sábado, 4 de diciembre de 2010

Relincho de amor al atardecer

Dice Efraim que el verdadero amor de Trujillo eran los caballos y entre ellos, este Trigueño que le inspiró la historia que hoy se comparte, fechada en 1994; sin prejuicios, porque hasta el Diablo tiene momentos de ternura. Efraim me confirma que un creador es capaz de ponerse por encima del amor y del odio para ejercer el poder de recrear con las palabras los hechos que jamás sucedieron o que se extraen de la suciedad de lo cotidiano para sumarse a lo eterno e imperecedero y transformarse en etéreo.




Por Efraim Castillo

SÍ, LO MONTÉ CADA mañana durante casi cuatro lustros. Sobre todo, después que él lo hacía. Luego lo bañaba, cepillaba y lo llevaba al potrero para que comiera y abrevara. Cada vez que lo llamaba acudía a mí, buscando entre mis manos la avena que acostumbraba brindarle. ¿Y sabe algo? Nunca antes había manejado un caballo así. Él, a quien todos proferíamos respeto y un profundo temor, sentía por ese animal un apego tan fuera de lo común, que se podría traducir como una admiración rallando en el cariño. Y aunque usted lo dude, le hablaba al caballo como si fuera un ser humano. A todas sus amantes que lo visitaban en La caoba las subió alguna vez sobre su lomo, y le escuché decir en una ocasión «que si Trigueño hubiese sido hombre se las habría ofrecido». ¿Se imagina usted a alguien como él proferir algo así? Cada mañana enviaba al sargento Ramírez por mí, y ya sabía de qué se trataba: deseaba que le preparara y ensillara al animal y se lo llevara al portal. ¿Podría imaginarse usted que todo ese ritual había que practicárselo cuando pernoctaba en La caoba? Pero lo mejor de todo, era preciso hacerlo antes de que saliera el sol. ¡No, no se sorprenda! Había que hacerlo así porque al Jefe le fascinaba galopar cuando las claridades del sol comenzaban a bordear los páramos y rebotaban contra los arroyos. Ahora recuerdo sus palabras cierta madrugada en que cabalgamos juntos: «¡Respira… respira, Miguel —me expresó con su voz aguda—… respira profundo este aire fresco de la madrugada! ¡Huele… huele!» Lo del olor lo dijo por los humos secretos que flotan en la alborada. Usted sabe, son esos olores a leña húmeda, a café, a restos de viejos incendios. Sí, daba gusto verlo galopar entre los caobos, libre de las pesadas cargas de la administración pública. Y mientras cabalgábamos, de vez en cuando volteaba la cabeza hacia la casona de madera y miraba a la princesa de turno recostada en el balcón. Caballos así ya no nacen. Trigueño nació inteligente y fiel... ¡fiel como muy pocos! Era tan fiel, que relinchó y lloró por casi un mes, en 1952, cuando él hizo el viaje a Europa, ¿recuerda? Entonces traté de calmarlo, de mimarlo, dándole galletitas de avena y terrones de azúcar... pero nada. Trigueño estaba desconsolado. Al verlo así, Negrito, el mejor entrenador de caballos que ha tenido el país, me lo dijo: «Los caballos son así, Miguel. Sienten al dueño y lo añoran cuando está lejos». Negrito me recomendó que le pasara las manos sobre el lomo y tratara de hablar como si fuera su dueño. Pero, ¡qué va! Yo no podía imitar su voz, porque su voz era inconfundible: alta, vigorosa, aflautada, tenebrosa, filosa y embozada… ¡todo al mismo tiempo! Esa voz era muy particular, demasiado singular. La primera vez que imité la voz del Jefe, Trigueño se asustó y comenzó a cocear a diestra y siniestra, teniendo que, inmediatamente, volver a hablarle con mi propia voz, esta voz con que usted me oye; aunque, desde luego, en aquel tiempo era mucho más timbrada que ahora, era mucho más vibrante, porque aunque usted no lo crea, yo cantaba sones, y era lo que me gustaba hacer en mis días libres. Cuando desistí de imitar la voz del Jefe, el animal volvió sus ojos hacia mí y emitió un relincho como nunca lo había oído: fue un relincho que estremeció el paraje y voló junto a la brisa, levantando el polvo de todos los caminos conocidos... ¡Debo decirle que hasta un trueno se escuchó cercano y todas las yeguas levantaron sus rabos! ¡Qué relincho, amigo! ¡Qué signo de amistad! Cuando se lo conté a Negrito no lo creyó y me pidió que repitiera lo que había hecho. Traté de hacer todo cuanto hice y el caballo no repitió el relincho. Como comprenderá, ni Negrito ni los demás empleados de la hacienda me creyeron. Pero yo sabía que aquel relincho había sido emitido y que mis oídos lo habían escuchado, como también las yeguas pura sangre de los establos.

