II
¡Ah, si cada gen pudiera buscar su historia,
encaminarse presuroso hacia el estallido del camino
y saltar sobre las aguas putrefactas
acabando su ciclo de vueltas irredentas!
¡Ah, si una explosión de soles borrara la incertidumbre
deslizándose por el lado empinado del camino
sin quemarse con los destellos del ayer
y reencontrarse en el resplandeciente valle!
Entonces lo unigénito sería plurigénito:
cada quien ubicaría su legado en el banquete,
alimentando sus deseos con aquella palabra perdida
donde ser y espacio se aúnan en el cosmos,
repartiéndose un sol de quimeras y esencias.
Sí, los viejos conceptos serían mutilados,
echados para siempre en el vertedero de detritos
y todo lo mustio reverdecería en los campos mutilados.
Entonces –y no como un fin, precisamente—
el coro de las cofradías, de los vientos,
de las algarabías, de las encrucijadas,
de los hacedores de trampas,
de aquellos que asesinaron la esperanza,
de los sabios que fueron humillados,
de esos que llegaron como no debieron llegar,
desenmañarían esta historia atosigada de espantos
para emprender la inmensurable marcha hacia la alborada.
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