Por
Efraim Castillo
1. Introducción
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ESDE HACE UNOS meses me he venido
haciendo dos preguntas malintencionadas, posiblemente las mismas que se hacen
muchos de los que, como yo, nacieron bajo el pesado fardo de la Era de Trujillo (y digo pesado fardo sin la animosidad de
referirme ni a lo mucho bueno ni a lo
mucho malo que ataviaron esos
treintaiún años de historia dominicana, cincelados bajo la dictadura de Rafael
Leónidas Trujillo, alias El Jefe y no
El Chivo, como confundieron a Mario
Vargas Llosa cuando recabó datos para la novela que le dio el Premio Nóbel de Literatura). La primera pregunta
que me hice fue la siguiente: ¿Fue
cobardía no combatir la dictadura de Trujillo? Y la segunda, un poco más
filosófica, fue esta: ¿Se debió rechazar
servir a Trujillo?
Pero, ¿por qué me hice
esas dos preguntas que, aunque parecen tontas, son en el fondo
malintencionadas? La posible respuesta descansa en que el nombre de Rafael
Leónidas Trujillo se ha convertido en sinónimo de todo lo malo y aberrante del
universo para el sector social que sufrió sus torturas, persecuciones y muerte,
pasando éstos —los miembros de ese sector— a convertirse en los abanderados de todas las
virtudes y heroísmos imaginables. Es decir, que como un retruécano, lo que fue
pecado en la Era, tal como decir
antitrujillista o comunista, ha devenido en una aberración abanderarse con el
trujillismo o reconocer las buenas obras que realizó.
Y por eso, enlacé esas
dos preguntas al pedimento de mi amigo José Román García de que hablara en el
homenaje que la sociedad sancristobalense hace a la doctora Trina Urbáez Díaz de
Blandino, como un reconocimiento a sus excelentes comportamientos como munícipe
ejemplar y como extraordinaria atleta y que, como todos los actos que esta
Benemérita ciudad de San Cristóbal prodiga a sus vecinos o a ciertas efemérides
relacionadas con la Era, de seguro levantarán
algún tipo de roncha por parte de los bendecidos ciudadanos que combatieron al
dictador. Y esas ronchas, esas irritaciones —a posteriori— no deberían producirse,
porque San Cristóbal tiene el derecho irrefutable de exaltar las virtudes, esas
enormes reservas de moralidad y valía, que sobrevuelan entre sus propios
munícipes y así poder atesorar en un hall
—o galería— de civismo las dignidades que, desde aquel 1822 en que fue
elevada a la categoría de municipio, han sido ejemplo y baluarte de honradez,
trabajo y civismo.
Y, señores, Trina Urbáez
Díaz de Blandino es un claro ejemplo de esas reservas de moralidad y valía.
2. Una mujer llamada Trina
Trina, como todos saben,
nació en el año 1929, precisamente el año en que intelectuales como Manuel de
Jesús Galván, Emilio A. Morel, Leoncio Ramos, Francisco Benzo, Luís a Webber,
Opinio Álvarez Mainardi, Pedro Rosell, J. Marino Incháustegui, Alberto Font
Bernard, César Dargan y Andrés Avelino Lora, entre otros, firmaron el manifiesto
de apoyo a la candidatura para la presidencia y vicepresidencia del país de
Rafael Leónidas Trujillo y Rafael Estrella Ureña. Nació en el año en que también
nacieron Martin Luther King y Oriana Fallaci, y aunque el 1929 produjo el
descalabro de Wall Street en aquel jueves negro de octubre, reafirmó a
Mussolini en el poder de Italia, encendió a Alemania de las esvásticas
hitlerianas y vio emerger el más preciado medicamento de la humanidad: la
penicilina.
En aquel 7 de junio del
1929, Trina abrió sus ojos cuando en el mes de enero de ese mismo año el Rey de
Italia le otorgó a Trujillo las insignias de Comendador de la Orden de la Corona, y cinco días después —el doce
de junio— el presidente Horacio Vásquez lo honró con la Medalla del Mérito Militar, premiándolo por sus diez años de
servicio en el ejército y por haber confeccionado un plan de economía en los servicios militares del país. En ese
1929 también había nacido, el 5 de junio, dos días antes que Trina, Rafael
Leónidas Trujillo Martínez, alias Ramfis,
por quien El Jefe cometió muchos de
los dislates que socavaron su imagen y lo condujeron hacia su trágico final.
