viernes, 31 de diciembre de 2010

Cartas entre Quico Tabar y Efraim Castillo. Balance 2010


Termina el año con balance negativo
La política quedó marcada por violaciones constitucionales
Escrito por: TEÓFILO QUICO TABAR (tabasa1@hotmail.com)
Mañana termina el 2010, que para buena parte de los dominicanos seguramente quedará marcado como un año negativo en la mayoría de las cosas que acontecieron en la vida pública, a pesar de que las autoridades hablan de crecimiento de la economía.

Y probablemente creció, pero ese crecimiento se quedó atrapado en las redes que el sistema ha creado para que solo un grupo privilegiado pueda disfrutar de los peces grandes, dejándole al resto de la población los desperdicios.
La política quedó marcada por violaciones constitucionales; elecciones en las que primaron el despilfarro de recursos y el transfuguismo auspiciado por el oficialismo; pugnas y discusiones en los partidos; debilidades institucionales y ausencia de valores éticos y morales que debieron enmarcar la acción pública.
Surgieron  brotes de  enfermedades nuevas que amenazan a la población, precisamente entre los que no poseen las redes que permiten pescar libremente y sin límites.
Ausencia de programas alimenticios adecuados en las escuelas provocando cientos de niños intoxicados; aumento del narcotráfico; violencia, atentados y violaciones por doquier; aumento del desempleo; subida del precio de los combustibles y la electricidad sin que se eliminen los tortuosos apagones; basura en la mayoría de las calles; denuncias de corrupción y todo un conjunto de cosas que describen un año 2010 desastroso, pero las autoridades dicen que la economía creció.
Nuestro modelo está basado en muchos aspectos que resultan, además de antihumanos contraproducentes, porque parten de unos indicadores que no reflejan necesariamente la realidad de lo que ocurre en la mayoría de los hogares, pues el crecimiento de la economía debe estar íntimamente ligado a la situación de la población.
Cuando no se reflejan mejorías en las condiciones de vida de los habitantes, aunque los expertos lo digan, no se puede hablar de crecimiento económico, sino más bien de crecimiento de algunos sectores y de unos indicadores que les sirven a los organismos internacionales para calificar o medir las posibilidades de cobrar en esos países, no importa si la mayoría de la gente vive mal.
Pero para el gobierno y algunos sectores la economía creció, aunque para el resto del país solo crecieron las desigualdades y toda la secuela negativa que ella engendra, aumentando cada vez más  las diferencias y creando caldo de cultivo que igualmente aumentan los resentimientos.
El 2010 llega a su final sin que se vislumbren expectativas positivas para el próximo año, lo que preocupa, pues si el gobierno sigue pensando que todo anda bien y continúan actuando de espaldas a las verdaderas necesidades que padecen las mayorías, podrían estarse incubando actitudes que exploten de un momento a otro, sin que necesariamente sea para bien de la propia gente.
Dios permita que todos los sectores, especialmente oficiales y dirigentes reflexionen, para que en el 2011 primen acciones de mayor contenido humanista, más respeto a la institucionalidad, más solidaridad y pueda lograrse paz social y económica duraderas.


Diciembre 30, 2010.

Estimado Quico:

Vuelvo —con infinita alegría— a felicitarte por tu artículo de este día en el diario Hoy, aunque me siento en la obligación de señalar que te faltó relatar uno de los aspectos más negativos del año 2010 —el cual se encuentra a punto de convertirse en historia—: el problema haitiano, que está llegando a uno de esos límites en que se desligan las adhesiones, los sentimientos y la cordura para desembocar en la histeria. Tú, como hijo de emigrantes sirios, debes sentir en esa parte blanda del corazón el hondo significado de un destierro religioso, económico o político y, tal vez por eso, puedas juzgar con imparcialidad la tragedia que vive Haití y las pesadas consecuencias de un éxodo que, por descontrolado y peligroso, nos está convirtiendo en depositario de una población compuesta, no sólo por honrados trabajadores de la construcción, sino también por mendigos, huérfanos, enfermos y delincuentes.

