labios de Jesús, enriqueciendo nuestras vidas y lanzando nuestros corazones hacia los júbilos. Así, nuestra materia de ángel aguarda tan sólo por la decisión de nosotros saber valorarla y utilizarla en los momentos precisos: como Juan Pablo II frente al hombre que atentó contra su vida y por el que oró cada mañana; como Juana de Arco sonriendo con amor a los que la llevaron a la hoguera; como Magali, mi hermana, perdonando al orate que la agredió a golpes. El ejercicio del perdón es tan simple, tan tenue, que desde que nacemos podemos ejercerlo. Comienza con una sonrisa, con los brazos abiertos, con los ojos humedecidos de amor y un corazón palpitante. Luego, las palabras siguen y los estremecimientos brotan espontáneos.

Sí, creo en el perdón, el más extraordinario de los dones humanos, la más rica herencia de Jesús, la única señal posible de que dentro de cada hombre y mujer vibra esplendente una materia de ángel.