Cuando él regreso del viaje, ¿recuerda?, del viaje del 52, una de las primeras cosas que hizo fue venir a la hacienda a verlo. Debo contarle que cuando el caballo lo olfateó comenzó a cocear el establo y tuve que abrirle la puerta para que galopara hacia él. Al llegar a su lado se irguió en dos patas y comenzó a relinchar como si riera, como si de aquellos relinchos dependiese su vida, trotando después a su lado con paso marcial. Al contemplarlo, El Jefe lo tomó por la crin, lo acarició y besó como si fuera una mujer. Luego me llamó y me ordenó ensillarlo, así, tal como estaba, sudado y agitado. ¡Ah, si usted los hubiese visto a ambos remontando la loma que se empina detrás de la casa: abrazado él a su animal y éste extendiendo sus patas en un galope frenético, jubiloso, lleno de la más poderosa energía! ¡Nunca jamás los volví a ver galopar así, tan conformados en un solo cuerpo! Y mire que él ya casi cumplía sesenta y un años. Ese día comprendí que de no haber sido asesinado, Trujillo hubiese podido llegar, fácilmente, a los cien años, a pesar de los problemas prostáticos que se le atribuían. Sobre estos problemas con su próstata, Negrito me dijo un día «que todo lo que decían de su próstata era pura porquería», aunque algunos guardias de la casa aseguraban que El Jefe se levantaba dos o tres veces en la noche para ir al baño y que, una que otra vez, le habían visto orinar desde el balcón, profiriendo malas palabras, sobre todo coño, que era su preferida. Cuando terminaron de cabalgar y él subió a la casa a cambiarse de ropa, Trigueño no quiso que lo llevara a las caballerizas y permaneció bajo el saliente de la galería del segundo piso, hasta que él salió, lo tomó por la brida y condujo al establo. Fue en ese momento que escuché una frase que aún bulle en mi cabeza: «Así conduzco al pueblo, Miguel», y entonces me señaló la correa que sostenía en su poderosa mano derecha. Noté sus ojos —como nunca antes— y descubrí que más allá del brillante color oscuro, se reflejaba en ellos una extraña hibridez, un desafiante tono castaño que me recordó las cortezas de los robles y la miel aterronada de las franjas cambiteñas, donde nací. Fue en ese momento cuando vislumbré que nuestro porvenir estaba ligado a él, a sus costumbres, a sus encantos, a su batuta de director de coros y guardias; y aunque preferí callar, la sonrisa que emergió de mi rostro debió saberle a algo, porque enseguida me dijo tajantemente: «¡Desde mañana ganarás cincuenta pesos más, Miguel!», y aquella frase hizo que saliera de mí —cuajada de miedo—, ya no una sonrisa tímida, sino una verdadera risa, una incontenible carcajada que encabritó al caballo que llevaba a su lado. ¿Comprende usted, ahora, qué clase de hombre era ese? Dígame, ¿cómo se puede catalogar de desalmado a un ser humano que amaba de esa manera a los caballos?

