Meditación Alrededor de SÚMMUM, Un mural de Ramón Oviedo
1. Introducción: el
mural como conciencia
Tengo un amigo que no cree para nada en
la pintura mural, y yo, que considero a la muralística como al padre y la
madre, no sólo del arte, sino también de la escritura y de todo aquello que se relaciona
con la actividad lúdica, me he desgañitado tratando de convencerlo de su
maravillosa importancia en la evolución del hombre.
—Escucha —le dije a mi
amigo en cierta ocasión—, ¿te imaginas lo que hubiese sido la cueva del
troglodita sin la narración de una cacería, o sin la fabulación de un encuentro
tribal, o, inclusive, sin que en sus muros aparecieran las estrellas?
Mi amigo, sin preámbulo
alguno y muy rápidamente, me respondió:
—Nada, Efraim, no hubiese
pasado nada, porque la curiosidad humana habría compensado esa actividad.
Al escuchar su respuesta, sonreí, ya que,
regularmente, los historiadores (mi amigo es historiador) evaden la
responsabilidad del arte en la evolución del hombre, porque tienen la costumbre
de confundir la antropología con la arqueología y, por lo tanto, echan a un
lado los espacios de hartazgo y ocio vividos por los clanes primitivos, cuando
fueron obligados —por cuatro enormes glaciaciones y tres ínter-glaciaciones— a
convertirse en carnívoros, un fenómeno que tornó más lenta la digestión,
permitiéndoles realizar intercambios alejados de la cacería y la recolección y,
por ende, abrirse hacia la sociabilidad. Este ocio, al que los griegos, 30 y
tres mil años después respetaron y glorificaron, fue el que permitió al ser
humano su crecimiento cerebral, el cual aumentó, de 250 o 300 cc a los mil 400 o mil 500 cc —en un lapso de
dos millones de años—, que es el tamaño actual del cerebro humano, ya que
nuestra capacidad craneana ha permanecido igual desde el paleolítico superior,
creciendo tan sólo esa acumulación memorial que se inicia desde los modos de
producción olduvaiense, del África oriental, hasta el auriñaciense, de Europa.
Los murales de Altamira, Lascaux, Cro-Magnon y las demás cuevas, prueban que
gracias a esa actividad didáctica, testimonial y lúdica, pudo el ser humano
establecer un hábitat sedentario, quieto, apacible, logrando estructurar
sistemas, no sólo económicos, sino con correlatos hacia la sistematización de
la plástica, algo que no sucedió con aquellos homo sapiens sapiens cuyos clanes prefirieron las migraciones y la
vida nómada. Fue por esto que expliqué a mi amigo que los murales prehistóricos
sirvieron para fomentar las urbes, las naciones creativas y, sobre todo,
para estructurar los códigos que nos han
acercado a la divinidad, ejerciendo esa «mutua pertenencia» entre hombre y ser, esa Ereignis de Heidegger, o singulare tantum de Heidegger[1],
en donde los cuerpos sociales se entretejen para formar una unidad, no tanto
por lo mutuo como por la pertenencia misma, proponiendo la posibilidad de que el
hombre es dado en propiedad al Ser y
el ser, por su parte, ha sido atribuido en propiedad al hombre[2].
Los murales fueron las piezas fundamentales del
llamado Arte Rupestre, y eran producidos en zonas muy específicas y aisladas
dentro de las cuevas, esparciéndose alrededor de nichos que albergaban, en el
menor de los casos, a más de 300 individuos y que, por lo regular, tenían tres
funciones básicas:
a) la didáctica, ya que la pintura mural
reproducía lo que su creador (tenemos
que llamarlo así), deseaba enseñar a los niños y jóvenes del clan, dando paso a
lo que, más tarde, fue recogido por los sumerios en tablillas de diferentes
tamaños con trazos cuneiformes y, luego, por los egipcios como jeroglíficos, y
que no fueron más que caracteres escriturales en el que los signos eran,
precisamente, figuras representando objetos;
b) la narratológica, ya que, en esencia,
deseaban dejar a la posteridad una memoria, una huella de sus vivencias. Los
murales auriñacienses estaban compuestos de grabados o petroglifos, de pinturas
o pictografías, y de grandes figuras o geoglifos (términos éstos aprobados por la
Comisión de Terminología del III Simposio Internacional Americano de Arte
Rupestre, realizado en 1973, en México); y
c) la lúdica, ya que los murales constituían,
más allá de la simple decoración, una consecuente ambientación del hábitat.
