lunes, 13 de abril de 2020

RECORDANDO A PEDRO


Recordando a Pedro

Por Efraim Castillo

En los días que el muro de Berlín fue derribado, Silvano Lora, Dato Pagán, Pedro Mir y yo, ocupando asientos en el atelier de Silvano de la avenida Pasteur, nos planteábamos apasionadamente el futuro de las culturas; es decir, de los componentes físicos y abstractos que moldean la totalidad de las producciones sociales e impregnan las singularidades a las naciones, esas cualidades que, evadiendo lo que numérica o cuantitativamente no responde a la especificidad local, crea la diferencia entre los pueblos  y que Heidegger, sabiamente, expuso «como el valor de un ser —su poder— que puede medirse por su capacidad de recrearse», asegurando que «un ser es tanto más singular cuanto más capaz es de recrearse» (Heidegger: “Identität und differenz, neske, pfullingen”, 1957).

 Pedro Mir.
Pedro Mir —que siempre fue dado a la observación profunda— no salía aún de su estupefacción por el desgajamiento en cadena de una estructura político-social como la Unión Soviética, que había costado tantos esfuerzos y sacrificios, pero apostaba a que lo que se vislumbraba en el horizonte como una naciente, desafiante y arbitraria polaridad en la conducción mundial, no podría erradicar el abanico multifactorial de valores que conformaban las singularidades nacionales.
Y esto lo decía Pedro Mir, a pesar de saber que desde hacía tiempo en la URSS y otros países de la Europa oriental los pantalones tipo vaquero, la Coca-Cola y los hotdogs comenzaban a ponerse de moda. Pedro conocía que no hay conquista completa hasta que la integración de lo meramente singular [ese complejo entorno —no contorno— de valores, creencias y actitudes compartidas] no se disolviera en lo numérico o cuantitativo, produciéndose el efecto-mosaico de la contaminación.
 Silvano Lora.
 Dato Pagán.

Entonces, Silvano, Dato y yo reforzábamos las reflexiones de Mir, señalándole las grandes conquistas, crecimientos imperiales y muertes de civilizaciones registradas en la historia: la sumeria, ahogada por la egipcia y otros pueblos de la Anatolia; la egipcia, consumida por reyertas internas y suplantada por un reinado griego a la muerte de Alejandro [el de Tolomeo]; la griega, absorbida por la romana, y ésta disgregada a partir de los grandes papados fortalecidos por Carolus Magnus [Carlomagno], que vigorizaron la llamada Edad Media; hasta llegar al último de los grandes guerreros europeos, Napoleón, que selló sus conquistas con un revolucionario código impregnado en las huellas de la Revolución Francesa y el derecho consuetudinario, pero que no pudo —a pesar de todas las ocupaciones martilladas por lanzas, sables, fusiles y cañones que destruyeron aldeas, ciudades y vastos territorios— destruir las singularidades de las naciones conquistadas, las cuales supervivieron a la masacre y a la asfixia.
Pedro Mir sabía que lo que ha impregnado de ese sabor singular a la enorme diversidad de pueblos ha sido —y será— la maternidad y la cocina, transmitidas como herencia por un cordón umbilical que se extiende orgánicamente a la lengua, a los olores y a los colores, y que se complementan en una expresión fundamental de totalidad.

(Publicado en este diario el 19 de noviembre del 2016)


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