Por Manuel Núñez
He aquí, señores, una vasta panoplia
en la que se enlazan como dentro de un rompecabezas: crónica histórica,
panfleto periodístico, lugares comunes, guiños de humor, remedos publicitarios,
pornografía, remilgos y guaserías, ejercicios de estilo; todo eso, pasado por
el tamiz de la escritura novelesca, junto a la trama que genera toda una serie
narrativa y que define la novela como una digresión de situaciones en torno al
síndrome de la huida: la búsqueda desesperada del visado norteamericano para
abandonar el país: verdadera fiesta escritural, en la que Castillo pasea su
mirada incrédula —¡sin reticencias de ningún tipo!— en derredor de un bestiario
de revolucionarios libertinos, develando la purulencia de las capillas
ideológicas, físicas y morales; y el adecenamiento de las creencias sagradas,
confrontado con el pragmatismo de la vida cotidiana.
Con todo esto, Castillo persigue la
desmesura narrativa: la novela se confunde con los discursos que él toma de la
opinión y que, sin embargo, es imposible que construya sin éstos. Hay, pues, en todo este guirigay narrativo la
confrontación de varias ideologías y una rebelión contra los estilos narrativos
tradicionales.
La dedicatoria de la novela Currículum implica todo un programa de
exorcismo ideológico: «…a los que se van que no son culpables, a los que se
quedan que no son culpables». La
ideología del pesimismo y de la culpabilidad, en lo concerniente a la
insurrección de abril de 1965, es llevada a situaciones de acoso, pero sin
conciliación; se construye como un conflicto, pero sin nostalgias ni veleidades
morales. Hay, pues, una carnavalización
de la historia cotidiana, una caricatura del afán del heroísmo. Prolifera en este texto el desenfado con una
técnica de la utilización del estallido moral de situaciones embarazosas: Beto blasfemia a miss Ramírez, Beto
castiga —¡sin concesiones!— la adulonería de Monegal. Hay, además, la profanación de la ética, a
través de la destrucción de la censura sexual, de la parodia del amor
clandestino y del deber incontaminado del Mesías político: la novela no es
respuesta, es interrogación.
Y, aún hay más, señores, la novela
funciona como disgregador ideológico y este es su principal valor: la
pluralidad de sentidos contradictorios. La crisis de las ideologías en las que
todo fluye, se dispersa y se reúne bajo un denominador común: los conflictos
ideológicos de la época, el feminismo y el machismo, el intelectual y el
partido, así como el afán de poder.
En ese tenor, se sitúa la misoginia de Beto Pérez: la sexualidad y la política
adquieren los mismos visos, por un lado el caudillismo, es decir, el dogmatismo
en posición de poder; y por el otro, la sumisión de todas las amantes de Beto, y, en particular, el masoquismo de
su esposa. Todo ello sirve a la
afirmación de su poder y de su razón de Estado.
La rémora de la ilusión lleva a nuestro
héroe a despreciar el trabajo; y aquí entramos dentro de nuestra primera
historia: la biografía de Beto Pérez,
el político sosia del lumpen, el lumpen sosia del intelectual, todo ello ribeteado
con visos de heroísmo.
Según la ideología del franciscanismo
revolucionario, Beto debe
purificarse, para desclasarse, como
diría La Moa, uno de los personajes
de la novela. Beto abomina su salida
del presidio, porque restarle sufrimientos a su biografía, es restarle
heroísmo: el suplicio es la consagración: el militante debe ser de mármol: sus
obligaciones familiares, sus dudas, sus miedos, sus angustias no importan. ¡La revolución es todo! El militante es
cero. Este jansenismo del nuevo apostolado, postula al militante como un ser
que está por encima de las cosas terrenales, guiado únicamente por sus
aspavientos.
Y todo esto, se confronta con el
individualismo tentador de Monegal. La
literatura encuentra aquí su principal panacea, la complejidad de sentidos, la
orgía semántica, llevada al paroxismo.
No hay lirización del fracaso
de la guerra, no hay culpables tampoco.
