Hace un tiempo escribí, en trance evocativo: “Una Güibia que
disfruté como el que más, desde que mi madre me llevaba niño en las tardes a
respirar aire yodado para desapretarme el pecho. Que luego compartí con tíos y
compañeros, pese a los ocasionales ‘pejes ciegos’ flotantes. Y que en los 70
acunó bajo los almendros mi amistad con Enriquillo Sánchez y Lil Despradel, en
placentera peña de tres”. Debí decir que fue destino idealizado, soñado,
confabulado, junto a los muchachos del barrio, camaradas de gimnasio y de
aulas, durante los años 50 y 60. Lar de escapatorias escolares maceradas de
lucha libre, fisicoculturismo, pancadas y brazadas cortando el oleaje hasta
alcanzar las metas empotradas en el mar. Para hacer clavadismo temerario, aun
en días de mar picada. Por ahí anduvo Felipe El Gladiolo con su lente
fotográfico escrutador y Plinio Pina Peña con la cámara de filmación a cuestas,
cuando el proyecto Driscoll Films y el Cine Club Dominicano inventariaban
prospectos cinematográficos.
Debí consignar que en noviembre del 64 en compañía de Carlos
Gómez Doorly y otros jóvenes nos congregamos al amparo de la noche y los
almendros para formar un frente que frenara la continuidad sin salida
democrática del Triunvirato. En penumbra, una voz con sonoridad de micrófono se
hizo sentir conciliatoria de las posiciones allí expresadas. Era Peña Gómez que
instrumentaba la estrategia fraguada por Bosch en el Pacto de Río Piedras. Su
timbre chocante dado el tono “conspirativo” del encuentro, que mandaba a
“hablar bajito”. En ese mismo nalgatorio público frecuentado por los
capitaleños surgió durante el conflicto bélico del 65, como un oasis de paz
dominical, el carrito de churros y hamburguesas que daría paso al Caserío.
Luego el propio Peña Gómez en función de síndico construiría los quioscos
llamados “paragüitas”, con intención renovadora. Corporán le añadió un grifo.
En mis años mozos y desde varias generaciones atrás, Güibia
fue la playa de la ciudad, con su balneario público provisto de vestidores, duchas
y alquiler de trajes de baño. Dos plantas con terraza, un bar con vellonera,
bailadores trenzados, mulatas de cuerpos soberbios, tercias de ron ajustadas al
cinto de los chulos. Arriba, a nivel de calle los frondosos almendros techaban
las butacas haraganas para aquellos contemplativos del mar que buscaban
descanso, junto al parquecito de juegos infantiles. Abajo, en la playa, el
movimiento de bañistas en la arena, la competencia por alcanzar Peñita coronada
por Brugal, precedida por los trampolines Saint Thomas y Curazao, restos de una
plataforma que la fuerza de la naturaleza cambió.
Para llegar, la vía más emocionante era tomar una guagua de
dos pisos, cuidando no quedar descabezado en el trayecto por las ramas de los
árboles o algún alambre cruzado del tendido eléctrico. Bajarse en la
Independencia y atravesar el campo de fútbol perteneciente al Club Iberia. A la
vista, imponente, se erguía Güibia, con su estructura como andamio de concreto
y ese azul espumante picado llenando la perspectiva de sus vacíos ventilados.
Una suerte de santuario de la libertad en medio de la dictadura, donde se podía
practicar deportes, jugar, nadar, bailar. Mis tíos Mané, Bienvenido y Pilín
Pichardo Sardá me llevaban con frecuencia. El primo Pacho Sardá me introdujo temprano
en el nivel más sórdido del ambiente, con cueros y chulos. Censurado por mi
madre y la tía Carmen.
Este balneario está arraigado en la historia de Santo
Domingo. No en balde la hoy avenida Independencia fue llamada el Camino de
Güibia. Entre 1885 y 1903 un tranvía daba servicio desde el puerto a Santa
Bárbara, conectando con el Fuerte de la Concepción sito al norte del parque
Independencia donde estaba la estación central, para rodar hasta Güibia y luego
alcanzar a San Gerónimo. Una concesión rentable frustrada por los intereses
políticos de la época y la miopía municipal.
A mediados de los 40, dos refugiados republicanos residentes
en Ciudad Trujillo se inspiraron en Güibia en sus crónicas dominicanas. Jesús
de Galíndez se quejaba de la afición de los capitaleños por el parque Colón,
cuando los enamorados disponían del Malecón y del balneario, donde a las notas
de un bolero en las noches “las parejas se deslizan con cadencia tropical y las
olas rompen sobre la arena, en cascada de espuma”. Para Forné Farreres, “desde
la mañana hasta el atardecer, un hormigueo de bañistas marean el cielo con sus
trusas de colores y ‘slips’ ceñidos a sus carnes. A lo largo de la arena
requemada por el sol desfila una geometría de cuerpos, con elegancia alada,
sensual”. El médico austríaco Kurt Schnitzer (Conrado) captó magistral con su
ojo fotográfico esta dinámica.
Al lado de este recinto abierto regenteado por Virgilio
Gómez Pina, operaba el aristocrático Casino de Güibia, con su trampolín y
facilidades exclusivas, juegos de mesa, espacio de fiestas, banquetes, agasajos
de la mayor selectividad bajo la Era, con asistencia de Trujillo y su círculo.
