domingo, 11 de marzo de 2012

El Ozama de Cestero


Por Efraim Castillo
(Ensayo del escritor Efraim Castillo par la exposición Ozama gris que te quiero verde, del maestro José Cestero)

La pintura de José Cestero es tan simple, tan anecdótica, tan llena de espontaneidad, que a ninguno de esos canallas que se dedican a robar conceptos, a hurtar  cuadros mediante el plagio, se le ha ocurrido imitarlo. Y es que Cestero: el tierno, abierto, dulce y romántico pintor de la calle El Conde –a quien todos llamábamos Gamuza porque en los buenos tiempos del fervor revolucionario calzaba siempre zapatos fabricados con esa piel– no construye su obra sólo con el pincel, ni con la materia emergida de las fábricas de óleos, ni con las herramientas clásicas que habitan los talleres artísticos. Cestero, tal vez como Emile Bernard o –mejor aún— como Edvar Munch, no pinta lo que ve, sino lo que ha visto, motivo esencial para reivindicar los valores de una estética fundamental en cuanto a vigor y trascendencia.
            Cestero no reivindica la pintura como un lenguaje adscrito a la fotocopia, a esa ejecución que reproduce la cosa que se observa como una simple imagen, sino que, yéndose a la pura reflexión, irriga las zonas de su hemisferio derecho del cerebro para, desde allí, remover los recuerdos, las cuitas, los amores y dolores vividos, extrayendo de la ilogicidad que renueva la razón los nuevos discursos y aquello que penetra el cortex con la ojeriza de la sospecha. Así, Cestero ha convertido en un ejercicio cotidiano las imágenes que han estructurado su vivencia en una ciudad que violentó su nombre en el decenio de los 30’s y que, sucumbiendo a una modernidad imitada, se aboca a la trampa de un caos asfixiante. Esas imágenes, por supuesto, adquieren en Cestero la categoría del im-signo, de la imagen-significante que Pasolini visionó y se abren, como ráfagas, hacia la fulguración de una ciudad rememorada.
            Al mencionar a Munch y relacionarlo con Cestero no busco –de ninguna manera— peligrosas analogías entre una y otra obra. Simplemente he deseado establecer alguna frontera, alguna línea de identificación entre ambas, aún y cuando sus lenguajes –centrados en la experiencia humana— se distancian desde ese punto síquico que referencia los sentimientos. Porque aunque en Munch como en Cestero la agonía es un eco, una reverberación en donde el ser humano, como el sujeto, es la memoria misma de la obra y, por lo tanto, su protagonista, en el pintor noruego las degradaciones de color revierten lo que el pintor dominicano lleva a la exaltación de su virtuosismo: las pinceladas policromáticas de los contornos, esas diminutas pero poderosas manifestaciones de un modernismo tardío pero eterno, y que Cestero ha doblegado para provecho, no de su modus operandi, sino de todos los que le agradecemos la implementación de un sistema que ha devuelto a la perdida memoria de la materia arquitectónica colonial urbana, el espíritu de su pasado.
De ahí, entonces, que Cestero no ha podido repetirse, ni en la aparente linealidad de su obra ni, mucho menos, en el goce —¡en el maravilloso goce estético!— que produce la lectura de sus cuadros. Porque analizados superficialmente, esos objetos que transitan en los formatos medalaganarios del artista, primero nos llevan hacia los linderos de un casco urbano violentado, asesinado por las improvisaciones y el desorden, pero luego nos adentran en los cariños perdidos, en las sensaciones que producen  las cunas y los olores esparcidos en las referencias que llevan hacia la infancia. Y es por eso que nadie como Cestero podría sintetizar la gris agonía del río Ozama, un superviviente heroico de todos los vandalismos imaginables, de todas las secuencias en donde el crimen ecológico se convierte en tuétano de la incomprensión y la barbarie.
La preparación de la paleta de José Cestero para construir la colección sobre el Ozama es la misma de siempre: colores amarillos, rojos, verdes, naranjas…, sazonados por la linaza y el aguarrás para alargar la vida de los tubos de óleos, todos atormentados o inyectados de su inaudita euforia alrededor de la memoria, de los presionados recuerdos acerca de un río que se agita en una agonía de muerte.
Quizás la raison  d´etres, de Gleizes y Metzinger, sustanciada en su memorable ensayo sobre el cubismo de 1912 y que, prácticamente, creó las bases del constructivismo en el segundo decenio del siglo XX, asiente la razón del modernismo, exceptuando el abstraccionismo, posiblemente porque en su discurso la utopía –esa figura onírica, imaginable sólo en la transfiguración de los sueños  y que, de ninguna manera, podía penetrar el lugar sagrado de los recuerdos– no tenía razón de ser en los éxtasis, en las rabias y en el mismo tiempo del artista, que ha transitado, y aún transita, un periplo en donde hombre y cosmos sobrepasan la realidad, asentada en el punzante expresionismo patentizado en sus profundos estudios de las obras de Van Gogh y Gauguin, que lo atormentó entre finales de los 50’s y comienzos de los 60’s, hasta descubrir la inmensidad aplastante de Bacon, tras atravesar el interiorismo del mexicano Cuevas y la luminosidad de ensueño del impresionismo tardío de Magritte.


Cestero, así, sintetizó su discurso en ese punto álgido en que coinciden la percepción, el goce y la emoción.  ¿Y no lo han sentido así, acaso, los miles de adquirientes de sus obras al contemplar el vuelo de las palomas sobre los techos centenarios y el paseo de las damas atravesando bajo sombrillas las esquinas empedradas de la ciudad reencontrada?
            Y desde esta obra de trascendente melancolía, José Cestero se sumerge en la  reinvención del Ozama, remozando sus riberas repletas del verde que se fue, de ese hábitat de yaguasas y peces, de apacibles sombras y profundas siembras que contorneaban en su estuario una ciudad erguida sobre los siglos y que anida el mundo de sus recuerdos. Es desde aquí, ¡sí, desde aquí!, en donde la excelsa maestría de Cestero estampa con ese estilo refrendado por la formatividad del estudio y del trabajo, las analogías, las comparaciones visibles, letales, de la cruel paradoja entre el Ozama de ayer y este Ozama de hoy, patentizando y reafirmando los motivos que han convertido su obra en un pattern tan vibrante como todo lo que prima sobre la ebullición de la novedad y que se incrusta en el paradigma.

La recreación obtenida por Cestero del Ozama edita, entonces, una continuación del tejido urbano de sus memorias, remachándonos –pero sin arribar a un peligroso remake— las razones fundamentales de la sospecha de que no todo está perdido. Porque tal y como el artista había recreado la ciudad del ayer, estacionándola en sus recuerdos, asimismo la ha vuelto a percibir desde las riberas de un Ozama viviente, reclamándonos con las voz de su conciencia memorial que la condición agónica de esas aguas se convertirá –de persistir el crimen contra ella— en la agonía de una ciudad que ya está herida. 
Por eso, el canto pictórico de José Cestero al río Ozama, abre la posibilidad de un retorno de la ciudad al esplendor del verde, del oxígeno vital empobrecido por el hombre, a través de un lenguaje estético que reconstruye la memoria como un eco para levantar goces y remembranzas. 


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