El oportunismo es la fronda común en la
que se pasean todos los personajes de Castillo: Cuqui y Pedro La Moa se
convierten en soplones para obtener el visado norteamericano, Monegal y Vicente
aprovechan la amistad de Beto para
proponerle a la esposa de éste relaciones de alcoba; el poeta sorprendido es un pedigüeño que persigue que los otros paguen
su ración de alcohol diaria, Beto es
un gigoló, un vividor de las mujeres, «un auténtico pequeño burgués al que no
le gusta bajar el lomo» (p. 31), Stewart, el cónsul norteamericano, quiere
hacer de Beto un colaborador de su
servicio de espionaje. Y de toda esta
amalgama surgen los aspavientos de pedagogo político de Beto Pérez, el paralelismo entre los procedimientos del partido y
las pandillas de gánsteres y, finalmente, el fetichismo de los muertos: «los
buenos están muertos Beto, quedan los
que se apartaron… ¡como tú!»
El narrador omnisciente es el instigador,
el crítico, el que interroga incesantemente.
Cada una de sus preguntas inaugura una serie inacabable: en una
habitación cualquiera del hotel Londres,
Beto Pérez reconstruye junto a su
amiga Landa, el fantasma de la escena traumática: su madre y el señor Landrón
burlándose soberbiamente de su complejo edípico,
su madre aflorando en el recuerdo cual una esfinge profana despojada de sus
mitos. Estas y otras formas del recuerdo
como abyección, pluralizan el texto.
Se trata de un texto polimorfo, donde
narración, documentos, diálogos, descripción, reflexión, acontecimiento, trama,
forman una misma unidad discursiva; tendida hacia el desenfado, la ironía y el
cinismo: obra de artesano de entuertos ideológicos, desprovista de todo
determinismo, de toda reconciliación, de todo finalismo. ¡Amén!.
Currículum:
La Escritura Novelesca
Tres tipos de tipografías tejen el
tinglado novelesco de Efraim Castillo: la primera abarca 5 capítulos y la
encuesta; la segunda corresponde al historial o Currículum del protagonista y consta igualmente de 5 capítulos; la
tercera corresponde al resto de la novela y abarca 27 capítulos.
Tanto la tipografía Vicente-Beto y la correspondiente al Currículum operan una ruptura en el
tiempo del relato. El diálogo Vicente-Beto es una digresión temporal sobre los
acontecimientos de la novela, la novela se inicia con un comentario sobre lo
ocurrido y termina en el mismo tenor: la encuesta.
Hay, pues, en la tipografía de Castillo
una estrategia semántica, en la que se funden tres tipos de relatos: historia,
reflexión y acontecimientos del personaje Beto
Pérez; y a éstos corresponden los remedos periodísticos del Currículum, el diálogo interminable de Beto y Vicente y la narración novelesca
con sus diálogos y sus descripciones.
Sin embargo, si observamos en su
puntuación el ritmo y la disposición escritural de los capítulos, constataremos
que su puntuación oculta el ritmo y la dicción, por ejemplo en los capítulos
31, 32, 33, entramos en un hacinamiento tipográfico, selva de palabras (no hay
puntos ni párrafos) en que la lectura se convierte en algo irritante, sobre
todo en este texto que recoge un conjunto de voces parecidas y donde la
narración debe airearse. Y este
procedimiento estropea el esquema acentual de la frase del autor, la prosodia
novelesca, que se configura por la distribución de las pausas y los silencios,
distribución del fraseado y por la puntuación o dicción textual y en ausencia
de ésta por el blanco o el espacio. Y
esto fragiliza la estrategia novelística de Castillo, destruye la especificidad
de su frase; pero no en toda la novela.
Por ejemplo, en las cuartillas del Currículum
elaborado por Beto, aparece una
escritura ideologizada al servicio
exclusivo de la información; letanía histórica, que es fuente oral de la trama
novelesca, pero no es la trama ni forma parte del ritmo de la novela. Otro aspecto molesto son los yerros en otras
lenguas, especialmente en francés, gazapos irritantes para lectores puntillosos
y que no acotamos aquí para no hacer prolijas estas apostillas.
