lunes, 29 de abril de 2019

SUPERVIVIENTES


Supervivientes

Por Efraim Castillo

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La vida bajo las dictaduras no facilita esos espejos de la Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll (pseudónimo de Charles L. Dodgson) para, atravesándolos, arribar a mundos utópicos, porque las dictaduras hay que sufrirlas si no se desean combatir, viviéndolas bajo sus reglas, pero extrayendo de ellas ese lado reconstructivo que viene parejo con las férreas disciplinas que estructuran y posibilitando los alcances provenientes de sus programas de reintroducción capitalista, siempre tutelados bajo la férrea supervisión del Estado, tal como se produjo en el patrón dictatorial de Trujillo. Esta modélica organización de las dictaduras fue la que visionó Juan Bosch en 1963, pero que no pudo implementar por su derrocamiento en septiembre de ese año y que, luego, en 1969, expresó en su teoría de la dictadura con respaldo popular.

Los nacidos entre los años 1937 y 1942 —que integramos la Generación del 60— conocimos aquella “Era” casi desde su mismo inicio, asimilando el cambio descomunal que transformó al país desde 1930 a 1945, cuando los gobiernos dictatoriales del mundo, empujados por los fenómenos revolucionarios producidos antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, tuvieron que operar nuevos discursos. Y fue así que conocimos a los coberos y limpiasacos oficiales que, abofeteando la historia, propusieron y obtuvieron el cambio de nombre a la capital dominicana. Conocimos, también, la efeméride del primer centenario de fundado el país (1944), cuando Trujillo, en un acto que debe ser recordado como un trascendental acontecimiento histórico, arribó a un tratado para pagar la azarosa deuda externa que nos ocasionó los más terribles daños: el Empréstito Hartmont, tomado por Buenaventura Báez al aventurero inglés Edward H. Hartmont, setenta y cinco años atrás (1869), por la suma de 420 mil libras esterlinas, de las cuales sólo recibimos una pequeña parte y que ocasionó —entre otros males— los cierres de crédito al país antes de finalizar el Siglo XIX, la confiscación de nuestras aduanas y, lo más brutal, la primera intervención armada norteamericana, en 1916. En esa década de los 40’s nos enteramos del momento en que Trujillo quiso abrirse a la democracia —presionado por los cambios posbélicos— permitiendo el surgimiento de partidos liberales, una medida que tuvo que anular a los pocos meses y que produjo el primer sismo de repudio colectivo a la dictadura. La secuela de esa represión fue la expedición de Luperón, en 1949.
En esos episodios, Trujillo, gran dominador del imaginario dominicano de los años veinte y treinta, tropezó con una generación  que, aunque incubada mayoritariamente bajo su mando, no conocía a plenitud. Esta fue una generación que a pesar de haberse alimentado con las consignas propagandísticas del régimen, también tenía acceso a la radiodifusión de onda corta, a la prensa y al cine, por lo cual se había enterado de la existencia de la Unión Soviética y de las caídas del fascismo y el nazismo; aunque desde luego, también conocía las trochas dictatoriales abiertas en España, con Francisco Franco, en 1939.

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Luego, la Generación del 60 conocería las dictaduras de Alfredo Stroessner en Paraguay, en 1940, y las de Marcos Pérez Jiménez y Gustavo Rojas Pinilla, en Venezuela y Colombia, en 1953. Desde luego, las dictaduras germinadas entre y después de la Segunda Guerra Mundial diferían de las mesiánicas de Stalin, Mussolini, Hitler y Trujillo, porque éstas se apoyaban en ideologías sostenidas sobre bases que propugnaban estrategias vinculantes a la capacidad nacional de producción y exportación, así como en el control de los niveles de inversión externa. Sartre, en El Ser y la Nada, su obra filosófica cumbre (Librairie Gallimar, 1943), tiene una respuesta ante ese nudo que aprieta al ser humano frente a la realidad:Los novelistas y los poetas han insistido esencialmente sobre esta virtud separadora del tiempo, así como sobre una idea vecina, que se desprende (…) de la dinámica temporal: la de que todo ahora está destinado a volverse un otrora; porque el tiempo roe y socava, separa, huye; e igualmente a título de separador —separando al hombre de su pena o del objeto de su pena—, también cura”.

