lunes, 18 de noviembre de 2019

CULTURA PETRIFICADA


Cultura Petrificada

Por Efraim Castillo

Uno de los mayores retos del discurso creativo de Ramón Oviedo (1924-2015) se presentó a finales del 1990, cuando por diligencias mías ante el embajador dominicano en Francia, Caonabo Fernández Naranjo [quien había sido nombrado en el cargo a comienzos del 1987] la UNESCO aceptó como un obsequio del país a dicho organismo el mural Cultura petrificada —un lienzo de 156 por 467 cm—, el cual fue entregado a su Director General, Federico Mayor Zaragoza, a comienzos del 1991.


En Cultura petrificada Oviedo reivindica las ramificaciones de las voces, las notas musicales y los lenguajes estéticos de lo que fuimos y que, por desidia o enmascaramientos, yacen como formas muertas en nuestra historiografía. Con esta reflexión, Oviedo no quiso glorificar la tradición —solapada siempre en lo anónimo—, sino denunciar los disimulos asumidos por la postmodernidad para sepultar las características de las expresiones artísticas que superviven en el folclore. Oviedo, un escarbador consuetudinario de lo ancestral, organiza en Cultura petrificada una separación —un deslinde— del arte crítico y el asumido como pueblo, en un mural cuya lectura enfrenta —a través de un diablo cojuelo [o tótem] de brazos abiertos— la vinculación de penurias que ha tejido in extremis nuestra vinculación con el pasado. En el mural, el Maestro acudió al estudio de crónicas, mitos, creencias y supersticiones, todos cosidos alrededor de lo que somos.

Con el expresionismo-abstracto que asumió a partir del 1984 —y que clausuró el periodo de las prisas—, Oviedo retornó a una escritura de lectura horizontal, ordenando la estructura del mural a partir de ese diablo cojuelo [o tótem] para simbolizar la expresión artística primitiva de nuestros aborígenes, amenazada del aniquilamiento total en los discursos desfigurados que han enmarañado las preferencias estéticas, tanto de críticos culturales como de los esnobistas de siempre, buscadores insaciables de una huidiza postmodernidad. El mural, desde luego, libera una reflexión teórica acerca de lo que sería la hipotética muerte de nuestra cultura popular frente al crecimiento exponencial de la cibernética, inscribiéndose como un manifiesto de protesta contra lo que Ernst Gombrich definió como “opción estética”, al preguntársele en un programa radial de 1979 sobre “qué entendía por arte primitivo” (Woodfield: The Essential Gombrich, 1996). Esta “opción estética” es lo que Ramón Oviedo concibió como una “cultura petrificada”, una instancia lúcida de la manifestación artística popular sustanciada en la evolución histórica, no sólo del pueblo dominicano, sino de todos los pueblos en donde convergen —convirtiéndose en sujetos— los renuevos del canto, la danza, la pintura y la lengua, relatados desde lo aborigen, lo africano y las imposiciones del colonizador.

Creado para denunciar, ningún escenario fue más propicio para Cultura petrificada que las paredes de la UNESCO, en París, una reafirmación pictórica de Ramón Oviedo para establecer la representación de una estética inclusiva y crítica sobre la necesidad de que el pasado y sus manifestaciones populares supervivan —negándose a morir— para abrirse a la comprensión amorosa de una historia que grita su perfil en lo contemporáneo.

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