(A
propósito del ensayo
La Guerra de Abril
1965,
de Jesús de la Rosa)
Por
Efraim Castillo
1.
Introducción
MIENTRAS SE ACTIVE como
un trueno a través de nuevas publicaciones, el doctor Alois Alzheimer no podrá
borrar de la memoria histórica dominicana la gesta gloriosa de abril del 1965,
cuyos ensayos publicados (y digo ensayos,
no ficción, ni poesía, ni sórdidas especulaciones) sobre aquella epopeya, —que
a partir del día 28 de ese mismo mes se convirtió en Guerra Patria— se acercan
a treinta. Y a medida que las memorias y nuevas lecturas sobre este evento se
intensifiquen, provocadas por la impetuosidad de una cronología precipitada por
los constantes renuevos tecnológicos, de seguro que aumentarán, cedaceando las
adulteraciones que han tratado de colarse para convertir en héroes a
oportunistas y villanos.
Porque, después de todo, ¿qué es la historia sino una
memoria social? Los mismos procesos requeridos para
memorizar nos remiten a una codificación de los registros almacenados que se
recuperan para evocar, retener, desenterrar e inmortalizar eventos y que el
viejo vocablo alemán gedanc[1]—prácticamente
en desuso— los recupera desde Heidegger para definir ese cavilar y repensar que
se convierte en memoria. Heidegger, en ¿Qué
significa pensar?[2],
recobra el vocablo y lo convierte en metáfora de la memorización, preguntándose: ¿Lo
pensado: dónde está y dónde queda?, (porque
lo pensado) necesita del recuerdo, a lo pensado y su pensamiento, al ‘gedanc’, (ya
que a éste) pertenece la gratitud, (la)
‘dank’[3].
Ese gedanc, ese vocablo alemán casi
en desuso, implica para Heidegger lo que
el alma (agradecida) recuerda lo que
tiene y es, (ya que) recordando así,
y por lo tanto en calidad de recuerdo, el alma se piensa a sí misma como
propiedad de Aquello a que pertenece[4].
2. La memoria
como sustancia viva del pasado
Por eso, lo valioso de
memorizar y evocar aquel abril inmaculado no reside en los rastreos colaterales
sobre el evento, o basados en arqueos practicados por terceros. Lo
significativo, lo verdaderamente valioso de retener dentro del corpus social aquel abril, reside en el
sacudimiento memorial de los que aún con la pólvora, el escozor del arrojo y el
miedo royéndoles la piel, se han atrevido a relatar las incidencias, los
motivos y el empuje de sus participaciones en una lucha por la que no iban a
cobrar una sola moneda de plata, ni recibir las muchas veces insulsas
condecoraciones que se otorgan a los héroes, pero sí la satisfacción de haber
aportado un aliento que impulsado, aparentemente, por la emoción, constituyó
una admirable simbiosis con la razón, creando una fenomenología del gozo, una
revelación en donde el ser humano se desprende de su propio sentido común y se lanza a la búsqueda
de su identidad en el imaginario anhelado. Es decir, los que recuperan abril
como lo hace Jesús de la Rosa en su ensayo, lo que conciben es una memorización
reconquistada desde ese tuétano del alma, desde esa masmédula inventada por el poeta posmoderno argentino Oliverio
Girondo para expresar, más allá de una fonética sensual, la profundidad de un
lamento que se vincula a la metafísica, a la abstracción de un dolor en sinfín.
La Batalla del Puente Duarte
Fidelio Despradel, Fafa
Taveras, Juan Pérez Terrero, Claudio
Caamaño, José Antonio Núñez Fernández, Chino Ferreras y, desde luego, Jesús de
la Rosa, forman parte de los testigos in
situ, de esos héroes que protagonizaron con sus acciones la estructuración
del único evento bélico que ha
enfrentado —como rivales— a soldados norteamericanos —con sus pertrechos de
destrucción— contra nacionales de un país latinoamericano. Y es desde esa
memoria gloriosa, tormentosa, casi frustratoria —porque desde el saboreo del
triunfo el imperio lo volvió coraje, estruendo y dolor—, que cada ensayo
escrito por un combatiente debe, no sólo aplaudirse de pie como se homenajea a
los héroes, sino cantado y amplificado con el tambor multi-sonoro de la
historia.