Aunque todos sabemos quién o quiénes son los culpables de este desordenado éxodo que nos asfixiará a la larga, preferimos no gritarlo, tal vez por miedo a convertirnos en cómplices de lo ocurrido en 1937, pero no es posible obviar la ineptitud del Gobierno.

En esa inmigración, que nadie lo dude, se mueve como un espectro vengativo la teoría de Jean Price-Mars, que nos endilgó un bovarismo colectivo por, según su hipótesis, creernos españoles y no africanos como sus compatriotas. Esta teoría de Price-Mars no es más que una especulación sin asidero científico, por sostenerse en lo racial, descartando los dos elementos fundamentales que integran una nación: la lengua y la religión. Asimismo, el intelectual haitiano, defensor y sostenedor del movimiento de la negritud nos culpó de “aliarnos con los europeos —franceses, españoles o de cualquier otro origen—, dándole la espalda a la épica lucha por la libertad que protagonizaron los esclavos de Haití”, así como de “rechazar todos los intentos de los haitianos por crear una sola nación de los dos países que comparten la Isla Española”[1].

Es por esto, estimado Quico, que considero una urgencia nacional el dar la cara al problema haitiano, lejos de las coyunturales y desastrosas consecuencias que nos ocasionará el cólera y los hacinamientos urbanos y rurales de esta inmigración.


Efraim

[1] Jean Price-Mars: La República de Haití y la República Dominicana: diversos aspectos de un problema histórico, geográfico y etnológico. Traducción de Martín Aldao y José Luis Muñoz Azpiri. 3a. ed., facsímil. Santo Domingo, Sociedad Dominicana de Bibliófilos, 1995.

Diciembre 31, 2010.


Hola estimado amigo:

Hoy es cuando estoy leyendo tu correo. En parte tienes razón, pero siempre les digo a mis amigos que la vida no la podemos captar en fotografías, sino viendo la película o la cinta entera, puesto que una foto da una impresión de ese momento, sin embargo viendo la cinta entera uno puede apreciar cual es la historia o la película completa. Te digo esto  porque sobre el caso haitiano y específicamente sobre la necesidad de establecer una política ajustada a nuestra realidad, clara, estricta y ejecutada sin vacilaciones, con todo el rigor, lo he expresado  en varias ocasiones. Es más, repdoduje en una ocasión un trabajo que realizó un gran amigo dominicano radicado en Europa, Carlos Julio Báez Evertz, quien participó como delegado de España en la Comunidad Europea en Bruselas donde reside actualmente con relación a Europa del Este, que como tú sabes se crearon situaciones, aunque con diferencias de costumbres, pero con ciertos rasgos que pudieran parecerse a los nuestros. Te repito que salvando las distancias económicas y culturales de ambos escenarios.

El problema haitiano no se parece bajo ninguna circunstancia a las emigraciones Árabes a República Dominicana. Nuestros antepasados vinieron con pasaporte, se inscribieron como residentes y se ajustaron a las reglas que en el país existían. Se mezclaron y se adaptaron. Se integraron de tal forma que pudiera decirse que no hay una familia dominicana que no tenga algún arabito en su entorno. Con los haitianos tenemos una situación sumamente delicada y agravada, puesto que no solo no hay una política definida, sino que la política actúa permanentemente socavando cualquier intento serio para la creación de reglamentaciones, pero por otra parte el poder económico que fundamenta sus proyectos en la mano de obra indocumentada, igualmente actúa de manera determinante e irresponsable.

Pero eso no ocurre ahora. Como trabajé en la industria azucarera por muchos años, ello me permitió, junto a Jose Israel Cuello, compilar algunos tratados que decriben el modus operandi de los gobiernos con relación a los braceros, auspiciados por los ingenios privados, Central Romana y Vicini y la propia industria estatal.