La Ideología y La Vida
Leyendo los epígrafes que orlan cada
capítulo podemos entrever que la composición de la novela se construye como un
conflicto (entre Beto y su identidad)
y constatar, luego, un contraste entre esta composición general y el fraseado,
en el que aparecen desigualdades marcadas incluso tipográficamente; pero el ritmo de la composición (las acotaciones
del formulario, el dualismo narrativo entre Beto
y Pérez, la búsqueda de una identidad, de una biografía) destruye por sí solo
la homogeneidad de los esquemas ideológicos y sus maniqueísmos, y es desde ya,
una anti-ideología.
La batalla central se ceba en torno a la
ideología y la vida, la ideología tiende la razón política contra el individuo:
los esquemas, la permanencia del pasado, la moral, el orden, la homogeneidad
como entes fijos. La vida, en cambio, tiende las contingencias pragmáticas
contra los modelos ideológicos que ella misma crea, desborda, muta, deshace,
rehace y contrapone hasta hacerlos muchas veces imposibles y utópicos.
Sin embargo, el conocimiento y la vida no
se oponen, están el uno en el otro, comparten una misma zona histórica, teórica
y epistemológica. Fuera de la vida no
hay teorías ni ideologías. Ambas sólo
pueden surgir (y surgen) en y por la vida.
La vida es el laboratorio de las
ideologías, en ella, por ella, todas las quimeras de los quimeristas se
resquebrajan, los paraísos se pudren —¡pétreos portentos prófugos del principio
de realidad!—; la vida es el mayor disgregador ideológico… Inclusive, la vida
es más poderosa que la teoría —¡que todas las teorías!—, porque todas las teorías
están en ella.
La novela de Castillo es un drama de la
conciencia, una lucha entre la ideología izquierdista de Beto y su vida: las contingencias vitales son férreas obligaciones
familiares, su conciencia (el narrador omnisciente) le hostiga punzantemente:
«¡Oh, si su hija se mete a cuero, Pérez…! ¿Por qué no va haciendo algo,
hombre?» (p. 122). A esta letanía se agregan las imprecaciones de la esposa de Beto: «Todos los días lo mismo, Beto. ¿Cuándo saldremos de esta
miseria?» (p. 142). Sin embargo, pese a
la violencia de la vida sobre el modelo ideológico, Beto no se convertirá en un soplón como Cuqui y La Moa, porque
del otro lado está la conciencia: «¿Qué pasaría, Boris, con la venta de la
conciencia en los hombres? Mercado de las conciencias, conciencias podridas a
dos por chele: conciencias
semipodridas a centavo: conciencias usadas a cinco cheles: conciencia sin uso a diez centavos» (p. 305).
Pero, ¿acaso puede la literatura resolver
estas contradicciones? ¿Con qué fines? ¿A favor de quién… en nombre de qué
ideología? ¿En este conflicto entre el programa ideológico que es Beto Pérez y su vida, entre la razón
política y el personaje, puede hablarse de ganadores y perdedores, de
izquierdistas y anti-izquierdistas?
Currículum,
de Efraim Castillo, la Ideología contra la vida
La vida degrada los esquemas ideológicos
basados en el afán de coherencia y en la programación de sentido, es decir, en
la verificación de las leyes ideológicas enunciadas por los profetas
políticos. La unidad entre la moral que
tenemos en torno a las ideas positivas y la práctica política, entre nuestras
frases en futuro y lo que ocurre en el presente, se deshace. Porque la historia no es un programa, no
premia ni castiga a nadie, ni está asociada con algún Dios bondadoso.
La vida no une, dispersa. Sin embargo, tendemos a la teología cuando le
atribuimos a lo que nos ocurre un sentido pesimista u optimista, y según el
contexto político izquierdista o anti-izquierdista, falso o verdadero, y
erigimos esta coartada como un principio normativo y aplicamos una semántica
dualista, maniquea a nuestros análisis y hacemos de esta normativa un mausoleo
y convertimos este mausoleo en guía de nuestra acción y buscamos una coherencia
y una fijeza ideológica en todo lo que nos rodea y nos creemos instrumentos de
una razón superior que atraviesa toda la sociedad y le rendimos culto,
adoración, a esas ideas, a esos principios que ahora son la imagen de Dios
travestido y en nombre de esta nueva religión matamos, condenamos, mandamos al
infierno y a la gloria y henos aquí convertidos en viejos papas inquisidores,
en los matamoros del nuevo fanatismo, con un morral de razones fijas, de
esquemas fijos, mientras la vida fuera de este tiempo ocurre de otro modo.
