sábado, 9 de junio de 2012

Aquella reunión del 37


Aquella reunión del 37

Por Efraim Castillo

A

NOCHE SE EFECTUÓ un colosal agasajo en la residencia campestre de Jacinto Pichardo, el gobernador provincial de Dajabón. La mansión de Pichardo se levanta a unos cuatrocientos metros del río que da nombre al poblado y la provincia, Dajabón, y que se aprovecha como una de las líneas fronterizas entre Haití y República Dominicana. Desde la residencia se divisa el pequeño puente sobre el río, por el que cruzan a diario cientos de haitianos que acuden a Dajabón en busca de las viandas que no producen en su territorio, trayendo consigo las que demandan los dominicanos. En la cabeza oriental del puente se levanta una pequeña fortaleza custodiada por soldados dominicanos, al igual que la garita que se yergue en el lado haitiano. El agasajo, preparado por las autoridades de Dajabón, tenía como fin calmar la preocupación de Trujillo por las constantes denuncias de incursiones de bandas haitianas al territorio dominicano, para robar ganado, secuestrar y asesinar personas. La residencia campestre de Pichardo fue custodiada por soldados y agentes secretos, veinticuatro horas antes de la llegada del Jefe, quien al escuchar el murmullo del río se detuvo para escucharlo, mascullando a su asistente:

—¿Oyes ese murmullo de agua?

—Sí, Jefe… ¡Es el río Dajabón!
 "El río Dajabón se aprovecha como una de las líneas fronerizas entre Haití y República dominicana..."

—¡Claro que lo sé! ¡Ese río hay que salvarlo!... —gruñó Trujillo.

No comprendiendo aquella expresión, el asistente preguntó:

—¿Lo cree así, Jefe?

Sin mirarlo, Trujillo sonrió, y con su voz aflautada volvió a murmurar:

—¡Sí… hay que salvar ese río! —y esbozando una sonrisa, penetró a la residencia, donde lo esperaba el gobernador Pichardo y sus acompañantes.
 La residencia campestre de Jacinto Pichardo...

Al agasajo asistieron las principales autoridades de Dajabón y del país, algunos con sus esposas, para escuchar las denuncias de las tropelías haitianas formuladas por los comerciantes, agricultores y ganaderos del noroeste dominicano. Cuando Trujillo entró a la residencia, el gobernador provincial lo condujo hasta el comedor y allí lo invitó a tomar asiento en la silla que encabezaba una mesa rectangular. Al tomar asiento Trujillo, los demás asistentes hicieron un repentino silencio que culminó cuando, eufóricamente, todos gritaron a coro:

—¡Viva Trujillo! ¡Viva Trujillo! —seguido por efusivos aplausos que provocaron una sonrisa, más bien un mohín, en el rostro del Jefe.

Al cesar los vítores y aplausos, Pichardo carraspeó y se dirigió a Trujillo:

—¡Bienvenido a Dajabón, amado Jefe!

Y a seguidas comenzó el agasajo: dos muchachas vestidas con llamativos vestidos llevaron a Trujillo una botella de brandy Carlos I con su respectiva copa y para los demás garrafas de ron y whisky escocés. A las muchachas les siguieron mozos con bandejas surtidas de manjares, y un trío de la región tocó la música favorita de Trujillo: merengues y boleros. Después de apurar varios tragos de brandy y probar algunos bocados, El Jefe levantó su copa y gritó:

—¡Brindo por Dajabón y el noroeste dominicano, tierra de héroes y buenas hembras! Les agradezco este agasajo y deseo que me expongan el motivo del mismo, el cual, supongo, es el mismo del que me han enterado los organismos de seguridad del Estado, referente a los atropellos que bandas de delincuentes haitianos han venido cometiendo contra propiedades públicas y privadas del país.

 —…Y también contra seres humanos, Señor Presidente —se atrevió a señalar René Escobar, quien ostentaba el cargo de Secretario Regional del Partido Dominicano.

