viernes, 7 de diciembre de 2018


RADHAMÉS GÓMEZ PEPÍN EN LA MEMORIA 

(A Cornelia Margarita Torres, por ser como es)

Por Efraim Castillo

Radhamés Gómez Pepín (1927-2015) —fue superviviente de una raza de periodistas en extinción—, y cuando partió de esta existencia temporal el país perdió una voz emisora de información imparcial, una voz descendiente de aquel periodismo nacido con el Acta Diurna creado por Julio César, donde la noticia era servida para transmitir conocimiento mediante el simple circuito emisor medio-receptor, y que él —conocedor innato de su importancia social— elevó a la cima a través de su vida, primero como reportero y columnista, y luego en la dirección del vespertino El Nacional. 

Radhamés, en esta postmodernidad donde lo light se sirve como un batido de lechosa con leche y azúcar sintética, y el periodismo yace moribundo a través de las supuestas ventajas de un hipertexto donde la información se produce one-to-one, con una interactividad instantánea que convierte al receptor (C) en emisor (A), mantuvo incólume los principios básicos de servir la noticia tal como sucedió, por más cruda que fuera, auspiciando el concepto inviolable, sacrosanto, de comunicar para servir.

Como investigador de todo lo relacionado con la comunicación social, Radhamés conocía los principios de la multiconectividad y su uso en los medios electrónicos, los cuales comenzaron en EEUU hacia 1993 con la empresa Knight Ridder, cuyos experimentos en servicios de videotextos tuvo magníficos resultados de research, proporcionándole el desarrollo de vastas redes telemáticas, incluyendo la Internet, así como de grandes herramientas para operaciones en la Web.

Recuerdo que en uno de los encuentros que sostuve con él y Luis Pérez Casanova (Lupeca), nos habló de que fue a partir de 1993 cuando las grandes cadenas periodísticas norteamericanas se dieron cuenta de la importancia de la noticia en línea, servida a través de periódicos electrónicos multimediales, aunque ya en 1992 The Chicago Tribune había creado su versión electrónica integral a través de la red de servicios de Internet —American OnLine (AOL)— y hacia 1994 The New York Times, The Washington Post, Los Angeles Times, Newsday, USA Today, The Kansas City Star y otros, habían dado el salto hacia los servicios de comunicación multimedia, seguidos por los más prestigiosos de Europa y Japón.

Sin embargo, Radhamés también sabía que el periodismo dominicano, aún obligado a caminar hacia la noticia one-to-one que penetra y hace espacio a través de las computadoras y la telefonía móvil, debía mantener los principios elementales de una comunicación cuyo espíritu humano tenía la obligación de enaltecer los valores de la sociedad.

El ejercicio periodístico de Radhamés Gómez Pepín y su existencia toda, nos obliga a meditar y a sentir en lo más hondo de nuestros corazones la maravillosa historia de esta nación que nos duele, donde no sólo con las armas en las manos, ni con oratorias apoyadas en retóricas sublimes, nacen y refulgen hombres que, con la misión de informar y alertar, han abierto caminos para mejorar el discurso histórico del país.

Por eso, Radhamés Gómez Pepín estará siempre en nuestros corazones.


El discurso simbiótico de nuestra publicidad

Por Efraim Castillo

Desde hace algún tiempo me he venido haciendo una pregunta: ¿Cómo evoluciona la publicidad dentro de las singularidades de una sociedad específica? Y junto a esta pregunta siempre añado una secuela de sub-interrogantes: ¿Lo hace de acuerdo a su entorno artificial concreto (cultura propia)? ¿Se establece por el bombardeo de los altoparlantes sociales? ¿Juegan el nacionalismo, el patriotismo y el sentido de angustia periférica algún papel trascendente en el discurso de su concreción?

Esa pregunta y su secuela han establecido en mí una preocupación cuyo ritmo llega a lo mortificante, más aún cuando algunos nuevos profetas de la comunicación local comienzan a trazar analogías equivocadas. Porque si el investigador social escudriña la evolución de la publicidad dominicana y su fenomenología, comprobará que en sus cambios estructurales ha gravitado —incisivamente— lo económico, como primeridad, y y lo político como segundidad. La mezcla de ambas gravitaciones, leídas como coyunturas, ha fundado desviaciones o distorsiones que, transcurrido el momento, se fundan en una simbiosis.
Así, desde los aleteos publicitarios primarios de Miguel Peguero hijo (Ph) y Homero León Díaz (en los años 40’s), atravesando por Yépez Alvear (en los 50’s), y llegando hasta Manuel García Vásquez a comienzos de los 60’s, la información de la existencia de bienes y servicios en la plaza cubrió las necesidades específicas de un mercado dictatorial de monopolio, completamente cerrado, sin la necesidad de apelar a ningún tipo de investigación. ¿Qué se podía investigar, entonces, sobre un consumidor con determinadas marcas de productos y servicios, y con la frontera de la innovación manipulada por el régimen?