Una vez su hijo varón mayor, Ramfis, trató de que ese maravilloso animal corriera en el hipódromo, y él lo permitió. Y Trigueño corrió y corrió por meses, ganando siempre sus compromisos, hasta que se le interpuso otro caballo. Y fue a raíz de ese suceso que él se enfrentó a Ramfis, echándole en cara la derrota. Aquel fue un momento terrible, amigo. Él subió a la casa y lo observé pasear nervioso sobre el balcón, sentándose luego en su vieja mecedora que mandó a fabricar en Monción (muy superior a esa que le regalaron a Kennedy), donde pasó toda la tarde. Tal vez, si la distancia que nos separaba no hubiese sido tan amplia, habría descubierto en sus ojos (posiblemente) alguna lágrima de odio o, quizás, de pena; pero esa tristeza sólo podía adivinarla desde los trescientos metros que separaban los establos de la casa. Negrito me contó, más tarde, que lo más probable era que El Jefe hubiese llorado, tal y como lo hizo cuando murió la yegua coja, la madre de Trigueño. Según lo narrado por Negrito, el mismo día que lloró, El Jefe dio órdenes muy estrictas para arreglar ciertos asuntos relacionados con algunos enemigos del régimen. «Es una costumbre suya —me dijo Negrito— ajustar cuentas con sus enemigos cuando algo malo les sucede a los caballos». No puse en duda lo que me narró Negrito, pero lo cierto es que durante los siguientes días su carácter estuvo agrio e irascible, presentándose más temprano a la hacienda con algunas de sus amantes y embriagándose con su bebida favorita, el brandy Fundador. Aquellos fueron unos días terribles, amigo, pero tanto él como nosotros nos acostumbramos a la derrota de Trigueño en el Perla antillana, y otro caballo pasó a ser su favorito. Creo que nunca le perdonó a Ramfis la idea de poner aquel ejemplar magnífico a correr en el hipódromo y, más aún, exponerlo a la derrota. Tal vez usted no me crea, pero fue a partir de aquel momento que Ramfis dejó de ser el hijo mimado del Jefe, aunque muchos atribuyeron ese distanciamiento al fracaso de sus estudios en los Estados Unidos. Aquellos fueron los días en que se coló el Doctor, al que veíamos llegar a La caoba muy a menudo, montado en una limusina negra con placa oficial bajita. De más, está decirle, que tan sólo pasaron algunos meses para que el Doctor fuera impuesto como vicepresidente de la República, en vez del que todos esperaban: su hijo mayor Ramfis. Probablemente usted creerá que especulo, que trato de confundirle la historia, pero lo único que deseo es hacerle ver las cosas como sucedieron desde los establos de La caoba, el escenario donde se escribió la realidad misma de la Era. Esto que le cuento puede usted confirmarlo con Negrito y con La Niña, que aún viven; o, tal vez, con el sargento Alvarado, que llegó a general en los primeros doce años del Doctor, y quien tiene ahora una finca de puercos por los alrededores de Hato Mayor, en el Este. Yo no tengo por qué mentirle, amigo. Aquel caballo casi muere cuando él dejó de hacerle caso y fui yo el que lo evitó, al procurarle la compañía de alguna yegua salerosa, así como abundante agua y comida. Sin embargo, debo contarle una historia que muy pocos han creído, pero cuya veracidad puedo jurarle: cierto día, como a eso de las cinco de la mañana, el animal me llamó la atención (me encontraba, aunque despierto, esperando acostado el sonido de la corneta) con un relincho casi idéntico al que emitió cuando traté de imitar la voz del Jefe. Al escuchar el relincho me tiré de la cama y poniéndome un pantalón acudí al establo y lo que contemplé me electrizó: allí estaba él, El Jefe, acariciándolo y hablándole. ¿Y sabe usted qué le decía? Pues le decía «mi amor», pasándole las manos por la crin y extendiéndolas por el lomo hasta llegar a la cola. No supe qué hacer en ese momento y me detuve en la puerta, ocultándome detrás de unos sacos de afrecho. Fue un instante en que sentí mucho miedo, porque sí, porque estaba escuchándolo a él, al hombre más poderoso del país y de todo el Caribe, decirle «mi amor» a un caballo, al cual acariciaba como si se tratase de una mujer. Entonces decidí toser y expresar un «buenos días, Jefe», como quien acababa de llegar al establo. Él me miró y me lanzó a la cara «¡Miguel, este caballo está muy flaco!», y se fue caminando con un dejo de tristeza o de melancolía o de rabia contenida. ¡Qué momento aquel, amigo! Pero sentí mucha alegría, porque a partir de ese día las relaciones entre el animal y su amo se fortalecieron. Y así transcurrió el tiempo hasta la muerte violenta del Jefe, cuando el animal se mostró muy agitado. Entonces Trigueño había cumplido los veinte años y su velocidad y entusiasmo no eran igual que antes.