Y cada vez se hace más difícil la coherencia
entre lo que creemos y lo que hacemos, entre lo que somos y lo que queremos
ser, porque los esquemas ideológicos son una respuesta, la vida es una
interrogación: el riesgo permanente de los esquemas morales e ideológicos del
sujeto.
Es el sujeto que la hace, la transforma;
es ella la que lo modifica, lo construye, ya que el sujeto es, precisamente, la
alianza del individuo con lo social, el paso de lo individual a lo colectivo,
que es, también, una pluralidad de
lógicas y de intereses clasistas y grupales.
De ahí que la actividad política sea necesariamente la búsqueda de una
coherencia de grupo, de una uniformidad discursiva. Pero la coherencia —como la escolástica— es
la expresión de un poder, porque éste no dispersa, sino que une.
Todo esto hace de Beto Pérez un militante utilitario al servicio de la uniformidad
ideológica y moral de su organización política, aunque, sin embargo, la
necesidad del éxito económico destruye la homogeneidad de su identidad
política.
El contraste de estereotipos une Beto y Monegal: Beto parte de su fracaso como militante y como pares de familia al
heroísmo: la liquidación del enemigo y su inmolación final; Monegal, en cambio,
pasa del éxito económico a la esterilidad de los borregos del capitalismo; en
ambos funcionan dos abstracciones: la disidencia y la apología del sacrificio
en Beto, la reproducción del
optimismo del poder y el elogio del individualismo en Monegal; pero en ambos
funcionan igualmente el machismo, la religiosidad, la pereza intelectual. Constatamos, pues, que si los esquemas
ideológicos los separan, la vida (lo social, lo histórico y la práctica) los
une, ambos reproducen y enarbolan nuestras taras culturales, nuestros valores.
Como en La Otra Penélope, de Andrés L. Mateo, como en Sólo cenizas hallarás, de Pedro Vergés, constatamos en Currículum la historia de una
impotencia. La historia vivida como
fracaso. Se trata de un pesimismo que
forma parte del saber popularizado. Este
mito es tal vez un síntoma socializado; pero para indagar esto habría que
analizar la fisonomía de los personajes en la novela dominicana y así sabremos
en qué medida nuestros novelistas reproducen, o transforman, esos estereotipos
y clichés popularizados, que los espeleólogos de la cultura nacional se empeñan
en llamar esencia de lo dominicano,
es decir, los rasgos permanentes de la nación.
Y todo esto responde a la ideología de la novela como mimesis de la
realidad, se trata de la alienación de nuestra novela al discurso sobre la
historia dominicana. Estos personajes
novelescos han pasado por 30 años de trujillato,
por 12 años de balaguerato y toda
esta dura prueba los ha convertido en seres adocenados e impotentes, en
instrumentos de la sociedad. Las
limitaciones éticas del novelista reducen la aventura literaria. Sólo la disidencia liberará estos personajes
de toda la carga de positivismo, de moralismo, con que ha sido escrita nuestra
historia.
Incapaz de resolver la contradicción
entre su vida y su ideología, Beto
golpea a su mujer, su sadismo es su desahogo, su viaje fuera del partido es un
retorno: rechaza las tentaciones de Monegal y de Stewart y se convierte en
héroe y se suicida como en las épocas trágicas, castigando su pasajera
apostasía política y lavándose de toda claudicación. Y con este crimen y castigo renace el credo
político, se trata del triunfo del modelo izquierdista en la vida de Beto.
Castillo lo homologa al Cristo: «.¡Ah Cristojesús, tú y tu número!»
La muerte de Beto es la permanencia del pasado sobre la vida; pero la vida
resuelve ese pasado con todas sus contingencias, Efraim Castillo nos hizo creer
que Beto era izquierdista para que
creyésemos que era anti-izquierdista, cuando en realidad Beto era izquierdista. Puro
guiño burlesco. Más que romper con un
tabú o una barrera, Castillo abre un páramo de posibilidades a la novelística
dominicana.
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