3. Desde la memoria,
aproximaciones entre el ensayo crítico y la novela de tesis
Jesús de la Rosa, a
quien conocí durante el desarrollo de la gesta de abril, lanza ahora su segundo
texto sobre aquella gloriosa efemérides y lo hace desde una trinchera
desprovista del ácido rencor que algunos recodos de la memoria devuelven al
combatiente de abril, cuando reviven en su remembranza las escenas de ansiedad,
acorralamiento, heroísmo y muerte, que durante casi cinco meses se vivieron en
aquella cantera del honor y la vergüenza. A menudo, y cuando los bombardeos de
los interventores y sus aliados del país lo permitían, Jesús de la Rosa, Miguel
Alfonseca, Silvano Lora y otros combatientes, nos reuníamos en la casa de
Antonio Lockward Artiles, en la calle El Conde, y desde esa tertulia
analizábamos el discurrir de la contienda. Recuerdo que una de las tesis de De
la Rosa era la de resistir hasta morir y nos exponía relatos de heroísmos
extremos, como el de los judíos en el ghetto
de Varsovia, así como el suicidio colectivo hebreo en la meseta de Masada,
durante la primera guerra judeo-romana. A Jesús lo escuchábamos con deleite,
tal como él nos escuchaba declamar poemas y exponer narraciones sobre lo que
acontecía en aquellos cincuenta y dos viejos bloques de ciudad acorralada.
Ahora, ¡qué fácil es visualizar ese abril de 1965 desde esta plataforma global
súper comunicada! Pero allí, con el mar a nuestras espaldas al sur, con un río
Ozama infectado de marines al este,
con la parte occidental de la avenida Pasteur en manos de fastidiosos soldados
brasileños y paraguayos al oeste (los cuales se divertían disparando día y
noche hacia nuestra zona), y con los tanques y armamentos pesados de miles de Rangers vigilándonos constantemente
desde la zona norte, el miedo a la muerte era como un pedazo de pan a la hora
del hambre.
De la Rosa, proveniente
de las filas de la Marina de Guerra dominicana, estuvo entre los miembros de
esa rama de las fuerzas armadas que siguió al coronel Ramón Montes Arache y sus
hombres ranas, prendiendo con sus hazañas una luz de valor y confianza en
estudiantes, obreros y gente común, que con las irritaciones provocadas por el
golpe de estado a Bosch casi cicatrizadas, se encontraban ajenos a los vaivenes
de la política y sus trampas, exceptuando, desde luego, a los militantes de los
partidos de izquierda, que ya habían ofrecido mártires valiosos como Manolo
Tavárez Justo, quien se inmoló junto a los mejores cuadros del 1J4 a finales del 1963, así como muchos
miembros destacados del MPD, que
desarrollaron estrategias guerrilleras para recuperar la constitucionalidad, y
que tan pronto el Doctor José Francisco Peña Gómez anunció por radio al país el
contragolpe al Triunvirato, se lanzaron a luchar junto a los militares y al
pueblo.
Con un estilo donde
mezcla la narración literaria con el ensayo, Jesús De la Rosa desmenuza la
historia de un antes y después de
abril, yéndose, en ese antes, a
explorar —a modo de introducción— la Era
de Trujillo, y desde el capítulo primero al cinco:
- · las elecciones de diciembre de 1962,
- · el trágico drama de Palma Sola,
- · el Coup d’Etat a Bosch,
- · las reacciones sobre aquella desventura,
- · los fracasos en el intento de reponer el gobierno constitucional,
- · lo que fue el Triunvirato y
- · la conspiración militar contra el gobierno de facto.
Advirtiéndole al lector
que el ensayo no es una historia de la
Revolución de Abril de 1965 (sino)
un ensayo de interpretación histórica (así
como que) no pretende tener un carácter exhaustivo (ya que) se basa no sólo en documentación que se cita
en cada caso, sino también en experiencias personales, asimismo De la Rosa
argumenta que el texto no pretende ser partidista
sobre la Guerra de Abril del 1965, por lo que no ha sido escrito con la
intención de convencer ni variar la opinión política de nadie sobre hechos que
ocurrieron hace ya más de cuatro décadas, asegurando que es (un ensayo) totalmente (nuevo) que
incorpora y se beneficia de los trabajos de investigación que en los últimos
años hemos podido realizar en archivos y bibliotecas.