Sin embargo, a partir del 1962 —y con el asentamiento de una apertura hacia lo informativo, lo económico y lo político—, a la información comercial primaria había que anexarle un argumento y más tarde una entretención, para vencer el tedio de la frecuencia reiterada.
Salvo algunas excepciones —posiblemente presionadas por unas cantigas oportunistas que se adueñaron del merengue—, la publicidad local que siguió a la muerte de Trujillo, hasta tocar las puertas de la Revolución de Abril, no reprodujo discursos creativos ajenos a la realidad social nacional, aún con la instalación en el país de la principal agencia publicitaria puertorriqueña (la Badillo & Bergés). Sin embargo, la realidad social concreta de la Cuba pre-revolucionaria, cuyo bombardeo a través de su radiodifusión marcaba pautas en nuestro país, sí se aposentó entre nosotros a través de algunos de sus publicitarios y sociólogos: Rivera Chacón, Salvador López, Orestes Martínez, Eduardo Palmer, Jacinto Cofiño, Jorge Piñeyro y Adolfo (Fito) Méndez, entre otros.

Así, la interrelación histórico-cultural entre Cuba y República Dominicana —hecha simbiosis por Máximo Gómez y José Martí— volvió a marcar pautas en nuestro país.


viernes, 24 de agosto de 2018


Mosqueteros del anuncio

Por Efraim Castillo

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Aunque esto que escribo ya lo había escrito antes (lo escribí en el año 2004 para la presentación del libro de Freddy Ortiz, “Mis 100 mejores artículos de Publicidad y Mercadeo), deseo narrarlo ahora porque aconteció durante una pequeña conversación que sostuve cierta noche de primavera de 1972, con René del Risco Bermúdez cuando su agencia Retho y la mía, Síntesis, recién abrían sus puertas en aquel año. Y al decir “una pequeña conversación” no deseo referirme a la brevedad de la misma, sino a cierto relámpago que nos iluminó por el tema que abordamos, ya que el mismo surgió sin que ninguno de los dos lo buscase y se refería a algo que subyacía en el país bajo una constante sospecha y atormentaba a los publicitarios dominicanos que se atrevían a estructurar, a fomentar y a echar las bases de una publicidad que, aunque claramente imperfecta, respondía maravillosamente a las exigencias de nuestro mercado.

Aquella noche de primavera conversé con René acerca de la importancia que requería nuestra publicidad de una creatividad que descansara en un personal nativo y capacitado. Y esto no se lo expresé como una especie de prurito chovinista, sino porque sabía que la fenomenología de la creatividad se aloja en un tercer discurso que se apoya en esencias culturales vinculadas al entorno de lo vivido, de lo transitado, para provocar que el anuncio se convierta en una comunicación, en un storytelling  capaz de interrelacionar las esencias y bondades del bien o del servicio publicitado con una colectividad específica. De ahí, que mientras más explícitas y nítidas sean las apoyaturas referenciales de esa unidad que se llama anuncio, mucho más profundamente tocará la mente del consumidor.

Algunos podrían argüir que no, que esto no es cierto, ya que el consumo está sujeto a variables que van mucho más allá de las especificidades culturales y, hasta cierto punto, tendrían razón si la historia no hubiese producido a tipos como Hitler, quien se apoderó de Alemania uniendo las teorías de los hermanos Grimm con la música de Wagner; o como Stalin, Mussolini, Franco, Trujillo y decenas de otros tiranos, que usaron el folclor y las especificidades de sus entornos para cimentar sus dictaduras. Porque son, precisamente, las particularidades engendradas en los senos de las naciones las que, por insignificantes que parezcan, estructuran las culturas. Es preciso recordar que Mussolini revivió en Italia el esplendor del Imperio Romano para apoderarse de Libia y masacrar a Etiopía; que Franco se apoyó en un rancio catolicismo —que atrasó históricamente a España— para derrotar a los republicanos, y que Trujillo utilizó el merengue en sus campañas de propaganda, con la sombra del mestizaje ibérico en sus proclamas y avisos.

Después de nuestra charla, René y yo caminamos por los bordes de una teoría que Heidegger había esbozado sobre las especificidades y su trascendencia en la composición de las naciones —el Ereignis— y que Plotino esquematizó en el singulare tantum, en ese “Uno que somos todos.

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Desde luego, la conversación con René del Risco se deslizó mucho más allá de Heidegger y Plotino, introduciéndose en la producción y sus mercados, y en el sistema conque éstos deben comunicarse a través de la ocupación que ejercíamos: la publicidad, ya que ésta —la publicidad—, como correlato de una publicística que enrola al periodismo, la comunicación social y las relaciones públicas, debe servir como canal de comunicación comprensible y plurívoco a sus lectores y auditorios objetivos.

Recuerdo que René me preguntó: “Efraim,  ¿te imaginas lo que sería, en este trecho histórico de nuestro pueblo (se refería al neurálgico decenio del 70), una publicidad orquestada por extranjeros?” Le respondí a René que sí, que me la imaginaba como un huevo sin sal o, peor aún, como un desaguisado violentador de nuestra realidad. A seguidas, nos remontamos a la mutación sonora esgrimida por los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, una teoría que colocó los primeros ladrillos en la comprensión de los comportamientos y especificidades de los pueblos y naciones como los componentes esenciales de sus culturas, algo que podemos palpar en pleno Mar Caribe, donde existen tres naciones que, como Cuba, Puerto Rico y República Dominicana, herederas de la colonización española y mezclas raciales sumamente parecidas, han derivado giros distintivos en el castellano que hablan  y en otros significativos modos de vida: en el arte, en los sistemas de valores e, inclusive, hasta en esos derechos fundamentales del ser humano que se traducen en las creencias.