—¡Sí, Jefe! —expresó Pichardo—. Los haitianos no respetan las vidas dominicanas y se guían por brujos del vudú, uno de los cuales participó en una ceremonia en las proximidades de Montecristi que se convirtió en algo terrible…

—¿Y qué fue lo terrible en esa ceremonia? —inquirió Trujillo—.

—Lo que siempre pasa, Jefe… ¡Algo horrible! —contestó Pichardo.

—¿Qué coño pasó? —preguntó Trujillo, aflautando la voz como un tenor lírico.

Pero esta vez no fue Pichardo quien respondió a Trujillo, sino Escobar:

—¡Asaron un cabrito de dos patas, generalísimo!

Al escuchar las palabras cabrito de dos patas, el cuerpo de Trujillo se sacudió, adquiriendo

 

su rostro la apariencia de una grotesca máscara. 

—¡Coño —estalló Trujillo—, los malditos haitianos han vuelto a lo mismo!

—Sí, Jefe, han vuelto a lo mismo… —expresó el Pichardo, quebrando la voz.

Pero Escobar, ampliando el énfasis sarcástico, remató la información:

—No, Jefe, no han vuelto a lo mismo… ¡Simplemente han seguido en lo mismo! Recuerde que esas ceremonias han continuado y continuarán mientras los mañeses rindan culto a Papá Legbá, la serpiente tutelar del vudú…

—… y a Wangol, la potencia máxima —agregó el Pichardo—…

—… y a Badagris, el Dios de la guerra —intervino Escobar—…

—… y a Papá Bocor, la divinidad de la selva —anexó Pichardo—…

—… y a Dangbé, la serpiente cortesana de Papá Legbá —adicionó Escobar.

—… y a Damballah Ouedó, que es su Dios del perdón —expresó Pichardo, acercándose a Trujillo—…

—… y a Aizán —gritó Escobar—…

—… y a Ogún —intervino Otero, el guardaespaldas de Escobar—…

—… y a Sobó —dijo desde la galería circular de la casa solariega, la esposa de Pichardo—…

—… y a Agwé Woyó —apuntaló Mélido Infante, un ganadero de Guayubín a quien los haitianos habían robado decenas de reses—…

—… y a Siligbó —expresó, con un dejo de picardía, la esposa de Escobar—…

—… no olviden a Ossange —gritó eufórico Bertrán, el taquígrafo del Partido Dominicano en Dajabón—…

—… ni a Lokó Atinsú —sentenció Pichardo—…

—… ni a Papá Guedé —vociferó Escobar—…

Casi aturdido por el concierto de nombres de deidades animistas y santeras, Trujillo detonó como una bomba circular:

—¡Sí, coño, a todos los groseros dioses que trajeron los mañeses del África… para jodernos!

Y como si estuviese preparada la reafirmación al estallido de Trujillo, Pichardo subrayó: 

—¡Sí, Jefe, estamos y estaremos más jodidos mientras esos malditos vecinos sigan robando, matando y practicando su vudú en nuestro sagrado suelo!

—¡Usted lo sabe, Jefe: al único santo que debemos adorar los dominicanos se llama Rafael… San Rafael! —afirmó Escobar con cara de satisfacción.

—¡Sí, Jefe! ¡A San Rafael Trujillo es al único que debemos seguir los quisqueyanos! ¡Y a los que no les guste eso… que se jodan! —vociferó la esposa de Pichardo.

—Porque generalísimo —aulló Escobar—, ¡ya lo de Horacio y la Virgencita de la Altagracia hace rato que pasó a la historia! ¡Ahora lo que nos mueve y guía es Trujillo y la Virgencita! ¿Verdad, Jefe?

Al observar que el rostro de Trujillo volvía a la expresión del fiel recibidor de lisonjas, el taquígrafo Bertrán apuntó con cara de horror:  

—¡Mira que comerse un niñito!

—Pero eso no es nada —arguyó Pichardo—, ya en San Juan de la Maguana circula el gourde

—… y en Santiago se está vendiendo más clerén que ron Bermúdez —dijo Escobar.

