Por Efraim Castillo
(Ensayo del escritor Efraim Castillo par la exposición
Ozama gris que te quiero verde, del maestro José
Cestero)
La pintura de José Cestero es tan simple, tan
anecdótica, tan llena de espontaneidad, que a ninguno de esos canallas que se
dedican a robar conceptos, a hurtar cuadros mediante el plagio, se le ha
ocurrido imitarlo. Y es que Cestero: el tierno, abierto, dulce y romántico
pintor de la calle El Conde –a quien todos llamábamos Gamuza porque en
los buenos tiempos del fervor revolucionario calzaba siempre zapatos fabricados
con esa piel– no construye su obra sólo con el pincel, ni con la materia
emergida de las fábricas de óleos, ni con las herramientas clásicas que habitan
los talleres artísticos. Cestero, tal vez como Emile Bernard o –mejor aún— como
Edvar Munch, no pinta lo que ve, sino lo que ha visto, motivo esencial para
reivindicar los valores de una estética fundamental en cuanto a vigor y
trascendencia.
Cestero
no reivindica la pintura como un lenguaje adscrito a la fotocopia, a esa
ejecución que reproduce la cosa que se observa como una simple imagen, sino que,
yéndose a la pura reflexión, irriga las zonas de su hemisferio derecho del
cerebro para, desde allí, remover los recuerdos, las cuitas, los amores y
dolores vividos, extrayendo de la ilogicidad que renueva la razón los nuevos
discursos y aquello que penetra el cortex con la ojeriza de la sospecha. Así, Cestero
ha convertido en un ejercicio cotidiano las imágenes que han estructurado su
vivencia en una ciudad que violentó su nombre en el decenio de los 30’s y que,
sucumbiendo a una modernidad imitada, se aboca a la trampa de un caos
asfixiante. Esas imágenes, por supuesto, adquieren en Cestero la categoría del im-signo,
de la imagen-significante que Pasolini visionó y se abren, como ráfagas,
hacia la fulguración de una ciudad rememorada.
Al
mencionar a Munch y relacionarlo con Cestero no busco –de ninguna manera—
peligrosas analogías entre una y otra obra. Simplemente he deseado establecer
alguna frontera, alguna línea de identificación entre ambas, aún y cuando sus lenguajes
–centrados en la experiencia humana— se distancian desde ese punto síquico que
referencia los sentimientos. Porque aunque en Munch como en Cestero la agonía
es un eco, una reverberación en donde el ser humano, como el sujeto, es la
memoria misma de la obra y, por lo tanto, su protagonista, en el pintor noruego
las degradaciones de color revierten lo que el pintor dominicano lleva a
la exaltación de su virtuosismo: las pinceladas policromáticas de los
contornos, esas diminutas pero poderosas manifestaciones de un modernismo
tardío pero eterno, y que Cestero ha doblegado para provecho, no de su modus
operandi, sino de todos los que le agradecemos la implementación de un
sistema que ha devuelto a la perdida memoria de la materia arquitectónica
colonial urbana, el espíritu de su pasado.
De ahí, entonces, que Cestero no ha podido
repetirse, ni en la aparente linealidad de su obra ni, mucho menos, en el goce —¡en
el maravilloso goce estético!— que produce la lectura de sus cuadros. Porque
analizados superficialmente, esos objetos que transitan en los formatos medalaganarios
del artista, primero nos llevan hacia los linderos de un casco urbano
violentado, asesinado por las improvisaciones y el desorden, pero luego nos
adentran en los cariños perdidos, en las sensaciones que producen las
cunas y los olores esparcidos en las referencias que llevan hacia la infancia.
Y es por eso que nadie como Cestero podría sintetizar la gris agonía del río Ozama,
un superviviente heroico de todos los vandalismos imaginables, de todas las
secuencias en donde el crimen ecológico se convierte en tuétano de la
incomprensión y la barbarie.
La preparación de la paleta de José Cestero para
construir la colección sobre el Ozama es la misma de siempre: colores
amarillos, rojos, verdes, naranjas…, sazonados por la linaza y el aguarrás para
alargar la vida de los tubos de óleos, todos atormentados o inyectados de su
inaudita euforia alrededor de la memoria, de los presionados recuerdos acerca
de un río que se agita en una agonía de muerte.
Quizás la raison d´etres, de
Gleizes y Metzinger, sustanciada en su memorable ensayo sobre el cubismo de
1912 y que, prácticamente, creó las bases del constructivismo en el segundo
decenio del siglo XX, asiente la razón del modernismo, exceptuando el
abstraccionismo, posiblemente porque en su discurso la utopía –esa figura
onírica, imaginable sólo en la transfiguración de los sueños y que, de
ninguna manera, podía penetrar el lugar sagrado de los recuerdos– no tenía
razón de ser en los éxtasis, en las rabias y en el mismo tiempo del artista, que
ha transitado, y aún transita, un periplo en donde hombre y cosmos sobrepasan
la realidad, asentada en el punzante expresionismo patentizado en sus profundos
estudios de las obras de Van Gogh y Gauguin, que lo atormentó entre finales de
los 50’s y comienzos de los 60’s, hasta descubrir la inmensidad aplastante de
Bacon, tras atravesar el interiorismo del mexicano Cuevas y la luminosidad de
ensueño del impresionismo tardío de Magritte.
Cestero, así, sintetizó su discurso en ese punto
álgido en que coinciden la percepción, el goce y la emoción. ¿Y no lo han
sentido así, acaso, los miles de adquirientes de sus obras al contemplar el
vuelo de las palomas sobre los techos centenarios y el paseo de las damas
atravesando bajo sombrillas las esquinas empedradas de la ciudad reencontrada?
Y
desde esta obra de trascendente melancolía, José Cestero se sumerge en
la reinvención del Ozama, remozando
sus riberas repletas del verde que se fue, de ese hábitat de yaguasas y peces,
de apacibles sombras y profundas siembras que contorneaban en su estuario una
ciudad erguida sobre los siglos y que anida el mundo de sus recuerdos. Es desde
aquí, ¡sí, desde aquí!, en donde la excelsa maestría de Cestero estampa
con ese estilo refrendado por la formatividad del estudio y del trabajo, las
analogías, las comparaciones visibles, letales, de la cruel paradoja entre el Ozama
de ayer y este Ozama de hoy, patentizando y reafirmando los motivos que
han convertido su obra en un pattern tan vibrante como todo lo
que prima sobre la ebullición de la novedad y que se incrusta en el paradigma.
La recreación obtenida por Cestero del Ozama edita,
entonces, una continuación del tejido urbano de sus memorias, remachándonos
–pero sin arribar a un peligroso remake— las razones fundamentales de la
sospecha de que no todo está perdido. Porque tal y como el artista había
recreado la ciudad del ayer, estacionándola en sus recuerdos, asimismo la ha
vuelto a percibir desde las riberas de un Ozama viviente, reclamándonos
con las voz de su conciencia memorial que la condición agónica de esas aguas se
convertirá –de persistir el crimen contra ella— en la agonía de una ciudad que ya
está herida.
Por eso, el canto pictórico de José Cestero al río Ozama,
abre la posibilidad de un retorno de la ciudad al esplendor del verde, del
oxígeno vital empobrecido por el hombre, a través de un lenguaje estético que
reconstruye la memoria como un eco para levantar goces y remembranzas.
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