Lo que tenemos no es una foto, sino una cinta o película muy vieja con raigambres muy profundas, que no pude verlas de manera aisladas en el recuento del  año 2010 en que pretendí resaltar algunos aspectos negativos. Sé que tienes razón, pero cuando expreso sobre que el surgimiento o brotes de enfermedades pone en peligro a toda la población, especialmente la que no pertenece a los que tienen el control de las redes que impiden que todo el pueblo pueda pescar, lo hago en referencia a los haitianos, pero no son ellos los unicos responsables de esa situación.

En 500 palabras tengo que producir un artículo que no me permite muchas veces entrar en análisis profundos. Te agradezco tu correo. Pones de manifiesto tu preocupación y la comparto. No sabes cuanto insisto con políticos amigos para que al tema haitiano se le de un trato preferencial, pero se que se mueven aspectos que lo hacen impenetrable, especialmente cuando nuestros políticos no quieren tocar a los Americanos ni con el pétalo de una rosa. Estamos atrapados y sólo los dominicanos tendremos que sacudirnos de esa situación, puesto que en 10 años probablemente no habrá manera de identificar nuestra nacionalidad que ya está diezmada. Lo que está ocurriendo en Santiago es un signo de que la gente se está "jartando" de esa situación y pondrá a las autoridades en jaque. El caso Santiago podrá solucionarse momentáneamente, pero surgirá en otros lugares y eso podría provocar situaciones lamentables, pero tal vez le den paso a una solución.

Puedes tener la seguridad de que esos señalamientos tan documentados que haces, los tomaré en cuenta. Me enaltece ser tu amigo y saber que un dominicano tiene tanta sensibilidad y sobre todo tanta cultura. Un abrazo y que el año 2011 se parezca a lo que tú deseas.

Quico.




Estimado Quico:

En la novela que escribo actualmente introduzco —como una historia satélite— la llegada al país de los Alahan, una familia libanesa que se asentó en el este dominicano y sembró de progreso y sabiduría todo el entorno que le tocó vivir, aportando, además, valiosos profesionales y militares a la nación. Con esto, desde luego, trato de comunicarte que la inmigración árabe a la República Dominicana no sólo ha constituido un ramal étnico de extraordinaria importancia, sino un inconmensurable aporte de conocimientos a la medicina, tecnología y economía.

En mi corta misiva no traté, de ninguna manera, de presentar un análogo entre las migraciones árabes y haitianas al país. ¡Eso nunca! Los únicos haitianos que han aportado enseñanzas y virtudes a la nación, salvo algunas singularidades —como  la de mi amigo Jacques Viaux, un insigne poeta haitiano, miembro de la Generación maldita del 60, quien aportó su sangre a la resistencia nacional contra la segunda intervención norteamericana—, fueron los mulatos que no pudieron embarcarse hacia Francia en 1804, tras las sanguinarias persecuciones de que fueron víctimas a raíz de la independencia de Haití y tuvieron que cruzar a la carrera la frontera, aposentándose —la mayoría— en San Cristóbal (los Monteux —hoy Montás—, los Leger, los Duvergé, los Boissard, los Renville, los Silié, los Aliés, los Chevalier —que aportó sangre a Trujillo—, etc.), introduciendo allí cambios radicales y beneficiosos en los cultivos de café, cacao y azúcar. 




Sin embargo, la inmigración árabe cristiana, que comenzó a establecerse en el país  y Latinoamérica a comienzos del pasado Siglo XX, debido a las persecuciones musulmanas, irrumpió como una lluvia fresca en un país que, como el nuestro, se desangraba por las montoneras y las malas administraciones. Esta oleada árabe instauró comercios y fincas y se mezcló con nosotros, quienes aún luchábamos por auto-identificarnos. Debo decirte, que entre mis anunciantes siempre conté con empresarios árabes que me demostraron la valía de sus aportes a la historia del hombre, a través de una sólida su cultura que ofreció a la historia trascendentales inventos como el arado, el álgebra, el alcohol, el cristal, el espejo, el jabón, la cámara oscura, la bomba de agua, el molino de viento, el botón y, sobre todo, estimado Quico, la sutiliza de su literatura, que irrumpió en Europa como un destello de luz a partir de Las Cruzadas. 