De ahí, a que un jingle con ritmo de jazz difícilmente podrá anunciar exitosamente un producto como el casabe de Monción, o el chicharrón de Villa Mella, lo mismo que la utilización de un merengue como fondo musical no podrá ejercer comunicación alguna en un comercial para los Corn Flakes de Kellog’s, en EEUU. Sin embargo, debo aclarar que como en publicidad todo es posible debido a esa multiplicidad de recursos que engendra la heurística, podría —y a través de ciertas condiciones aleatorias— vender el chicharrón con jazz y el corn flake con merengue, adecuando los sistemas referenciales de los públicos destinatarios y llevando hasta los creativos involucrados en los procesos de producción nociones culturales de República Dominicana y Estados Unidos; o, como otra vertiente, educando a los auditorios sobre los referentes culturales implicados en la producción.

Pero, ¿por qué apunto todo esto? Lo hago por algo bien simple: en el libro “Mis mejores 100 artículos de publicidad y mercadeo”, Freddy Ortiz —sin teorizar— comparó y situó los errores que han matizado la reciente cronología histórica de la publicidad dominicana, casi todos atorados, primero en la pluriesfera de un mercado sin prototipos industriales, y luego entrampados en lo global. Ortiz, en su libro, alertó a los sectores publicitarios y mercadotécnicos dominicanos sobre estos errores y trampas, advirtiendo lo que, a la larga, conllevará a la imitación de marcas y estilos, así como al seguimiento de estrategias estructuradas para culturas completamente alejadas de la nuestra.

DISCURSO DE LA PUBLICIDAD DOMINICANA


El discurso simbiótico de nuestra publicidad

Por Efraim Castillo

Desde hace algún tiempo me he venido haciendo una pregunta: ¿Cómo evoluciona la publicidad dentro de las singularidades de una sociedad específica? Y junto a esta pregunta siempre añado una secuela de sub-interrogantes: ¿Lo hace de acuerdo a su entorno artificial concreto (cultura propia)? ¿Se establece por el bombardeo de los altoparlantes sociales? ¿Juegan el nacionalismo, el patriotismo y el sentido de angustia periférica algún papel trascendente en el discurso de su concreción?

Esa pregunta y su secuela han establecido en mí una preocupación cuyo ritmo llega a lo mortificante, más aún cuando algunos nuevos profetas de la comunicación local comienzan a trazar analogías equivocadas. Porque si el investigador social escudriña la evolución de la publicidad dominicana y su fenomenología, comprobará que en sus cambios estructurales ha gravitado —incisivamente— lo económico, como primeridad, y y lo político como segundidad. La mezcla de ambas gravitaciones, leídas como coyunturas, ha fundado desviaciones o distorsiones que, transcurrido el momento, se fundan en una simbiosis.
Así, desde los aleteos publicitarios primarios de Miguel Peguero hijo (Ph) y Homero León Díaz (en los años 40’s), atravesando por Yépez Alvear (en los 50’s), y llegando hasta Manuel García Vásquez a comienzos de los 60’s, la información de la existencia de bienes y servicios en la plaza cubrió las necesidades específicas de un mercado dictatorial de monopolio, completamente cerrado, sin la necesidad de apelar a ningún tipo de investigación. ¿Qué se podía investigar, entonces, sobre un consumidor con determinadas marcas de productos y servicios, y con la frontera de la innovación manipulada por el régimen?

Sin embargo, a partir del 1962 —y con el asentamiento de una apertura hacia lo informativo, lo económico y lo político—, a la información comercial primaria había que anexarle un argumento y más tarde una entretención, para vencer el tedio de la frecuencia reiterada.
Salvo algunas excepciones —posiblemente presionadas por unas cantigas oportunistas que se adueñaron del merengue—, la publicidad local que siguió a la muerte de Trujillo, hasta tocar las puertas de la Revolución de Abril, no reprodujo discursos creativos ajenos a la realidad social nacional, aún con la instalación en el país de la principal agencia publicitaria puertorriqueña (la Badillo & Bergés). Sin embargo, la realidad social concreta de la Cuba pre-revolucionaria, cuyo bombardeo a través de su radiodifusión marcaba pautas en nuestro país, sí se aposentó entre nosotros a través de algunos de sus publicitarios y sociólogos: Rivera Chacón, Salvador López, Orestes Martínez, Eduardo Palmer, Jacinto Cofiño, Jorge Piñeyro y Adolfo (Fito) Méndez, entre otros.

Así, la interrelación histórico-cultural entre Cuba y República Dominicana —hecha simbiosis por Máximo Gómez y José Martí— volvió a marcar pautas en nuestro país.