Por Efraim Castillo
LOS CUBANOS DEL exilio —en una aplastante mayoría— se vinculan, se reconfortan y lloran porque llevan a Cuba en un agujero enorme y sangrante del corazón. Este agujero, como un fenómeno extra-antropológico, no se llama Fidel (que es un subterfugio, un asombro, un miedo al que consideraron pasajero), sino que responde a un héroe ya mítico que lleva por nombre José Martí y que representa para ellos la Patria misma, al igual que una poderosa razón que les pesa y les bulle en el alma como un ritmo guarachoso.
Así, Martí personifica para los cubanos del exilio una ilusoria estadía en la gran isla antillana y, al mismo tiempo, una trampa dorada que los abruma de recuerdos inalcanzables, porque Martí, como apóstol y redentor del grito de esperanza que llevó a Cuba a una independencia del brazo de Máximo Gómez, ha sido el personaje idóneo para que los protagonistas de las irrupciones y villanías lo exalten, bendiciéndole como el inspirador supremo de sus actos. De igual modo, Martí ha sido derechista e izquierdista, ateo y santo, un exitoso pitcher abridor y dueño de equipo, y también el poeta de las contradicciones e ideólogo supremo… Pero siempre —¡siempre!—, el cubano número uno del mundo.
Pedro Ramón López-Oliver |
Y a Pedro Ramón López-Oliver[1], un cubano del exilio, esta casi arbitraria definición podría venirle como anillo al dedo —pero que no le viene— porque para él José Martí es algo más que la Patria y que una razón de peso para soportar su destierro. Para Pedro Ramón López-Oliver el recuerdo de Martí es la vivificación plena de una Cuba en recidiva; de una Cuba cuya enfermedad colonial no se curó del todo en 1898, sino que ha continuado redefiniéndose como un moriviví a través de Machado y Batista, en el 33, de Grau San Martín, en el 44, de Carlos Prío Socarrás, en el 48 y, desde luego, de Fidel Castro en el 56 y 59, encaminándose éste hacia el medio siglo de haberse alzado con el poder.
O sea, que el Martí que López-Oliver presenta en la muestra Cuba y Martí: En el ojo del huracán no murió en 1898, sino que resucitó como una referencia solicitada en 1933, tras el asalto al poder de Batista, y ha atravesado los últimos setenta y cinco años aposentándose, no como el ensueño fantasmagórico que los dominicanos atesoramos con una débil imagen de Duarte, sino como un ente que funge de preservativo social para justificar los discursos de todos aquellos que han protagonizado los eventos políticos de Cuba en los últimos tres cuartos de siglo.
El recuerdo de Martí para Pedro Ramón López-Oliver tampoco es una obsesión, sino una sospecha irreconciliable que ha traspasado el tiempo y lo ha unido en todos los correlatos que conforman el imaginario de la Cuba actual.
Y para probarlo (y sin jamás haber pretendido convertirse en un ente mimético, pero sí en un enlazador, en un analogon sintetizador de realidades obstruidas por, tal vez, una historia acomodada a las circunstancias), López-Oliver se ha armado de un pincel para unir en un agujero de gusano traspasador y unificador de los tiempos —con Martí como eje central—, a todos los personajes que han incidido en el recuento cubano auténtico de los últimos setenta y cinco años y que, para muchos, sabe considerablemente más que a historia, a pura patraña.
Este agujero de gusano de López-Oliver, no es desde luego, ese túnel de diámetro infinitesimal que podría —según la física teórica— conectar alguna región del universo con otra, descontando los tiempos, esas sacudidas einsteinianas que marcan los compases sigilosos de los segundos, los minutos y las horas, sino un agujero-observatorio para narrar a través de una estética innovadora y transformadora —por su eclecticismo conceptual— una historia que, como la de Cuba, ha sido registrada en una cronología de sorpresas y contradicciones, pero siempre con el fantasma primoroso, flexible y oportuno de José Martí a cuestas… ¡como una sombra, como un espejo multiplicador de los objetos!
Y esto es lo que López-Oliver ha iconografiado en Cuba y Martí: En el ojo del huracán, para que sirva de observación y conocimiento históricos.
