AL SABOREAR LA VEJEZ
Por Efraim Castillo
El viaje hacia la vejez, el viaje hasta
esa “Vejecia de los honores” descrita por Baltasar de Gracián en su obra magna,
“El criticón” (1657), donde la ancianidad se divide en la Vejecia de los
honores y la Vejecia de los horrores, no puede instaurarse en China, porque
allí llegar a viejo convierte al ser humano en honorable y bastión cultural, a
través de la “Ley de Protección de los Derechos e Intereses del Anciano”, que responsabiliza
a los hijos adultos de proveer las necesidades espirituales de sus padres.
Pero en este Occidente
que sufrimos, el culto a la juventud hace del botox y la suposición una
sagrada aspiración, porque ser viejo en Occidente es arribar a las soledades e
invisibilidades que cubren al ser humano y se comienzan a vivir las exclusiones
y alejamientos —sobre todo en la esfera social— donde los cultos se le rinden a
los cuerpos inmaculados y a la belleza, propiciándose maratones de cirugías
para cortar arrugas, senos caídos, vientres y nalgas grasientos. Y los viejos que
superviven como parte de una intelligentsia privilegiada y fueron dioses
aplaudidos en sus años de esplendor, sienten más hondamente ese pesar, esa separación,
esa arritmia que los desvincula y ahoga en la soledad.
Y todo para tratar de obviar que, al
saborear la vejez, se asustan las angustias y la evocación arropa los
instintos, tornándolos blandos, llenos de júbilo y
pretenciosas epifanías; todo para tratar de ocultar que saborear la
vejez es revivir los entornos y ver crecer los trinos, dilatando los colores y alejando
los temores por la muerte.
Sí, al saborear la vejez la agonía de
la vanidad deja de ser espejo, presencia tartufa, simulacro de vida,
convirtiendo el amor en una luenga sábana que arropa y cobija; al saborear la
vejez dejamos de lado la frenética lucha del poder y una placentera paz nos
acaricia como un inmenso gozo, retornando las sonrisas del recuerdo como olas
esplendorosas. Así, las voces y risas de los nietos nos avisan que nuestros
genes flotarán en el espectro de los tiempos, acorralando las promesas y deshaciendo
como espuma todo aquello que quebró los sueños.
Llegar a la
vejez es alcanzar una dimensión de transparencia, donde el anciano se convierte
en un ser limpio, en un ente que la historia absorbe. Entonces, Dios aguarda la
despedida final para tender la mano y abrir los ojos al horizonte de la alegría.
Así, de nada valdrán las máscaras y los subterfugios, porque la vejez llega como
una ráfaga de polvo y cera, abriendo puertas que se creían disueltas. La vejez
es un estadio de vida donde los días desembocan en el infinito.
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