No Quico, de ninguna manera quise comparar esas dos migraciones. La observación la hice porque en el alma de todo emigrante se mueve un sentimiento de nostalgia que involucra los movimientos humanos a su propia diáspora, envolviéndolo del dolor que primó en sus ancestros.

¡Felicidades, amigo mío!

Efraim

domingo, 12 de diciembre de 2010

Efraim Castillo para Miguel Alfonseca



Están allí los viejos truenos

A Miguel Alfonseca, por los cantos y la ilusión

Por Efraim Castillo

1
Miguel, estoy aquí parapartir,quebrar
y fragmentar la paridad del sueño,
Estoy aquí,justamente donde el otoño,
como un oráculo de inciensos,
reverbera entre el vientoy los chamanes,
gritandoal hastío de los tiempos.

Se fueron Jacques, René, Grey, Condecito,
y como una espiga alta, Silvano también se fue.
¿Cuántos más partirán, Miguel, en esta procesiónde ángeles? 
¿Cuántos de los gritos coléricos quedarán aquí,
junto al fuego para despertar los truenos?

2
Sin embargo, la tengo junto a mí,
sin pretensióny sensiblemente aprisionada,
la imagende la mañana:
San Carlos abriéndose a la lluvia,
a los pregones hirientes,
a las esquinas que aguardan la bruma.

Está aquí, sin pretensión:
aprehendidaen el iris de mis ojos
tu imagenrecorriendo Villa Francisca,
bajando presurosa por la Duarte para desafiar las brumas,
los aceros filosos de la barbarie,
donde Condecito esgrime la metáfora
como un halo negro disuelto entrelos ecos de las campanas
y los raídos pinceles.

Sí, es indudable,está aquí la lluvia aún.
Está aquí con sus gotas de plata refulgiendo
entre la humedad del aire y un revoloteo de palomas.
Está aquí saturandolos hoyos abiertosdel asfalto,
enmoheciendo los ancianos pórticos celestes,
abismándolo todo como un dolor de espigas,
como una herida abierta frente al balcón de la tarde.

3
¿Hacia dónde, Miguel, se habrá marchadola magia de la alborada?
¿En qué perdido lugar estará la promesa de aquella utopía
aguardando tras la tarde yempinándose sobre las montañas?
¿Podrá alguien,un anciano, un soldado,
alguien capaz de sumar sonrisasy rituales,
explicar con voz de trueno si esta presencia que niega la vida
deberá ser echada para siempre del nuevo sol?
Si el nuevo hombre imaginado por el Che,
se escudará trasla computadora para vetar la inquina
y golpear con la mercadotecnia la esperanza invertebrada;
si ese nuevo hombre descenderá como un ángel marginal
sobre la Ciudad de Dios y auspiciará losensueños,
los cantos redentores y el brotar evocado del gluten y los cascajos?

sábado, 4 de diciembre de 2010

Relincho de amor al atardecer

Dice Efraim que el verdadero amor de Trujillo eran los caballos y entre ellos, este Trigueño que le inspiró la historia que hoy se comparte, fechada en 1994; sin prejuicios, porque hasta el Diablo tiene momentos de ternura. Efraim me confirma que un creador es capaz de ponerse por encima del amor y del odio para ejercer el poder de recrear con las palabras los hechos que jamás sucedieron o que se extraen de la suciedad de lo cotidiano para sumarse a lo eterno e imperecedero y transformarse en etéreo.