Pero Trina no eligió
aquella fecha para nacer, sino que por esas eventualidades del azar, fue
depositada en el tiempo y el lugar precisos para atravesar indemne, sumamente
indemne, una historia cuajada de grandes y violentas transformaciones que
arroparon, no sólo a República Dominicana, sino al mundo. Fue en ese trecho
neurálgico de la historia en donde el país comenzaba a dejar atrás un sendero arcaico
y atiborrado de viejos simbolismos, para adentrarse en un camino marcado por
las modernas técnicas que irrumpieron con estrépito los procesos cronológicos y
que estallaron como un pandemónium[1]
en la Segunda Guerra Mundial, dejando tras de sí un rastro de sesenta millones
de muertos.
3. ¿Fue cobardía no combatir la dictadura de Trujillo?
La vida bajo las
dictaduras no ofrece ni facilita los espejos de la Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll[2]
para, atravesándolos, arribar a mundos utópicos, porque a las dictaduras hay
que sufrirlas si no se desean combatir, viviéndolas bajo sus reglas, pero
extrayendo de ellas ese lado reconstructivo
que viene parejo con las férreas disciplinas que estructuran los alcances provenientes
de sus programas de reintroducción capitalista, siempre bajo la férrea
supervisión del Estado —como se produjo en el modelo dictatorial de Trujillo—. Esta
modélica organización de las dictaduras fue la que visionó Juan Bosch, en 1963,
pero que no pudo implementar por su derrocamiento en septiembre de ese año y
que luego, en 1969, expresó en su teoría Dictadura
con respaldo popular.
Trina Urbáez de Blandino
—contrario a nosotros, los nacidos entre los años 1938 y 1944, que integramos
la Generación maldita del 60— conoció
la Era desde su mismo inicio,
asimilando ese cambio descomunal que transformó el país entre el 1930 y 1945,
cuando las dictaduras, empujadas por los fenómenos revolucionarios producidos antes,
durante y después de la Segunda Guerra Mundial, tuvieron que operar nuevos
discursos.
Trina contaba ocho años de
edad cuando los coberos y limpiasacos oficiales, abofeteando la
historia, propusieron y obtuvieron el cambio de nombre a la capital dominicana;
tenía quince años cuando el país cumplió su primer centenario de fundada y Trujillo,
en un acto que debe ser recordado como un trascendental acontecimiento histórico,
arribó a un tratado para pagar la deuda externa que nos ocasionó los más
terribles daños: el azaroso Empréstito
Hartmont, tomado setenta y cinco años atrás, en 1869, por Buenaventura Báez
al aventurero inglés Edward H. Hartmont, por la suma de 420 mil libras
esterlinas, de las cuales sólo recibimos una pequeña parte y que ocasionó,
entre otros males: los cierres de crédito al país antes de finalizar el Siglo
XIX, la confiscación de nuestras aduanas y, lo más brutal, la primera
intervención norteamericana, en 1916. Y cuando Trina arribó a los diecisiete años, vivió el momento en que
Trujillo quiso abrirse a la democracia permitiendo el surgimiento de partidos liberales,
presionado por los cambios posbélicos, pero que tuvo que recular violentamente,
produciendo el primer sismo de repudio colectivo a la dictadura. La secuela de
esa represión fue la expedición de Luperón, en 1949.
En esos episodios de los
años cuarenta, Trujillo, gran dominador del imaginario dominicano de los años
veinte y treinta, tropezó con una generación que, aunque incubada mayoritariamente bajo su
mando, no conocía a plenitud, y a la que pertenecía Trina. Esta fue una
generación que a pesar de haberse alimentado con las consignas propagandísticas
del régimen, también tenía acceso a la radiodifusión de onda corta, a la prensa
y al cine, por lo cual se había enterado de la existencia de la Unión Soviética
y de las caídas del fascismo y nazismo, aunque, desde luego, también conocía
las trochas dictatoriales abiertas en España, con Francisco Franco en 1939; en
Paraguay, con Alfredo Stroessner en 1940; y que conocería más tarde las de
Marcos Pérez Jiménez y Gustavo Rojas Pinilla en Venezuela y Colombia, en 1953.