Para Sartre, el poder del ser humano es comprender y asimilar el verbo sobrevivir, no como un suceso oportunista, sino como un acontecer fenomenológico. Por eso, los que soportamos el tránsito de la dictadura pudimos descifrar esa noción de historia que nos remitió, sin disminuirnos, a una supervivencia que mezcló admiración, miedo y  resistencia, con una secreta desconfianza; y esto, sin lugar a dudas, porque como testigos de primera fila, tuvimos que moler el vidrio y soslayar las sospechas, tragándonos —sin masticar— las alabanzas proclamadas por los personeros de que Trujillo fue para el país un fenómeno organizador, una especie de amo-dictador que reparó los múltiples caos que permanecían disueltos en los avatares de una historia sin definición aparente, infundiendo miedo a los que habitamos ese espacio-tiempo. Por eso, por ese camino recorrido, tratamos de no sucumbir, aferrándonos a un existir apegado a las apariencias, pero ateniéndonos a lo que intuíamos, no a lo que el régimen deseaba que viéramos.

¿Por qué más de un millón de dominicanos, exceptuando unos pocos, no le dijeron NO a Trujillo y se esperó hasta mediados de la década de los 40’s, cuando surgieron grupos antagónicos a su régimen?  En Fenomenología del espíritu (1807), Hegel arroja luz sobre esta relación entre amo-esclavo —o en el caso específico del poder político, entre dictador-ciudadano—. Explica Hegel: “El esclavo (o el ciudadano, apunto yo) por el contrario, no tiene necesidad del amo (o del dictador, apunto yo) para satisfacer (sus) propias necesidades, y, por lo tanto, se encuentra en una posición de efectiva ventaja respecto de aquel. El trabajo lo ha emancipado del dominio del amo (o del dictador). Pero el esclavo (o el ciudadano) se ha hallado en la posición del dominado, porque ha sentido angustia frente a la totalidad de la propia existencia a causa de que ha tenido miedo a la muerte (furcht des todes)”.

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Para Hegel,  enuncia el filósofo italiano Antonino Infranca, “el propio miedo del esclavo  contagia y aprisiona al amo, que se vuelve —al mismo tiempo— su propio esclavo, conformando una simbiosis” (Revista Topía, 2001). Sin embargo, hubo una transformación esencial en la aparente sumisión de los que optamos por adaptarnos y supervivir a la dictadura, y ese cambio fundamental comenzó a contagiar nuestra generación a partir de  la mitad de los años 50’s, cuando Trujillo permeó la obediencia y la admiración del país hacia su régimen, tras sustituir la dureza del respeto y el temor como sostén de la obediencia —articulados a través de bandas organizadas y caciques despiadados— por una nueva estrategia de terror psicológico, copiada de los dictadores que pisaron nuestro suelo a partir de la mitad de ese decenio: Domingo Perón, Marcos Pérez Jiménez, Gustavo Rojas Pinilla y Fulgencio Batista, quienes se aposentaron en el país y lo convirtieron en una madriguera de canallas, un espacio decisivo en el que los asesores de Trujillo debieron exponerle que el tiempo de regir un país con la táctica del terror como doctrina había llegado a su fin.
Hoy, los que sobrevivimos de aquella generación nacida entre 1937-38 al 1942 —los más jóvenes contando con setenta y siete años y los mayores sobre los ochenta—, podemos mirar atrás y sonreír, porque partiendo de los hitos que marcaron al país desde el decenio de los 30’s, la vida ha recorrido un trayecto histórico impulsado por cruciales cambios sociales, tecnológicos y científicos, y nuestra generación, con muy pocas excepciones, los ha recorrido como protagonista de un discurso apegado a las disciplinas ensambladas a las ciencias, los deportes, la literatura y la tecnología, tratando de servir a los demás y auspiciando y respetando los valores que engrandecen la patria.
La Generación del 60 habitó dos tercios de la dictadura de Trujillo y en ese interregno  histórico decenas de sus miembros fueron torturados y asesinados. Pero luego de la muerte del dictador, nuestra generación fue partícipe de primer orden en la huida de los Trujillo, a finales del 1961, y de Balaguer, en 1962; en el apoyo a Bosch en diciembre de ese mismo año y en las luchas guerrilleras y protestas urbanas escenificadas tras su derrocamiento en 1963; en la participación decisiva y combatiente durante la revolución de abril del 1965; y en el enfrentamiento al balaguerismo desde su misma ascensión al poder en 1966, hasta su salida en 1978, en donde muchos de sus integrantes fueron  asesinados.
Nuestra Generación del 60 ha completado los ciclos discursivos de un país, que aunque a veces parece doblarse sobre sí mismo, siempre se levanta vigoroso, apoyándose en sus buenos hijos. Por eso, los supervivientes de nuestra generación, sin miedo al pasado, sin miedo al presente y sin miedo al futuro, podemos enfrentar los desafíos, trampas y enmascaramientos que nos acechan, porque hemos vivido una vida colmada de zancadillas y la hemos supervivido como una llama ardiente atravesando la historia.