Por Efraim Castillo

SÍ, LO MONTÉ CADA mañana durante casi cuatro lustros. Sobre todo, después que él lo hacía. Luego lo bañaba, cepillaba y lo llevaba al potrero para que comiera y abrevara. Cada vez que lo llamaba acudía a mí, buscando entre mis manos la avena que acostumbraba brindarle. ¿Y sabe algo? Nunca antes había manejado un caballo así. Él, a quien todos proferíamos respeto y un profundo temor, sentía por ese animal un apego tan fuera de lo común, que se podría traducir como una admiración rallando en el cariño. Y aunque usted lo dude, le hablaba al caballo como si fuera un ser humano. A todas sus amantes que lo visitaban en La caoba las subió alguna vez sobre su lomo, y le escuché decir en una ocasión «que si Trigueño hubiese sido hombre se las habría ofrecido». ¿Se imagina usted a alguien como él proferir algo así? Cada mañana enviaba al sargento Ramírez por mí, y ya sabía de qué se trataba: deseaba que le preparara y ensillara al animal y se lo llevara al portal. ¿Podría imaginarse usted que todo ese ritual había que practicárselo cuando pernoctaba en La caoba? Pero lo mejor de todo, era preciso hacerlo antes de que saliera el sol. ¡No, no se sorprenda! Había que hacerlo así porque al Jefe le fascinaba galopar cuando las claridades del sol comenzaban a bordear los páramos y rebotaban contra los arroyos. Ahora recuerdo sus palabras cierta madrugada en que cabalgamos juntos: «¡Respira… respira, Miguel —me expresó con su voz aguda—… respira profundo este aire fresco de la madrugada! ¡Huele… huele!» Lo del olor lo dijo por los humos secretos que flotan en la alborada. Usted sabe, son esos olores a leña húmeda, a café, a restos de viejos incendios. Sí, daba gusto verlo galopar entre los caobos, libre de las pesadas cargas de la administración pública. Y mientras cabalgábamos, de vez en cuando volteaba la cabeza hacia la casona de madera y miraba a la princesa de turno recostada en el balcón. Caballos así ya no nacen. Trigueño nació inteligente y fiel... ¡fiel como muy pocos! Era tan fiel, que relinchó y lloró por casi un mes, en 1952, cuando él hizo el viaje a Europa, ¿recuerda? Entonces traté de calmarlo, de mimarlo, dándole galletitas de avena y terrones de azúcar... pero nada. Trigueño estaba desconsolado. Al verlo así, Negrito, el mejor entrenador de caballos que ha tenido el país, me lo dijo: «Los caballos son así, Miguel. Sienten al dueño y lo añoran cuando está lejos». Negrito me recomendó que le pasara las manos sobre el lomo y tratara de hablar como si fuera su dueño. Pero, ¡qué va! Yo no podía imitar su voz, porque su voz era inconfundible: alta, vigorosa, aflautada, tenebrosa, filosa y embozada… ¡todo al mismo tiempo! Esa voz era muy particular, demasiado singular. La primera vez que imité la voz del Jefe, Trigueño se asustó y comenzó a cocear a diestra y siniestra, teniendo que, inmediatamente, volver a hablarle con mi propia voz, esta voz con que usted me oye; aunque, desde luego, en aquel tiempo era mucho más timbrada que ahora, era mucho más vibrante, porque aunque usted no lo crea, yo cantaba sones, y era lo que me gustaba hacer en mis días libres. Cuando desistí de imitar la voz del Jefe, el animal volvió sus ojos hacia mí y emitió un relincho como nunca lo había oído: fue un relincho que estremeció el paraje y voló junto a la brisa, levantando el polvo de todos los caminos conocidos... ¡Debo decirle que hasta un trueno se escuchó cercano y todas las yeguas levantaron sus rabos! ¡Qué relincho, amigo! ¡Qué signo de amistad! Cuando se lo conté a Negrito no lo creyó y me pidió que repitiera lo que había hecho. Traté de hacer todo cuanto hice y el caballo no repitió el relincho. Como comprenderá, ni Negrito ni los demás empleados de la hacienda me creyeron. Pero yo sabía que aquel relincho había sido emitido y que mis oídos lo habían escuchado, como también las yeguas pura sangre de los establos.

