Desde
el pasado lunes, 5 de los corrientes, en que Freddy Ortiz y yo
visitamos a Danny, no he podido dormir. Y la razón es obvia: Danny fue
para mí, más que el compadre al que le bauticé a Danilito, un claro
ejemplo de ese talento musical tan escaso en el país y en el mundo, y a
quien, en repetidas ocasiones, sermoneé para que lo utilizara en
provecho del país y el mundo.
Ahora,
luego de tu dolorosa noticia, presiento que algo faltará en mi vida,
porque siempre tuve a Danny, no como un amigo, o un compadre, al que se
llama de vez en cuando, sino como un asesor, como una mano abierta
tendida hacia las mías y, más que todo, como un ser humano siempre
dispuesto a dar sin esperar recibir nada a cambio.
Cuando
lo conocí, una noche de sábado del año 1967, en que tocaba junto a
Rafaelito Cepeda y Juan Valenzuela —en ese maravilloso trío que se llamó
Los Bemols—, en el patio español el Hotel Hispaniola, le
pedí que realizara algunos jingles para mis clientes, y ahí nació
nuestra amistad y compadrazgo, una relación que se extendió
ininterrumpidamente por cuarenta y cuatro años.
Junto a Danny formé el más armonioso tándem
creativo, en donde yo aportaba los textos y él los musicalizaba,
contándose por decenas las producciones que realizamos juntos.
Inclusive, mi obra de teatro La fosa del mundo le sirvió de base para su extraordinaria composición Habrá un nuevo mundo y muchos de nuestros jingles se utilizaron en varios países del continente.
Pero
aparte de su talento musical, Danny León Vicioso fue un excelente
creativo y su numen se explayó hacia zonas sociales que, catapultadas
por su visión humanista, recibieron sus creaciones como regalos de Dios.
Su
vida, que se extendió por sesenta y cuatro años, transcurrió sin
hacerle daño a nadie, empleándose a fondo en cada proyecto que asumía,
como aquel legendario restaurante que llamó El Fogón, en la Avenida George Washington, y a quien le endosé el lema de Lo mejor del malecón,
que servía de reunión vespertina a sus amigos del alma, sirviéndonos de
apoyo para discutir y analizar, no sólo los problemas que ahogaban al
país, sino los que acogotaban al mundo, como la contaminación ambiental,
el desequilibrio ecológico, la Guerra de Vietnam y la vida dominicana,
que comenzaba a ahogarse por los clientelismos políticos.
A
Danny lo llamaba a cualquier hora (de noche, de madrugada, al mediodía)
cuando arribaba a la idea buscada y, tras leerle el texto recién
creado, él me llamaba luego para cantarme la melodía compuesta. Su mundo
era la melodía pura y la articulaba siempre con ese dejo romántico que
narraba las historias para que llegaran al corazón del oyente… ¡Y ese
fue su gran aporte al mundo de la música y, sobre todo, a la publicidad
nacional! En doce, dieciséis, treinta y dos compases, Danny, como si se
tratara de una aria operática, narraba melódicamente el anuncio para ser
aprehendido, para ser creído y, en la mayoría de los casos, para no ser
olvidado.
Lo
penoso de esta partida a destiempo, estimado René, es que Danny León, a
quien nunca me cansé de sermonear para que se introdujera en un mundo
musical más profundo, había comenzado a realizar —alejado de ese cosmos
de los estribillos— obras musicales enmarcadas en nuestra historia,
cantando las asperezas por las que ha tenido que atravesar nuestro
pueblo desde el cruel encuentro de nuestros aborígenes con los
conquistadores.
Pero
sé que Danny no ha muerto. Eso lo sé porque su música y sus arreglos
permanecerán más allá de los tiempos… Más allá de los espejismos modales
a que este frenético desarrollo tecnológico nos tiene atrapados.
¡Sí, Danny León Vicioso está allí, donde lo inmortal se vuelve luminoso cuando se asienta en la virtud del talento!
Efraim Castillo
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