Desde luego, las
dictaduras germinadas entre y después de la Segunda Guerra Mundial diferían de
las mesiánicas de Stalin, Mussolini, Hitler y Trujillo, porque éstas se
apoyaban en ideologías sostenidas sobre bases que propugnaban estrategias
vinculantes a la capacidad nacional de producción y exportación, así como al control
de los niveles de inversión externa. En ese mundo recién abierto, Trina entró a
la Universidad de Santo Domingo, destacándose como estudiante y como atleta, y
al graduarse como Doctora en Farmacia y Ciencias Químicas, pasó a laborar en la
Secretaría de Estado de Agricultura, como técnica de análisis de suelos.
Entonces,
rondando los veintitrés o veinticuatro años, ¿cómo debía sentirse una muchacha
sancristobalense frente a una dictadura como la de Trujillo, quien era oriundo
y protector de su ciudad? Sartre en el capítulo sobre La temporalidad estática, en El
Ser y la Nada, su obra filosófica cumbre, tiene una respuesta ante ese nudo
que aprieta al ser humano frente a la realidad:
Los novelistas y los poetas —escribió
Sartre— han insistido esencialmente sobre
esta virtud separadora del tiempo, así como sobre una idea vecina, que se
desprende, por otra parte, de la dinámica temporal: la de que todo “ahora” está
destinado a volverse un “otrora”. Porque el tiempo roe y socava, separa, huye.
E igualmente a título de separador —separando al hombre de su pena o del objeto
de su pena—, también cura[3].
Ese, para Sartre, es el poder del ser humano de comprender y asimilar
el verbo sobrevivir, pero no como un suceso oportunista, sino como un
acontecer fenomenológico. Y sólo los sancristobalenses que vivieron en su
ciudad los treintaiún años de la dictadura pueden descifrar esa noción de
historia que los remite, sin disminuirlos, a una supervivencia que mezcló la
admiración, el miedo y la resistencia interior, con el agradecimiento. Porque
ellos, como testigos de primera fila de aquella Era, sí supieron cómo se
batía el cobre y se sobrevolaban las sospechas. De ahí, a que entre los que
asesinaron —o ajusticiaron como afirman otros— a Trujillo el 30 de mayo del
1961, los nombres de muchos sancristobalenses descollaron como héroes de una
resistencia interior que siempre estuvo agazapada entre esa admiración, entre
ese agradecimiento y entre ese odio que se vincula a los paradigmas históricos.
4. Pero, ¿Se
debió rechazar servir a Trujillo?
¿Por qué más de un
millón de dominicanos, exceptuando unos pocos, no le dijeron NO a Trujillo y se esperó hasta mediados
de la década de los 40’s, cuando surgieron grupos antagónicos a su
régimen? En su obra Fenomenología del espíritu[4],
Hegel arroja luz sobre esta relación entre amo-esclavo
—o en el caso específico del poder político, entre dictador-ciudadano—. Explica Hegel: El esclavo (o el ciudadano, apunto
yo) por el contrario, no tiene necesidad
del amo (o del dictador, apunto yo) para
satisfacer (sus) propias necesidades,
y, por lo tanto, se encuentra en una posición de efectiva ventaja respecto de
aquel. El trabajo lo ha emancipado del dominio del amo (o del dictador). Pero el esclavo (o el ciudadano) se ha hallado en la posición del dominado, porque
ha sentido angustia frente a la totalidad de la propia existencia a causa de
que ha tenido miedo a la muerte (Furcht des Todes), es decir, del amo absoluto (o
del dictador). Para Hegel, enuncia el filósofo italiano Antonino
Infranca, el propio miedo del esclavo
—o ciudadano, apunto yo—, contagia y
aprisiona al amo —o dictador, reafirmo yo— que se vuelve, al mismo tiempo, su propio esclavo[5],
conformando una simbiosis.
