miércoles, 22 de mayo de 2019

Supervivientes


SUPERVIVIENTES 

(A Miguel Alfonseca y con él a toda la Generación del 60)


Por Efraim Castillo

Miguel Alfonseca, amigo mío, estoy aquí para quebrar y fragmentar los recuerdos; estoy aquí, donde el estío de la calle El Conde reverbera como un oráculo entre el viento y los chamanes envejecidos, gritando al hastío del tiempo. Te fuiste tú, se fueron Manolo, Jacques, René, Grey, Ayuso, Condecito, Silvano y Juan Bosco. ¿Cuántos más, Miguel, partirán en esta procesión de ángeles, de ángeles coléricos, cuyos gritos debieron provocar los truenos para despertar este país dormido? Sin embargo, está aquí, presentida y sensiblemente aprisionada entre furtivas evocaciones, la imagen de la mañana soñolienta: San Carlos abriéndose a la lluvia, a los pregones hirientes de la antesala, a las esquinas que aguardan la bruma. Está aquí, presentido, ese Gascue que gime desde las greñas de su bosque difuso, de las hirientes garras que carcomen sus bases. Está aquí, también presentida y sensiblemente aprehendida, la imagen de Grey Coiscou riendo con su boca amplia, con sus dientes de filo certero, donde Condecito esgrime la metáfora como un halo negro disuelto entre ecos de campanas, trinos y raídos pinceles.

Sí, Miguel, los recuerdos están aquí y también están aquí —para negar los sacrificios y la sangre derramada— los que negaron a Bosch y escupieron su legado. Están aquí sin sus disfraces de mansas ovejas, sin las sonrisas almidonadas que blandían como banderas, sin la espectacularidad ideológica de un “servir al partido para servir al país”, sin las proclamas alucinantes de una moralidad escatológica. Están aquí, Miguel, están aquí y enroscados como sierpes en cada ranura burocrática, en cada peldaño del poder político, gesticulando, moviéndose y pisoteando cada mosaico donde se estamparon nuestras cuitas y utopías.

 Miguel Alfonseca


¡Ah, Miguel, si aún aquella primavera que estalló en abril abriera un surco de esperanza! Pero, ¿será posible redimir la historia con esos gritos seudo musicales urbanos, en donde prima el sexo desaforado y se consume la energía vital en discontinuidades opacas, banales, que sepultan los continuos, los fluidos rítmicos de una historia que puede vibrar en la quimera, en los cantos sonoros de la plenitud de vivir? ¿Será posible percibir, aún, la voz de Manolo, de Juan Miguel, de ese Bosch que creyó descubrir una tribu de hombres inmaculados, de Peña Gómez vociferando la redención de la isla, y de aquellos ilusos que, como tú, como yo, y como todos los que conformamos la Generación del 60, anduvimos —como dóciles manadas— los caminos que resultaron ser trampas?

Supervivir esta historia, Miguel, es un ejercicio de iracundia y estupor, porque hoy los cantos se mellan contra un feroz clientelismo cuyas limosnas humillan y esclavizan. Hoy, aquello que llamábamos “el pueblo en lucha”, la semiotización, la ha convertido en una ridícula fracción del espectáculo, porque la sensibilidad se ha perdido. Por eso, precisamente por eso, Miguel, la única ilusión valedera podría ser aquel soldado desconocido, o alguien capaz de sumar sonrisas y rituales, explicando a todos que la transformación a la que llaman “cambio” puede conquistarse con la redención de la historia.

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