Pero este tipo de explicación sobre ensayos cuyos
textos investigan, analizan o pretenden aclarar registros históricos
conflictivos, siempre tropezarán con las voces divergentes, porque la verdad
—que De la Rosa asienta como su verdad—chocará
siempre de frente con los inconformes, con aquellos que reciben con ojeriza la reconstrucción intelectual de la
historia y la remiten a una noción de sospecha. Los ejemplos sobre estas
divergencias, no sólo se encuentran en las memorias escritas por vencedores y
vencidos en las guerras mundiales recientes, en los salvajes y desiguales
enfrentamientos de la Guerra Civil
Española, en las embestidas del capitalismo francés y norteamericano a
Vietnam, en los asaltos imperiales a Irak y Afganistán, sino también entre la
ocupación y desocupación de las Malvinas, en las guerrillas colombianas,
peruanas y uruguayas, y en las revoluciones acaecidas en Centroamérica, Asia y
África.
La importancia de La Guerra de Abril 1965, de Jesús de la
Rosa, reside en que su narración sobre los acontecimientos por él vividos
adquiere un carácter de confesión ontológica, porque una parte esencial del
texto registra algo que De la Rosa no pudo evitar, aún por encima de su
dedicatoria a los mártires de ambos bandos: reafirmar su fe, su inquebrantable fe
en que, al final de los días, aquella explosión de indignación ya distanciada
por cuarenta y seis años, sabrá cobrar la verdad, esa verdad que de una forma u
otra sale a flote por encima de los que han tratado de minimizarla. Esa
dualidad que inunda a los historiadores desde Heródoto y que desobedece la
imparcialidad del texto con anécdotas y metáforas, no constituye un pecado en
De la Rosa, porque desde su rol de combatiente fue un testigo de aquella
epopeya. Y así pasa con los narradores como Ana María Matute, que sólo contaba
con diez años cuando estalló la Guerra Civil Española, en 1936, y que, sin ser
combatiente (contaba apenas diez años de edad al estallar el conflicto) sí
almacenó una memoria del horror de la contienda. En su trilogía Los Mercaderes, la Matute procesa desde
el fondo de su memoria —veintiún años después de finalizado el conflicto—, su
recorrido como niña y adolescente por los horrores que produjo aquella guerra,
pero reconstruyendo los acontecimientos desde la perspectiva de la esperanza.
La
trilogía Los mercaderes, de Ana María
Matute, como toda obra que exorciza el pasado para cotejarlo con el presente y
aún con la libertad del narrador para alterar, tanto el tiempo como la propia
historicidad, se abre como una memoria persistente, como una evocación recidiva
de los cuerpos que la estructuran: Primera
memoria, publicada en 1960; Los
soldados lloran de noche, en 1964; y La
trampa, en 1969. Aún como ficción histórica, a la trilogía de Ana María
Matute es preciso registrarla como un testimonio evocador de la Guerra Civil
Española, al igual que los cientos de novelas, poemas, dramas y ensayos que se
han publicado sobre aquella confrontación. Y la razón es bien simple: en la
memoria de la novelista española aquel conflicto supervive en su narrativa como
una sustancia vital, como un demonio que agita su mente, conduciéndola hacia la
catarsis de las palabras, un fenómeno muy parecido a la narración que hace
Jesús de la Rosa en La Revolución de
Abril 1965, cuando en el Capítulo 12 describe la toma de la Fortaleza Ozama, el 30
de abril. Violentando apenas la delgada línea que separa la
ficción del hecho histórico, De la Rosa narra las incidencias que envolvieron
la toma del recinto policial —que asestó el golpe de gracia a las pretensiones
del CEFA[5] de
aplastar la revuelta y provocó la ira y la confirmación del desembarco en el
país de 42 mil infantes de marina, del ejército más poderoso del mundo.