Cuando él regreso del viaje, ¿recuerda?, del viaje del 52, una de las primeras cosas que hizo fue venir a la hacienda a verlo. Debo contarle que cuando el caballo lo olfateó comenzó a cocear el establo y tuve que abrirle la puerta para que galopara hacia él. Al llegar a su lado se irguió en dos patas y comenzó a relinchar como si riera, como si de aquellos relinchos dependiese su vida, trotando después a su lado con paso marcial. Al contemplarlo, El Jefe lo tomó por la crin, lo acarició y besó como si fuera una mujer. Luego me llamó y me ordenó ensillarlo, así, tal como estaba, sudado y agitado. ¡Ah, si usted los hubiese visto a ambos remontando la loma que se empina detrás de la casa: abrazado él a su animal y éste extendiendo sus patas en un galope frenético, jubiloso, lleno de la más poderosa energía! ¡Nunca jamás los volví a ver galopar así, tan conformados en un solo cuerpo! Y mire que él ya casi cumplía sesenta y un años. Ese día comprendí que de no haber sido asesinado, Trujillo hubiese podido llegar, fácilmente, a los cien años, a pesar de los problemas prostáticos que se le atribuían. Sobre estos problemas con su próstata, Negrito me dijo un día «que todo lo que decían de su próstata era pura porquería», aunque algunos guardias de la casa aseguraban que El Jefe se levantaba dos o tres veces en la noche para ir al baño y que, una que otra vez, le habían visto orinar desde el balcón, profiriendo malas palabras, sobre todo coño, que era su preferida. Cuando terminaron de cabalgar y él subió a la casa a cambiarse de ropa, Trigueño no quiso que lo llevara a las caballerizas y permaneció bajo el saliente de la galería del segundo piso, hasta que él salió, lo tomó por la brida y condujo al establo. Fue en ese momento que escuché una frase que aún bulle en mi cabeza: «Así conduzco al pueblo, Miguel», y entonces me señaló la correa que sostenía en su poderosa mano derecha. Noté sus ojos —como nunca antes— y descubrí que más allá del brillante color oscuro, se reflejaba en ellos una extraña hibridez, un desafiante tono castaño que me recordó las cortezas de los robles y la miel aterronada de las franjas cambiteñas, donde nací. Fue en ese momento cuando vislumbré que nuestro porvenir estaba ligado a él, a sus costumbres, a sus encantos, a su batuta de director de coros y guardias; y aunque preferí callar, la sonrisa que emergió de mi rostro debió saberle a algo, porque enseguida me dijo tajantemente: «¡Desde mañana ganarás cincuenta pesos más, Miguel!», y aquella frase hizo que saliera de mí —cuajada de miedo—, ya no una sonrisa tímida, sino una verdadera risa, una incontenible carcajada que encabritó al caballo que llevaba a su lado. ¿Comprende usted, ahora, qué clase de hombre era ese? Dígame, ¿cómo se puede catalogar de desalmado a un ser humano que amaba de esa manera a los caballos?