2. Importancia del mural
Joan Miró dijo una vez que "el arte está en decadencia desde la cueva de
Altamira" y si se razona, si se medita profundamente alrededor de este
enunciado, podríamos sacar algunas verdades estremecedoras, ya que fue allí, en
ese interregno de 25 mil años caminados lentamente por el hombre entre el
paleolítico medio y el superior, donde nació la primera señal de modernidad, y
fue allí, también, donde el hombre definió el saber, abordando los fundamentos
del concepto, definiendo los criterios y, sobre todo, relacionando el
conocimiento con los objetos; es decir, que allí, en esas cuevas adornadas por
inmensos murales, fue donde nació la epistemología.
Elie Faure, en su Historia del Arte, funda aquella
creatividad auriñaciense como un sistema de relaciones y un sistema sintético
(que siempre) busca el sentimiento
esencial (ya que) cualquier imagen es un resumen simbólico de la
idea que se hace el artista del mundo ilimitado de las sensaciones y de las
formas, una expresión de su deseo que pone de manifiesto en la escultura, el
bajorrelieve, el grabado y las pinturas...[3]. Y yo creo firmemente que ese,
y no otro, ha sido el sistema de relaciones que ha motorizado al hombre para
dejar su huella impresa en los muros de cuevas, paños de arcilla y bloques de
mármol, a lo largo de esta historia de 35 mil años. Tal vez —y estoy especulando—
aquel troglodita que descubrió la facultad humana de mimetizar lo circundante,
sintió el mismo asombro de Plotino, cuando expresó que el hombre
no constituye un compuesto sustancial único, ya que concierta un elemento
material y corruptible, que es su cuerpo, y otro espiritual e inmortal, que es
su alma[4].
3. El
mural desde Giotto
No cabe
dudas, que esto fue lo que sintió Giotto di Bondone cuando hizo
vibrar los viejos murales góticos, atrapados entre diáconos y madonas, introduciendo en los suyos la
vitalidad, la aureola y la pasión del hombre simple, individualizando en
paredes y otras superficies la historia de su tiempo y abriendo las
posibilidades del fresco hacia los linderos de una estética insospechada. A
pesar de que los murales y retablos de Giotto se centraban en la temática
religiosa, no escapaba de las lecturas de sus contemporáneos en el bajo
Renacimiento, que allí, en esos murales, se encontraban los vendedores
ambulantes, los mercenarios de ocasión, las meretrices altivas, los explotados
campesinos y, sobre todo, como una advertencia, los trepadores que siempre se
mantienen al acecho para cazar oportunidades. Giotto explayó, amplió, esparció
y selló la permanencia del mural como un implacable testigo de la historia,
como una extraordinaria lectura que fue recogida por Julio II, el Papa Guerrero, por Lorenzo de Médicis, El Magnífico, por Francisco I, de
Francia, cuyo mecenazgo hizo florecer las artes en Las Galias, y que,
trescientos años después, rescató ardorosamente la Revolución Mexicana, gracias
a Gerardo
Murillo (alias
el Doctor Atl), un vulcanólogo y
pintor agitador, y por José Vasconcelos, durante el gobierno de Obregón —en 1920—,
quienes hicieron del muralismo, no una política estética, sino un grito a la
conciencia mexicana, al estructurar una reinserción en espejo de su realidad
social y que, como plasmó en el famoso manifiesto de los años veinte la Unión de Trabajadores Técnicos, Pintores y
Escultores, conformada, entre otros, por David Alfaro Sequeiros, Diego
Rivera, Carlos Mérida, Amado de la Cueva, Ramón Alva Guadarrama, Xavier
Guerrero, José Clemente Orozco, Fernando Leal, José Revueltas y Germán Cueto,
tenía como fin el repudiar la llamada
pintura de caballete y todo el arte de los círculos ultraintelectuales,
(aduciendo que) ese arte es
aristocrático, mientras que el arte monumental (el mural), es de dominio
público[5].
Hoy, ochenta años después, aquel manifiesto podría lucir demasiado vehemente en
cuanto a su condena del arte de caballete y, más que nada, porque a excepción
de dos o tres de sus firmantes, la mayoría de ellos hicieron uso de esa
práctica, pero los resultados de aquella política y ese manifiesto están ahí, a
la vista de todos, en cientos de murales que sirven de orgullo a la nación de
los aztecas.
Algunas décadas después, Rafael Squirru, el
eminente crítico argentino, cuestionó a
Sir Herbert Read, quien excluyó de su
Historia concisa de la pintura
moderna al movimiento muralista mexicano, argumentando que dicho movimiento nada aportaba a la
estilística de las corrientes visuales que nacen desde el impresionismo[6].
