Bienvenida…
¡un adiós no!, sino como dice tu
nombre: ¡un abrazo eterno con la
memoria de tu vida!
Por
Efraim Castillo
Mario
Benedetti en uno
de los poemas de Adioses y bienvenidas,
que presentó en el 2005, cuatro años antes de su muerte y que, precisamente,
tituló Bienvenida, dejó escuetamente
lo que es un recibimiento y, a la vez, una despedida:
Ahora no tengo dudas
Vas a llegar distinta y con señales
Con nuevas (alegrías)
Con hondura
Con franqueza…
Sé que voy a quererte sin preguntas
Sé que vas a quererme sin respuestas…
Vas a llegar distinta y con señales
Con nuevas (alegrías)
Con hondura
Con franqueza…
Sé que voy a quererte sin preguntas
Sé que vas a quererme sin respuestas…
Y
es, precisamente por eso, que desde que atravesé la peligrosa curva de los
setenta años, me he venido preguntando: ¿qué es la muerte? ¿Será una partida o, acaso, una bienvenida? ¿Existirá como un tiempo
residual de la propia vida, este vía crucis de llantos, sorpresas y
alegrías?
William
Shakespeare, meditando sobre esa interrupción del hálito existencial, confesó en
uno de sus sonetos:
Cuando haya muerto, llórame tan solo
mientras escuches la campana triste,
anunciadora al mundo de mi fuga…
mientras escuches la campana triste,
anunciadora al mundo de mi fuga…
Porque la muerte, la gran atormentadora de los que
no somos capaces de comprenderla, de ajustarla como una sombra, como un gemelo,
como una acechanza invertebrada en el discurso de nuestras vidas, nos refugiamos
en el silencio de los recuerdos, de las vivencias y, desde allí, repetimos los
ecos que el tiempo diluye.
Por eso, este memorial que nos ha reunido para
recordar a Bienvenida Rodríguez, Viuda Archetti, no debe enfrentar la vida a la
muerte, sino para cantar —con la voz de la gratitud que enaltece el alma— su
travesía de bondad, humanismo, sabiduría y, ¿por qué negarlo?, sus lágrimas de
dolor, desde su nacimiento allá en Puerto Plata, en 1929, hasta su partida la
noche del pasado domingo, 24 de junio.
Era un niño de once años en esta San Cristóbal de
comienzos de los 50’s, cuando conocí a Bienvenida a través del ingeniero
Giovanni Archetti, uno de los técnicos que Alexander Kovacs había reunido y
contratado para estructurar la base tecnológica humana de la Armería, y quien visitaba nuestro hogar
en compañía de otros inmigrantes italianos, junto al doctor Rafael Despradel,
alguien a quien este pueblo no puede olvidar. Recuerdo a Bienvenida como una
mujer fuerte, siempre decidida y con unos destellos imaginativos siempre aptos
para responder a situaciones impredecibles, los cuales han heredado sus hijos,
a los que es muy, pero muy difícil, sacar la alfombra debajo de sus pies para
sorprenderlos con preguntas inoportunas.
La amistad de Bienvenida y Mimí, mi madre, fue tan
estrecha y a prueba de amarguras, que mi madre bautizó a uno de sus hijos y
Bienvenida a una de mis hermanas, sellando, mucho más allá de los cercos
alevosos de la vida, una amistad que se volvió confesión de desilusiones y
celebración de alegrías. Y esa fue una de las razones por las que nunca perdí
de vista el discurso vital de Bienvenida, y sus hijos pasaron a formar parte de
mi propia vida, como el aprecio que me une a Giovannito, a su esposa Mayra y a
sus hijos.
A través de Giovannito, Teresita, Sandra, Fico y
Carla, sé que Bienvenida estará presente, no sólo a través de esa genética que
traza los rasgos visibles de las personas, sino mediante esos brillos
intelectuales que ella plasmó como una herencia bendita en sus
discernimientos.
Bienvenida Vda. Archetti rodeada de sus hijos. Desde la izquierda: Stefano (Fico), Teresita, Carla, Sandra, su nieta Ana Teresa, y Giovannito.
Sí, Bienvenida está aquí, ahora mismo, habitando
el sacrosanto legado que Dios creó para que los padres los depositen en sus
hijos y éstos a sus nietos, y así perpetuarse una herencia que habitará el
planeta hasta el fin de los tiempos.
En la faz de Teresita veo a Bienvenida, y en la de
Giovannito, y en la de Carla, y en la de Fico, y en la de Sandra. La faz de
Bienvenida está en cada calle, en cada sendero abierto por sus pisadas, en cada
tristeza y goce que la llenaron durante sus ochenta y tres años de existencia y
los sesenta años habitando esta San Cristóbal de los recuerdos, que la acogió
como una madre ejemplar y a cuya sociedad legó su herencia fundamental: sus
hijos, sus dieciséis nietos y sus once biznietos.
De ahí, a que a Bienvenida no se la puede llorar
con esas lágrimas que brotan desde la fisiología del cuerpo, sino con aquellas
que, como las de la gratitud que pregonan el amor y la amistad, germinan desde
el pozo infinito de la ternura, para aposentarse en el legado inmaculado de su vida.
A Bienvenida tenemos que perpetuarla a través de una límpida nostalgia de
luces, de anécdotas vinculadas a sus goces, a esos brillos portentosos de su
imaginación y a los cantos y trinos que adornaron su existencia.
Pablo Neruda, cuando la tristeza lo abatía, recordó
a los seres amados en un poema que tituló Oda
al día feliz:
Hoy dejadme
a mí solo
ser feliz,
con todos o sin todos,
ser feliz
con el pasto
y la arena,
ser feliz
con el aire y la tierra,
ser feliz…
a mí solo
ser feliz,
con todos o sin todos,
ser feliz
con el pasto
y la arena,
ser feliz
con el aire y la tierra,
ser feliz…
Y eso, que no le quepa duda a nadie,
es lo que Bienvenida, desde ese lugar que ya habita en la inmortalidad, nos
está pidiendo a todos: ¡Sed felices con el recuerdo de su vida y con esas
alegrías que compartió junto a todos, cuando la incertidumbre amenazó la esperanza
y ella, con su coraje, la venció, fomentando una familia unida que ofreció a
San Cristóbal y al país, para luchar siempre apegada a la verdad y al amor!
Entonces,
¡por Dios!, no le digamos un adiós a Bienvenida,
sino como lo dice su nombre: ¡démosle un abrazo
eterno con la memoria de su vida!
Santo Domingo. Junio 28, 2012.
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