A pesar de que Doña María se había presentado en la hacienda a altas horas de la noche y de que todos sabíamos que algo raro estaba sucediendo (la amante que aguardaba al Jefe fue regresada a su casa antes de la medianoche), la noticia de que a Trujillo lo habían matado en el Malecón no había trascendido de manera amplia en los contornos de la hacienda. Prácticamente aquello lo intuí a través de la mirada triste de Negrito. Sin embargo, no fue hasta que corrí al establo y contemplé al animal tendido a lo largo de la cuadrícula, cuando supe que Trujillo estaba muerto. El temor se apoderó de mí porque no sentí la respiración del animal y, arrodillándome a su lado, puse una de mis manos sobre su hocico y el aliento la calentó. Entonces levantó la cabeza y abrió los ojos, volviéndolos hacia mí, como si deseara decirme «que lo sabía antes de que sucediera». Las lágrimas brotaron de mis ojos, no sé si por la muerte del Jefe o por el estado en que veía a Trigueño, un caballo otrora orgulloso e imponente. Al día siguiente de la muerte del Jefe, lo saqué a dar un paseo y Negrito me dijo que lo devolviera al establo porque lucía enfermo. Obedecí a Negrito y cuando lo conducía al establo se soltó de mis manos y emprendió un loco galope por toda la hacienda, saltando la barda de los establos y corriendo velozmente hacia los montes vecinos. Para alcanzarlo tuve que llamar a dos empleados y seguirlo hasta La Toma, el balneario donde El Jefe lo llevaba a abrevar en los tiempos de sequía. Cuando el caballo me vio llegar comenzó a resoplar, agitándose erguido y dando pequeños saltos. Ordené a los dos peones que regresaran a las caballerizas y, subiéndome a su lomo, le acaricié la cabeza y troté de vuelta a La caoba. El recorrido lo hice apenado, porque sabía lo que tenía el animal. En el galope lo sentí temblar y su cabeza, a cada rato, trataba de golpearla contra mi pecho.

Cuando se apersonaron a la Hacienda Fundación los burócratas del Tribunal de Confiscaciones, primero, y luego los generales a repartirse el botín, traté de que no se tocara al animal, pero la policía lo requirió para su naciente cuerpo montado y se lo llevaron. Mientras lo hacían, contemplé su cabeza asomar por sobre las barandillas del camión y sus enormes ojos color avellana me miraron con una tristeza infinita. Años después supe la noticia. ¿La leyó usted? Trigueño escapó de las caballerizas del cuartel policial de la Avenida Independencia —ese que está frente al Hotel Hispaniola— y corrió como loco, atravesando la ciudad de sur a norte hasta llegar al hipódromo. Dicen que su galope se detuvo frente a la estatua de Dicayagua, a la que contempló por unos instantes, y luego entró vigoroso a la pista de carreras, a la que le dio varias vueltas a una velocidad prácticamente incronometrable, como ningún caballo lo había hecho antes. ¿Y sabe usted lo que hizo después? Pues se paró frente a frente al palco que El Jefe solía ocupar todos los domingos y se irguió en dos patas, relinchando con furia, con una inmensa e incontenible fuerza, tal como lo había hecho años atrás, y entonces murió, cuando el sol caía.

Usted tiene todo el derecho a no creer lo que le he narrado, porque las historias que rodean a Trujillo están tocando los linderos de la mitología. Pero lo de Trigueño sucedió tal y como se lo he contado. ¡Le juro por mi santa madre, que de seguro está en el cielo, que así fue como sucedió!

Noviembre, 1994.

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