Squirru acusa a Read de provincianismo
intelectual al incurrir en ese pecado de la apreciación estética y, por ende,
ética y metafísica, consistente en aplicar los valores de la propia cultura
para juzgar los de culturas ajenas[7].
El propio Squirru, al referirse al muralismo
mexicano y, ante todo, a la esculto-pintura mural Marcha de la Humanidad, de David Alfaro Sequeiros, la sitúa como una gigantesca y explosiva polifonía que recuerda al lector que es
importante seguir creciendo, si no queremos que los titanes nos aplasten[8].
4.
Oviedo y el mural
Conocí
a Oviedo en el neurálgico año de 1963, durante una de mis frecuentes
visitas al atelier de José Cestero, en la calle Arzobispo Meriño. Sorprendido
porque Cestero lo llevara a su taller, nada más y nada menos que para pintar
una enorme valla publicitaria de la cerveza Presidente —éste, que siempre ha sido
muy hiperbólico en sus juicios—, me expresó que Oviedo era un genio.
— ¡Efraim —abundó Cestero, secreteándome y
achicando los ojos como suele hacer cuando la pasión lo inunda—, ese tipo es un
verdadero genio! ¡Fíjate como dibuja y pinta la botella sin utilizar
referencias!
Aquella valla, de alrededor de 12 pies de alto
por 24 de ancho, acometida con una pasmosa velocidad y precisión, me gritó
desde mi interior que aquel sujeto, Ramón Oviedo, estaba hecho para encarar las
grandes superficies, esos paños que nos han vinculado didáctica, narratológica
y estéticamente a través de la historia, lo cual probó unos meses después,
cuando en plena Revolución de Abril
se despachó, en menos de dos días, uno de los murales emblemáticos de la
plástica dominicana: 24 de Abril, el
cual no sólo es un homenaje a la más grande proeza bélica del país desde las
guerras restauradoras, sino también una expresión de júbilo hacia quien fue,
sin lugar a dudas, el gran guía de su travesía hacia la excelencia en la
plástica: Pablo Ruiz Picasso. Luego de aquella guerra patria, Oviedo realizó,
para exaltar la resistencia de nuestros aborígenes, otro mural titulado Caonabo: primer prisionero político de
América, adquirido por el coleccionista y galerista Héctor Di Carlo y que
ahora se expone en el Museo Bellapar.
Desde un poco más arriba de la mitad del pasado
siglo, en 1963, y hasta estos inicios del Siglo XXI, Ramón Oviedo ha sido
empleado muy por debajo de su potencial como muralista. Por eso creo, firme,
sincera y profundamente, que el mural Súmmum
podría iniciar un nuevo ciclo de producción para este insigne maestro de la
plástica dominicana y continental. Y al expresar esto, deseo tan sólo que la
muralística encuentre un amplio espacio para albergar la trayectoria histórica del
país, esa azarosa travesía que se acerca a los 160 años y que esta práctica
estética, que comenzó en el país en los años cuarenta del siglo pasado de manos
de un joven español que respondía al nombre de José Vela Zanetti, nativo del
poblado de Milagros, en Burgos, España, aún no ha incorporado. Parece mentira,
pero fue Vela Zanetti, siguiendo instrucciones de Rafael Trujillo, quien inició
la más profunda y detallada estrategia cultural llevada a cabo en la República
desde su separación de Haití (una estrategia donde Trujillo fundó, entre otras,
la Dirección Nacional de Bellas, la ENCA —o Escuela Nacional de Bellas Artes,
con ramificaciones en casi todo el país—, la Orquesta Sinfónica Nacional, el
Teatro Escuela de Arte Nacional, así como la mayoría de las ramificaciones burocráticas
insertadas a la producción estética) Vela Zanetti emprendió la creación de
docenas de murales en múltiples espacios arquitectónicos de la geografía
dominicana, cubriendo de frescos los grandes paños de oficinas públicas,
iglesias, hoteles, escuelas y palacios gubernamentales. Vela Zanetti comenzó su
labor muralística dominicana antes de
cumplir los treinta años y la concluyó luego de los cuarenta, saliendo de
nuestro territorio para abordar el extraordinario compromiso de realizar un
mural para la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York, en el año 1952, el
cual terminó un año después, y dos antes de que España fuera admitida como
miembro del organismo mundial. Los frescos que Vela Zanetti produjo en el país
han sido destruidos en una tercera parte debido a que ningún gobierno posterior
a Trujillo ha implementado una rigurosa política de preservación cultural.