Una vez su hijo varón mayor, Ramfis, trató de que ese maravilloso animal corriera en el hipódromo, y él lo permitió. Y Trigueño corrió y corrió por meses, ganando siempre sus compromisos, hasta que se le interpuso otro caballo. Y fue a raíz de ese suceso que él se enfrentó a Ramfis, echándole en cara la derrota. Aquel fue un momento terrible, amigo. Él subió a la casa y lo observé pasear nervioso sobre el balcón, sentándose luego en su vieja mecedora que mandó a fabricar en Monción (muy superior a esa que le regalaron a Kennedy), donde pasó toda la tarde. Tal vez, si la distancia que nos separaba no hubiese sido tan amplia, habría descubierto en sus ojos (posiblemente) alguna lágrima de odio o, quizás, de pena; pero esa tristeza sólo podía adivinarla desde los trescientos metros que separaban los establos de la casa. Negrito me contó, más tarde, que lo más probable era que El Jefe hubiese llorado, tal y como lo hizo cuando murió la yegua coja, la madre de Trigueño. Según lo narrado por Negrito, el mismo día que lloró, El Jefe dio órdenes muy estrictas para arreglar ciertos asuntos relacionados con algunos enemigos del régimen. «Es una costumbre suya —me dijo Negrito— ajustar cuentas con sus enemigos cuando algo malo les sucede a los caballos». No puse en duda lo que me narró Negrito, pero lo cierto es que durante los siguientes días su carácter estuvo agrio e irascible, presentándose más temprano a la hacienda con algunas de sus amantes y embriagándose con su bebida favorita, el brandy Fundador. Aquellos fueron unos días terribles, amigo, pero tanto él como nosotros nos acostumbramos a la derrota de Trigueño en el Perla antillana, y otro caballo pasó a ser su favorito. Creo que nunca le perdonó a Ramfis la idea de poner aquel ejemplar magnífico a correr en el hipódromo y, más aún, exponerlo a la derrota. Tal vez usted no me crea, pero fue a partir de aquel momento que Ramfis dejó de ser el hijo mimado del Jefe, aunque muchos atribuyeron ese distanciamiento al fracaso de sus estudios en los Estados Unidos. Aquellos fueron los días en que se coló el Doctor, al que veíamos llegar a La caoba muy a menudo, montado en una limusina negra con placa oficial bajita. De más, está decirle, que tan sólo pasaron algunos meses para que el Doctor fuera impuesto como vicepresidente de la República, en vez del que todos esperaban: su hijo mayor Ramfis. Probablemente usted creerá que especulo, que trato de confundirle la historia, pero lo único que deseo es hacerle ver las cosas como sucedieron desde los establos de La caoba, el escenario donde se escribió la realidad misma de la Era. Esto que le cuento puede usted confirmarlo con Negrito y con La Niña, que aún viven; o, tal vez, con el sargento Alvarado, que llegó a general en los primeros doce años del Doctor, y quien tiene ahora una finca de puercos por los alrededores de Hato Mayor, en el Este. Yo no tengo por qué mentirle, amigo. Aquel caballo casi muere cuando él dejó de hacerle caso y fui yo el que lo evitó, al procurarle la compañía de alguna yegua salerosa, así como abundante agua y comida. Sin embargo, debo contarle una historia que muy pocos han creído, pero cuya veracidad puedo jurarle: cierto día, como a eso de las cinco de la mañana, el animal me llamó la atención (me encontraba, aunque despierto, esperando acostado el sonido de la corneta) con un relincho casi idéntico al que emitió cuando traté de imitar la voz del Jefe. Al escuchar el relincho me tiré de la cama y poniéndome un pantalón acudí al establo y lo que contemplé me electrizó: allí estaba él, El Jefe, acariciándolo y hablándole. ¿Y sabe usted qué le decía? Pues le decía «mi amor», pasándole las manos por la crin y extendiéndolas por el lomo hasta llegar a la cola. No supe qué hacer en ese momento y me detuve en la puerta, ocultándome detrás de unos sacos de afrecho. Fue un instante en que sentí mucho miedo, porque sí, porque estaba escuchándolo a él, al hombre más poderoso del país y de todo el Caribe, decirle «mi amor» a un caballo, al cual acariciaba como si se tratase de una mujer. Entonces decidí toser y expresar un «buenos días, Jefe», como quien acababa de llegar al establo. Él me miró y me lanzó a la cara «¡Miguel, este caballo está muy flaco!», y se fue caminando con un dejo de tristeza o de melancolía o de rabia contenida. ¡Qué momento aquel, amigo! Pero sentí mucha alegría, porque a partir de ese día las relaciones entre el animal y su amo se fortalecieron. Y así transcurrió el tiempo hasta la muerte violenta del Jefe, cuando el animal se mostró muy agitado. Entonces Trigueño había cumplido los veinte años y su velocidad y entusiasmo no eran igual que antes.