Hoy Club de Profesores de la UASD, ubicado entre el balneario público ha poco
sellado de zinc por el ayuntamiento y Adrian Tropical, un acertado desarrollo
de la antigua estación de policía y del parqueo contiguo que salva el pudor
perdido del Malecón. En ese lugar Pocho Medina regenteó en los 80 el Castillo
del Mar, punto obligado para la estocada bohemia. Allí moró un moreno portentoso
de voz ronca, grave, profunda. De gorjeo estupendo y maestro. Pulsando su
guitarra solitaria. El, todo Espiga de Ébano y dignidad.
En los años 40, cuando los refugiados españoles nos
redescubrían y exaltaban las bondades recreativas del balneario, Pedro René
Contín Aybar (El Águila Herida), enamorado enfebrecido de Biel, su atlético
marino (que años después fue mi barbero), cantó admirado a la belleza
masculina, al juego retozón de los jóvenes en la arena. Al macho cabrío
confundido como pez entre las olas. Un hermoso poemario circulado en edición
limitada de 30 ejemplares plasmó una atrevida declaratoria de atracción
homosexual, uno de los mejores textos de la literatura dominicana y sin dudas
una descripción emocionada del ambiente del balneario. Quien vivió Güibia y lee
este material del crítico y señor de las artes que fue Contín, queda pronto
atrapado entre las redes de sus metáforas.
Güibia en los años 60 |
El Commander Efraím Castillo, cinéfilo, conectó en
conversación que sostuviéramos con Muerte en Venecia de Thomas Mann, llevada al
celuloide por Luchino Visconti y actuada “de película” por Dirk Bogarde. A
quien se le derretía sudoroso el tinte rejuvenecedor aplicado al pelo y los
bigotes, obsedido tras los pasos del mozalbete Tadzio. Contagiado inexorable el
maduro escritor por la peste que asolaba a Venecia, muerto en una tumbona en el
Grand Hotel des Bains. Nuestro Contín, más práctico y aunque también
contemplativo, no sucumbió en el ensueño.
“Conversábamos en la playa, bajo/
los almendros. Su penetrante mirada móvil descubría las/
rojas y doradas frutas en su nido de hojas, saltaba al/
árbol y, seguido, sangraba entre sus dientes la almendra,/
mientras, sonriente, reanudaba su plática conmigo…/
Aquella criatura, semisalvaje, me/
atraía por su candor y por su fortaleza. Carne donde/
morder y campo para sembrar./
Nadando era un pez. Saltando al agua, un albatros./
Surgiendo de las ondas caminaba a la playa como un/
soberano en el sillón de su corte y al salir, desnudo, se/
desprendía de sus hombros el mar, manto de su realeza y/
poderío./
Una ola venía a lamerle el pie. En su enmarañada/
cabellera, pajón de algas, rutilaba la espuma. Apoyaba/
la barbilla en su mano entrecerrada y todo su cuerpo,/
bruñido de sol, respiraba alegría y sanidad y belleza.
“-¡él!-, aquella
figura alada, más brillante que las otras,/
de pie en el trampolín, sonriente, moviendo un brazo en un/
saludo olímpico, antes de lanzarse a las ondas./
Biel, nadando,
cortaba la sombra de las nubes, y los/
retazos de mar más azules unía con los claros. Los /
olvidados mitos de Anfitrite estremecían el ambiente.
“La hoja grande, amarilla y rosa-viejo, se abarquilla/
en el mar. Inventaré una palabra nueva, la pondré, con/
un beso, sobre mis dedos, soplaré. Y ella se irá, embarcada/
en esa frágil nave volandera, a ocultar mi secreto en lo/
más profundo de las
ondas."
En la novela Guerrilla nuestra de cada día, Efraím Castillo
–mi entrañable Commander de sueños libertarios compartidos en las agitadas
mesas de debate del Panamericano de los 60, un intelectual crítico dotado de un
talento publicitario y literario excepcional- nos retrata la Güibia que fue, la
que se nos escapó como pez escamoso a los de nuestra generación, transidos de
nostalgia. Contrasta las dos Güibias de la Era: la del exclusivo Casino para
familias acomodadas; y el balneario “para las chopas, obreros, guardias,
policías y marineros”. Situando el relato en tiempos de Balaguer, resiente el
cambio que se produjo para peor. “Hoy, sin embargo, la parte de las chopas ha
sido asaltada, tomada por las huestes de vagos que, cada día, aumentan en Santo
Domingo, por lo que la Güibia que formó parte de mi niñez, no es esta que se
diluye entre el bombardeo de las aguas negras de miles de alcantarillas que
desembocan en sus aguas y arenas y las alharacas endemoniadas que se forman
allí cuando se cierra la noche.”
“Tal vez esta sea la razón de que Güibia golpee mi frente
cada cierto tiempo y tenga que acudir a ella para pisar su arena y oler la
hediondez que vierten sobre ella el Ozama y las apestosas cloacas. Aún con los
patronatos y fundaciones que se estrenan a diario tratando de salvar lo
insalvable, Güibia no ha encontrado aún quien la salve. Por eso, al acudir de
vez en cuando a contemplarla, pretendo convertirme en su salvador,
estableciendo desde mis pensamientos las fórmulas mágicas para arribar a una
ecología de lo baldío.”
Ojalá Güibia, ahora des enclaustrada, renazca “como el
principado del amor”, como quiere Efraím. Solaz de una ciudad vivaz que se
resiste a morir. Bocanada de brizna yodada bajo los almendros.
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