Balaguer, en sus doce años, promovió —muy tímidamente— una estrategia estética
que no logró sistematizarse porque ni se efectuaron las investigaciones de
rigor, ni mucho menos, se contó con la participación abierta de nuestros más
talentosos pintores, descansando las especificaciones de la práctica en
artistas egresados de la escuela muralística de Jaime Colson, que si bien constituyó
una maravillosa iniciativa en un campo relativamente nuevo de la praxis
estética dominicana, no contó —mientras impartió sus enseñanzas— con el
suficiente apoyo gubernamental para afianzar la práctica del muralismo. A
través de José Ramírez (Condecito),
fui testigo de múltiples encuentros en donde el Maestro Colson nos hablaba
sobre los nuevos soportes que el muralismo mexicano
empleaba en sus producciones, tales como cemento, hormigón y materiales
sintéticos para la preparación de la base o revoco,
así como pinturas acrílicas, vinílicas, silicatos, emulsiones y otros
materiales, algo que él conoció de cerca por haber vivido en México,
donde estudió las técnicas introducidas por Siqueiros, que empleó como pigmento
pintura de automóviles (piroxilina) y cemento coloreado con pistola de aire; de
Diego Rivera, José Clemente Orozco y Juan O’Gorman, que emplearon mosaicos en
losas precoladas; de Pablo O’Higgins, que utilizó losetas quemadas a
temperaturas muy altas, así como las investigaciones técnicas que llevaron a
esos gigantes mexicanos del muralismo al empleo de bastidores de acero
revestidos de alambre y metal desplegado, capaces de sostener varias capas de
cemento, cal, arena y polvo de mármol, de hasta tres centímetros de espesor.
Sin embargo, todo aquello que Jaime Colson explicó a sus alumnos sólo tuvo el
eco de muy pocos murales realizados, debido a la tímida política llevada a cabo
durante las administraciones del doctor Balaguer, que prefirió utilizar el
hormigón en otro tipo de obra, olvidándose que no hubiese existido la
egiptología sin la Piedra de Rosetta,
a través de la cual se descifraron los misterios de una civilización apoyada en
el culto a la muerte. Por eso, la escuela muralística de Colson, que hubiese
podido convertirse en el relevo de Vela Zanetti, se diluyó entre una errada
política cultural. Más enraizados a la realidad nacional fueron los murales exteriores
de Silvano Lora, realizados en los años noventa, los que, posiblemente debido a
las influencias de la cultura hip-hop
—donde el muro público es el destino de la pintura y el graffiti—, se levantan como tímidos testigos de que los vínculos
del hombre con su realidad persisten siempre y, más aún, en el caso específico
de Lora, cuyos vastos conocimientos de la práctica cultural le permitían
utilizar la metáfora visual como una herramienta de lucha.
5. Súmmum, el nuevo mural de Ramón Oviedo
Súmmum
es un mural que sintetiza la producción muralística anterior de
Ramón Oviedo, cobijando en su esplendor ecléctico, en sus 300 pulgadas de ancho
por 130 de alto, a Mamamérica, que
reposa desde el 1982 en
el museo de la OEA, en Washington; a Evolución,
que alumbra el principal salón del Banco Central; a Historia del hombre, que se inauguró en 1987, en el Museo de historia natural; a Sinfonía Tropical, adquirido por el
Banco Hipotecario Dominicano en 1987; a Eterna
lucha, comprado por Isaac Lif en 1968; a Tierra adentro, ordenado por una institución privada dominicana, en
1988; a Cultura petrificada, que se encuentra en el palacio de la UNESCO,
en París, realizado a finales de los ochenta; a Raíces, que puede observarse en uno de los paños exteriores del
edificio de ingeniería de la UASD; a Paisaje
parietal, inaugurado en 1995 en el aeropuerto internacional de Puerto
Plata; a Turbulencia milenaria, ordenado en 1998 por el gobierno del Doctor
Leonel Fernández, ganando en ese mismo año el concurso para el mural principal
del nuevo palacio de justicia que se levanta en el Centro de los Héroes de Constanza, Maimón y Estero Hondo, y el
cual, inexplicablemente, no se ha inaugurado aún; a Nacimiento de la Patria, ordenado por la Secretaría de las FAAA
para su salón de actos; a Bolívar es
América, encargado a comienzos del presente siglo por la Embajada de
Venezuela en el país; en fin, Súmmum
representa esa síntesis esbozada por Pierre Bourdieu[9],
en donde se unen la teoría y la práctica, en donde la utopía es una historia
posible, totalizadora y unificadora de todos los espacios.