—Eso es cierto, Jefe —gritó Bertrán—, los Bermúdez están que rugen…

—… Y también los Bello —adicionó Escobar.

—Detrás del clerén vendrá el Barbancourt… —gritó la esposa de Pichardo desde la galería.

—… y después la hechicería constante —dijo a su vez la esposa de Escobar.

—… la hechicería agresiva —sentenció Pichardo—…

—… la hechicería antinatural —vomitó Escobar—…

—… la hechicería selvática… —escupió la esposa de Pichardo…

—… ¡y la maldita nigromancia de la Guinea! —gritó Bertrán.

—¡La misma que trajo Dessalines, Jefe!... —dijo el guardaespaldas.

—… ¡la misma que Cristóbal llevó al paroxismo! —afirmó Escobar.

—Recuerde las amenazas de Soulouque, Jefe —dijo Pichardo—. ¿Recuerda sus palabras?: ¡A los dominicanos no les dejaremos ni gallinas ni gatos vivos! ¡Yo los perseguiré hasta el fondo de sus bosques, hasta las alturas del Cibao, sin piedad, como a puercos cimarrones!, dijo ese hijoeputa negro.

—¿Dijo eso el maldito Soulouque? —preguntó Trujillo.

—¡Sí, Jefe, eso dijo el hijoeputa seudo emperador! ¡Esas mismas fueron sus palabras! —reafirmó Pichardo.

—¡Ya los houngans y boccors haitianos venden sus elíxires con sangre humana en las calles de Barahona!… ¡Con sangre de dominicanos! —intervino Escobar…

—… ¡y también en las calles de Montecristi y de esta hermosa Dajabón, generalísimo! —dijo el guardaespaldas, deletreando las sílabas como si deshojara flores.  

—… ¡y también en las de Puerto Plata, amado guía! —bufó la esposa de Escobar.

¡Esos mañeses descienden de los boccors yorubas, Jefe! —lanzó Pichardo—. ¡Descienden de esos malditos brujos que los jefes tribales vendían a los negreros españoles y portugueses, para librarse de ellos y que, al no ser aceptados ni en la Louisiana ni Alabama, los dejaban caer en Puerto Príncipe!…

—… que debió llamarse por los siglos de los siglos Villa de la Santa María, como la bautizó el Gran Almirante —lanzó la esposa de Escobar.

—¡Recuerde, Jefe, cómo devoraron los mañeses, en Viajama, el corazón del coronel Viet por mandato preciso de Dessalines! —dijo apesadumbrado Pichardo.

—¡El mismísimo Chanlatte lo dijo, generalísimo! —sentenció Escobar.

—¿Qué, Escobar... qué dijo el tal Chanlatte? —preguntó Trujillo.

Que los haitianos están siempre listos para el robo y la devastación —contestó Escobar, agregando—: Por eso, Jefe, muy pronto, no tendremos bosques, ni ríos, ni madrugadas frescas.  

—Tenemos que recelar de Papá Vincent y su laissez faire, Jefe —arguyó Pichardo—, porque si la cosa sigue como va, en nuestros carnavales sólo se bailará el yanvalú y el petró!

—¡Ese es un desgraciado desideratum que mueve a los que los azuzan —expresó Escobar—, a los que envían mensajes de odio a las aldeas haitianas, a los que alimentan la idea de la indivisibilidad insular, como si esta isla hubiese sido descubierta por África!

—¡Coño! —gritó Trujillo, colérico.

—¡Sí, Jefe —dijo Pichardo—, me gusta ese coño! ¿Y sabe por qué? ¡Pues porque el maldito animismo no puede inyectarse como una vacuna!

—¡Por suerte tuvimos a un Sánchez Ramírez —intervino Bertrán—, a un Santana y, sobre todo, Jefe, lo tenemos a usted!

—¡Que viva Trujillo, coño! —gritó Pichardo.

—¡Que viva! —gritaron todos, mientras los ojos de Trujillo se achicaban y su lengua recorría los oscuros labios, relamiéndolos de puro gusto.







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