López, desmontando y aprovechándose de las estéticas pictóricas de los maestros cubanos que brillaron en los años treinta y cuarenta (Amelia Peláez, René Portocarrero, Cundo Bermúdez, Mario Carreño, Mariano Rodríguez, Wifredo Lam y otros), ensambla a Martí entre los personajes que, de una forma u otra, han incidido en la historia cubana, como un fantasma avizorador de las tempestades y su figura, en donde su rostro se presiente, a veces, a través de su mostacho o sus huesudos pómulos, lo presenta como un testigo mudo pero severo de los aciertos y desaciertos de un discurso en donde él —Martí— está libre de sospechas. Por eso, en este agujero de gusano José Martí va mucho más allá de la metáfora para convertirse en un paralelo que descorre el tiempo, ya que —y esa es una de las lecturas de la muestra de López-Oliver— el apóstol cubano ha sido usado, constantemente, como una armadura, como una coraza protectora por los héroes —falsos o no— para así irrumpir en la historia y cotejarse con la leyenda.
Quien observa la muestra en su conjunto, sin detenerse a leer cada obra descontextualizada e individualizada como un solitario icono, se sentirá golpeado, casi abrumado por esos martíes transfigurados y cotejados dentro de las imágenes de la exposición, que abarcan siete décadas. Encontrará y juzgará, del mismo modo, que al prócer cubano se le ha jugado una pesada broma. Pero cuando el observador separe cada objeto de la muestra y lo lea con detenimiento, escrutando los personajes donde López-Oliver ha insertado el Martí percibido, todas sus sospechas se diluirán y sobrevendrá en su apreciación un sólido goce estético que lo impulsará a aplaudir el atrevimiento de López-Oliver de, por una parte, denunciar y desacralizar (no a Martí, desde luego) sino a los que lo han usado para treparse sobre él y, por la otra, enfatizar al héroe como un hombre cuyo talento para denunciar, violentar, domesticar y forzar la historia, fue superior a sus lacras.
Apoyándose en una estética abierta, desinhibida, Pedro Ramón López-Oliver bordea el arte conceptual y, por momentos, se lo apropia para utilizarlo como herramienta, pero abriéndose a una observación de la historia cubana desde una focalización ontológica que pretende obviar los problemas de forma y contenido a través de una absoluta libertad.
López-Oliver, partiendo de un lenguaje desprovisto de las cargas —modernas y posmodernas— que han sintetizado el arte desde la segunda mitad del Siglo XIX hasta nuestros días (impresionismo, expresionismo, cubismo, fauvismo, dadaísmo, abstraccionismo, surrealismo, abstraccionismo geométrico, constructivismo, expresionismo abstracto y neorrealismo), lateraliza su estética de manos del conceptualismo teorizado por Sol LeWitt en los 60's, donde el fundamento de la idea, o el concepto, es lo que motoriza la esencia vital de la obra. Sin embargo, para López-Oliver lo primario en su lenguaje no ha sido provocar un parentesco entre su obra y el concepto, sino el sintetizar de la manera más expedita —y tal como se estructura en el arte utilitario, pero permitido en la estética conceptual— un mensaje, una noción de que las contradicciones implícitas en la realidad cubana han sido construidas a partir de la intolerancia.
Es decir, López-Oliver no ha apostado a su reconocimiento como artista, sino que, superando ese ego terrible que sacude a los productores miméticos, podría desafiar la ira de la crítica a través de esta muestra donde la coherencia narrativa sobrevuela esplendorosamente la propia estética.
[1] Nació en Santa Clara, Cuba en 1945. Emigro a EEUU en 1961. Desde entonces ha vivido en Miami, San Juan de Puerto Rico, Madrid y Paris. Esta graduado en historia (M.A., University of Miami, 1970) y en derecho ( J.D., Interamerican University, 1975 ) en EEUU. Le han sido publicados dos libros, uno de cuentos: "Te acuerdas de aquello Ofi?", Ed. Playor, Madrid, 1971; y otro sobre política: "Cuba: Crisis y Transición", University of Miami Press, Miami, 1991. Actualmente reside en Santo Domingo donde ejerce como empresario, es comentarista de asuntos políticos en TV, escribe y pinta con fruición la figura de José Martí.
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