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Miguel Alfonseca, amigo mío, estoy aquí para quebrar y fragmentar los recuerdos; estoy aquí, donde el estío de la calle El Conde reverbera como un oráculo entre el viento y los chamanes envejecidos, gritando al hastío del tiempo. Te fuiste tú, se fueron Manolo, Jacques, René, Grey, Ayuso, Condecito, Silvano y Juan Bosco. ¿Cuántos más, Miguel, partirán en esta procesión de ángeles, de ángeles coléricos, cuyos gritos debieron provocar los truenos para despertar este país dormido? Sin embargo, está aquí, presentida y sensiblemente aprisionada entre furtivas evocaciones, la imagen de la mañana soñolienta: San Carlos abriéndose a la lluvia, a los pregones hirientes de la antesala, a las esquinas que aguardan la bruma. Está aquí, presentido, ese Gascue que gime desde las greñas de su bosque difuso, de las hirientes garras que carcomen sus bases. Está aquí, también presentida y sensiblemente aprehendida, la imagen de Grey Coiscou riendo con su boca amplia, con sus dientes de filo certero, donde Condecito esgrime la metáfora como un halo negro disuelto entre ecos de campanas, trinos y raídos pinceles.

Sí, Miguel, los recuerdos están aquí y también están aquí —para negar los sacrificios y la sangre derramada— los que negaron a Bosch y escupieron su legado. Están aquí sin sus disfraces de mansas ovejas, sin las sonrisas almidonadas que blandían como banderas, sin la espectacularidad ideológica de un “servir al partido para servir al país”, sin las proclamas alucinantes de una moralidad escatológica. Están aquí, Miguel, están aquí y enroscados como sierpes en cada ranura burocrática, en cada peldaño del poder político, gesticulando, moviéndose y pisoteando cada mosaico donde se estamparon nuestras cuitas y utopías.

¡Ah, Miguel, si aún aquella primavera que estalló en abril abriera un surco de esperanza! Pero, ¿será posible redimir la historia con esos gritos seudo musicales urbanos, en donde prima el sexo desaforado y se consume la energía vital en discontinuidades opacas, banales, que sepultan los continuos, los fluidos rítmicos de una historia que puede vibrar en la quimera, en los cantos sonoros de la plenitud de vivir? ¿Será posible percibir, aún, la voz de Manolo, de Juan Miguel, de ese Bosch que creyó descubrir una tribu de hombres inmaculados, de Peña Gómez vociferando la redención de la isla, y de aquellos ilusos que, como tú, como yo, y como todos los que conformamos la Generación del 60, anduvimos —como dóciles manadas— los caminos que resultaron ser trampas?

Supervivir esta historia, Miguel, es un ejercicio de iracundia y estupor, porque hoy los cantos se mellan contra un feroz clientelismo cuyas limosnas humillan y esclavizan. Hoy, aquello que llamábamos “el pueblo en lucha”, la semiotización lo ha convertido en una ridícula fracción del espectáculo, porque la sensibilidad se ha perdido. Por eso, precisamente por eso, Miguel, la única ilusión valedera podría ser aquel soldado desconocido, o alguien capaz de sumar sonrisas y rituales, explicando a todos que la transformación a la que llaman “cambio” puede conquistarse con la redención de la historia.

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