A pesar de que Doña María se había presentado en la hacienda a altas horas de la noche y de que todos sabíamos que algo raro estaba sucediendo (la amante que aguardaba al Jefe fue regresada a su casa antes de la medianoche), la noticia de que a Trujillo lo habían matado en el Malecón no había trascendido de manera amplia en los contornos de la hacienda. Prácticamente aquello lo intuí a través de la mirada triste de Negrito. Sin embargo, no fue hasta que corrí al establo y contemplé al animal tendido a lo largo de la cuadrícula, cuando supe que Trujillo estaba muerto. El temor se apoderó de mí porque no sentí la respiración del animal y, arrodillándome a su lado, puse una de mis manos sobre su hocico y el aliento la calentó. Entonces levantó la cabeza y abrió los ojos, volviéndolos hacia mí, como si deseara decirme «que lo sabía antes de que sucediera». Las lágrimas brotaron de mis ojos, no sé si por la muerte del Jefe o por el estado en que veía a Trigueño, un caballo otrora orgulloso e imponente. Al día siguiente de la muerte del Jefe, lo saqué a dar un paseo y Negrito me dijo que lo devolviera al establo porque lucía enfermo. Obedecí a Negrito y cuando lo conducía al establo se soltó de mis manos y emprendió un loco galope por toda la hacienda, saltando la barda de los establos y corriendo velozmente hacia los montes vecinos. Para alcanzarlo tuve que llamar a dos empleados y seguirlo hasta La Toma, el balneario donde El Jefe lo llevaba a abrevar en los tiempos de sequía. Cuando el caballo me vio llegar comenzó a resoplar, agitándose erguido y dando pequeños saltos. Ordené a los dos peones que regresaran a las caballerizas y, subiéndome a su lomo, le acaricié la cabeza y troté de vuelta a La caoba. El recorrido lo hice apenado, porque sabía lo que tenía el animal. En el galope lo sentí temblar y su cabeza, a cada rato, trataba de golpearla contra mi pecho.

Cuando se apersonaron a la Hacienda Fundación los burócratas del Tribunal de Confiscaciones, primero, y luego los generales a repartirse el botín, traté de que no se tocara al animal, pero la policía lo requirió para su naciente cuerpo montado y se lo llevaron. Mientras lo hacían, contemplé su cabeza asomar por sobre las barandillas del camión y sus enormes ojos color avellana me miraron con una tristeza infinita. Años después supe la noticia. ¿La leyó usted? Trigueño escapó de las caballerizas del cuartel policial de la Avenida Independencia —ese que está frente al Hotel Hispaniola— y corrió como loco, atravesando la ciudad de sur a norte hasta llegar al hipódromo. Dicen que su galope se detuvo frente a la estatua de Dicayagua, a la que contempló por unos instantes, y luego entró vigoroso a la pista de carreras, a la que le dio varias vueltas a una velocidad prácticamente incronometrable, como ningún caballo lo había hecho antes. ¿Y sabe usted lo que hizo después? Pues se paró frente a frente al palco que El Jefe solía ocupar todos los domingos y se irguió en dos patas, relinchando con furia, con una inmensa e incontenible fuerza, tal como lo había hecho años atrás, y entonces murió, cuando el sol caía.

Usted tiene todo el derecho a no creer lo que le he narrado, porque las historias que rodean a Trujillo están tocando los linderos de la mitología. Pero lo de Trigueño sucedió tal y como se lo he contado. ¡Le juro por mi santa madre, que de seguro está en el cielo, que así fue como sucedió!

Noviembre, 1994.