En ese
capítulo, De la Rosa escribe:
—Una multitud avanzaba por la calle Las Damas entre gritos de triunfo
detrás de varias unidades blindadas y una compañía de soldados del Ejército al
mando del mayor Juan Lora Fernández. En la calzada (…) un joven teniente instruía a varios soldados sobre el uso del mortero
60. (…) El alto mando
constitucionalista había dispuesto el asalto del último bastión golpista
situado en la ribera oeste del río Ozama: la Fortaleza Ozama. Alrededor de las
10 de la mañana del 30 de abril de 1965, el mayor Juan Lora (…) ordenó (…) que se abriera fuego contra una de las puertas de entrada de la
Fortaleza Ozama (…) Un tanque AMX de fabricación francesa lo hizo. Un joven que
se encontraba muy cerca de ese blindado comenzó a dar gritos de dolor: las
orugas del tanque le habían aplastado los pies. El poeta y actor de teatro
Miguel Alfonseca (…) oía balas de
ametralladoras silbar sobre su cabeza, lo que hizo que se arrojara detrás de
una tapia de un jardín cercano. Un batallón de los muy odiados policías cascos
blancos se encontraban dentro del fortín, aislados y sin contacto con el
exterior. (…) El comandante de las
tropas policiales, coronel Manuel Valentín Despradel Brache y su segundo al
mando, Robinson Brea Garó[6]
(…) no tenían ningún plan de defensa
concertado con los demás cuarteles policiales (…) los cuales ya habían caído en manos de los constitucionalistas.
Y en la
descripción de la defensa del Puente Duarte, De la Rosa hace acopio de una
memoria que exuda pasión, amor y vergüenza como un brote espontáneo de
memorización:
—A las 9:30
a.m. del 27 de abril de 1965, las tropas de San Isidro iniciaron su acometida.
Por horas no cesaron de atacar; ataques insistentemente reiterados con toda
clase de medios: cañones, morteros, metrallas, bombas disparadas desde barcos y
aviones. Los barrios de Borojol y Mejoramiento Social componían la primera línea
del frente de defensa. Los proyectiles de artillería caían por todos lados y
las llamas ascendían a los tejados de algunas viviendas de las dos populosas
barriadas, habitadas por familias pobres de la Capital. Todos esos ataques
fueron vigorosamente rechazados por militares constitucionalistas y por
combatientes civiles agregados a las columnas de defensas de los rebeldes. No
se podía comparar el genio y la valentía de los oficiales y civiles
constitucionalistas con la de los militares de San Isidro, que, a fin de
cuentas, no eran más que un bandado de ineptos. De nuevo el Ejército
Constitucionalista controlaba gran parte de la ciudad de Santo Domingo.
4. La
Revolución de Abril como material histórico
Aunque la Revolución de Abril se acerca a su año 47, los
hombres y mujeres que allí enfrentaron al demonio de la traición y la
desvergüenza ya abordan —los más jóvenes de aquella resistencia heroica— los
setenta años de edad y estas dos generaciones y pico nacidas después de esa
gloriosa efemérides, no pueden, ¡bajo ningún concepto!, dejar morir esa
memoria. Los israelitas tienen su monumento a los justos para alimentar el
doloroso recuerdo del holocausto; los adoloridos españoles de la guerra civil y
sus descendientes, cuentan con docenas
de sitios en la Internet para retener como en un envoltorio de dignidad la
sangre derramada por un millón de hombres y mujeres que murieron en defensa de
sus ideales. Asimismo los rusos, para que nadie ose esfumar de la historia sus
veinte millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial; y los japoneses en
Hiroshima y Nagasaki; y los vietnamitas y los norteamericanos y los pueblos
diseminados por el mundo que han erigido baluartes para evocar la heroicidad de
sus hijos en la memoria del tiempo.
Por eso, cada poema, cada novela, cada drama, cada relato y
cada ensayo, como este que nos presenta Jesús de la Rosa, debe ser recibido
como una memoria vinculada al mismo corazón de la Patria.
Diciembre, 2011.
[1] Pensar, recordar, retener,
agradecer.
[2] HEIDEGGER, Martin: ¿Qué
significa pensar? Editora Nova, segunda Edición. Buenos aires. 1964.
[3] HEIDEGGER, Martin, Op.Cit. p. 134.
[4] Op. Cit. p. 135.
[6] De la Rosa, sobre lo
acontecido dentro de la Fortaleza Ozama, se auxilia de la ponencia de Brea Garó
en el Seminario sobre la Revolución de
Abril del 1965, con los auspicios
de la Secretaría de Estado de las Fuerzas Armadas y recopilados en el libro Guerra de Abril, en el
2002.
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