Oviedo
aborda en Súmmum la síntesis de lo
que el país ha sido, articulando la esfera de lo real y trascendiéndola hacia
esa otra esfera que Baudrillard enuncia como
lo imaginario[10].
En el mural, Oviedo vertebra una República Dominicana despegando desde una
plataforma con un detallado inventario de bienes, hacia ese imaginario que tiende a confundirse con
la utopía, hacia esa frontera que presiona los terceros discursos, y que es la
esfera de la heurística, la zona donde todo es posible. La lectura del mural no
puede, como ocurre habitualmente, leerse de izquierda a derecha, o viceversa,
sino que a manera de un tríptico, los paneles están ordenados para que la
atención se centre en una mano que sostiene un libro (podría ser una Biblia
para los religiosos, o un ejemplar de Das
Kapital para esos otros religiosos
que aguardan por un milagro social, o podría ser El Quijote, para los que, como yo, apuestan a la ficción como la
más poderosa arma contra la robotización que nos espera.
Efraim Castillo
6. Epílogo
Dentro de la muralística de Oviedo, Súmmum establece un rompimiento, porque
aunque en conjunto es una obra figurativa, encierra zonas de una profunda
riqueza abstracta, trenzándose los objetos y símbolos cinéticos a zonas donde
habitan luminosos trazados. Así, cada fragmento relata la especificidad de un
acontecimiento historiado o por historiar; cada espacio de esas tres mil 900
pulgadas cuadradas de esplendor visual, grita al lector que la nación es un
todo presente y un todo por venir, acaso como esas profecías que se estructuran
con la base mágica de la esperanza. De ahí a que Súmmum es un mural para la lectura múltiple, para el desciframiento
de un discurso nacional que late, que vive, que se esfuerza por encontrar, más
allá de la utopía, la posibilidad de una esperanza, de una alborada donde la
alegría se torne posible y, sobre todo, donde la confianza y la fe marchen
unidas. Súmmum es un testimonio de
amor, una algarabía en clave figurativa que, espero, sirva de ejemplo para la
arrancada definitiva de la República Dominicana hacia una política capaz de
sembrar de murales todos los paños arquitectónicos esparcidos en nuestra
geografía, haciendo viable lo que aquellos hombres de Altamira, Lascaux,
Cro-magnon y todas las cuevas del auriñaciense, desearon al estampar en los
muros de las cuevas el legado imperecedero de que el discurso estético es la
única vía para alcanzar eso que llaman felicidad.
A mi amigo el historiador debo traerlo a contemplar este testimonio que
la Fundación Global deja inaugurado
para que las generaciones futuras, tal como ahora estudiamos a nuestros
ancestros del paleolítico a través de sus escenas de cacería y fulgor,
entiendan que aquí, en los albores del Siglo XXI, la República Dominicana
apostó a la eternidad, a esa infatigable lucha por sobrevivir y protagonizar,
mucho más allá del Mar Caribe, la vinculación de nuestra conciencia con un
mundo en perpetua transformación.
[1]HEIDEGGER, Martin: EL PRINCIPIO DE
IDENTIDAD.Traducción de Jaime Hoyos Vásquez, S. J. En: Universitas
Philosophica. Año 1. Nº 1. Septiembre, 1983. Pp. 73-87.
[2] Ibídem.
[3] Faure, Elie: HISTORIA DEL ARTE, Alianza,
Madrid. 1985.
[4] Rubén Soto Rivera: LO UNO KAIROTEOLÓGICO
EN PLOTINO. Revista Nómada, No.4,
Mayo, 1999.
[5] De la conferencia «POLÍTICA Y ARTE DE LA
REVOLUCIÓN MEXICANA», presentada por Guadalupe Rivera Marín (hija de Diego
Rivera), en la Universidad Simon Fraser, de Vancouver, BC, Canada.
[6] SQUIRRU, Rafael: ARTE DE AMÉRICA, 25
AÑOS DE CRÍTICA. Ediciones de Arte Gaglianone, Buenos Aires, 1979.
[7] Ibídem.
[8] Ibídem.
[9] BOURDIEU, Pierre: LAS REGLAS DEL ARTE, Editorial
Anagrama, Barcelona, 1995.
[10] BAUDRILLARD, Jean: CULTURA Y SIMULACRO, Kairós,
Barcelona, 5ª edición, 1998
No hay comentarios:
Publicar un comentario