Tanto la
jovencita Trina, con apenas ocho años cuando cambiaron el nombre de la capital dominicana
por el de Ciudad Trujillo, como sus padres, como San Cristóbal y todo el país —pero
también como los millones de rusos, alemanes, italianos y latinoamericanos que
seguían a esos amos-dictadores llamados Stalin, Hitler y Mussolini—, lo que
perseguían era —como enuncia Hegel— estabilizar el proceso socio-político a
través de un “amo-colectivo”, es decir, de un dictador asimilado, porque
la conciencia servil contiene todo ello en sí misma, dando como resultado que
unos mandan por el poder de la fuerza y otros obedecen por la sumisión del
débil. Este miedo, sin embargo, insiste Hegel, permanece solamente formal y no se
revierte sobre la existencia real y consciente.[6]
Entonces, está claro:
Trujillo, contrario a lo que muchos piensan, fue aprovechado por el país como
un fenómeno organizador, como un amo-dictador
para satisfacer los múltiples caos que permanecían disueltos por los avatares
de una historia sin definición aparente y Trina, la niña sancristobalense de
ocho años y luego la adolescente de mediados de los 40’s, y después la atleta
graduada de los 50’s, sumergida en las transformaciones aceleradas del país, no
podía sucumbir a la tentación de combatir
lo que, para ella, y el noventa y nueve y pico por ciento de los dominicanos,
marchaba de acuerdo a lo que se veía, no a lo que se intuía.
Sin embargo, sí hubo —y
estoy seguro— una reconversión en esa aparente sumisión de la conciencia de
Trina —y la de casi todo el país—, y ese cambio fundamental comenzó a inundarlos
a todos a partir de la mitad de los años
50’s, cuando Trujillo permeó la obediencia y la admiración del país hacia su
régimen, tras sustituir la dureza del respeto y el temor como fundamento de la
obediencia, por una estrategia de terror sociológico copiada de los dictadores
que pisaron nuestro suelo a partir de la mitad del decenio de los 50’s: Domingo
Perón, Marcos Pérez Jiménez, Gustavo Rojas Pinilla y Fulgencio Batista, momento
decisivo en que los asesores de Trujillo debieron exponerle que el tiempo de
regir un país con la táctica del terror como doctrina, había llegado a su fin.
5. Trina Urbáez Díaz de Blandino: la satisfacción de una
trans-sociabilidad iluminada por la prudencia y el amor
Hoy, a sus ochentaidós
años, Trina Urbáez Díaz de Blandino puede mirar atrás y sonreír, porque desde
allá, desde ese hito que fue el año 1929, su vida ha recorrido un trayecto
histórico impulsado por cruciales cambios sociales, tecnológicos y científicos,
y ella lo ha recorrido como una testigo cuyo discurso se apegó a las
disciplinas enmarcadas en el deporte, en la beneficencia, en el servicio a los
demás, en la unidad familiar y, sobre todo, en un inconmensurable amor por su
país. Trina vivió completamente la dictadura de Trujillo, asimiló como
experiencia existencial la salida de Balaguer en 1962, el triunfo de Juan Bosch
en diciembre de ese mismo año y su derrocamiento en septiembre del 1963; fue
testigo de la Revolución de Abril del 1965 y el regreso ese mismo año de
Balaguer y su triunfo en 1966, y ha coexistido con los cambios políticos del
país, a partir del 1978 a la fecha. Así, Trina ha completado los ciclos discursivos
de una República Dominicana, que aunque a veces parece doblarse sobre sí misma
y se vislumbra a punto de quebrarse, siempre se levanta vigorosa, apoyada en
sus buenos hijos.
Por eso Trina, con
orgullo, puede responder, sin miedo al pasado, al presente y al futuro, esas
dos preguntas malintencionadas que me hice recientemente, porque ella vivió —y
vive— ese sendero de asechanzas con que nos trampea la vida… ¡como una llama ardiente
atravesando la historia!
Diciembre del 2011.
[1] Pandemónium es la capital del infierno en el poema El paraíso perdido, del inglés John
Milton.
[2] Lewis Carroll fue el
seudónimo utilizado por el escritor y matemático británico Charles Lutwidge
Dodgson
[3] SARTE, Jean-Paul: La temporalidad estática, en El ser y la
nada. Editorial Losada, S.A., 9na. Ed., Buenos Aires. 1993.
[4] HEGEL, G. W. F.: Fenomenología
del espíritu. Traducción de
Wenceslao Roces con la colaboración de Ricardo Guerra. Ed. Fondo de Cultura Económica. Ediciones F.C.E.
ESPAÑA, S. A. México, D. F. 1966.
[5] INFRANCA,
Antonino: El miedo en la fenomenología
del espíritu de Hegel. Revista Topía
(número dedicado a la vida cotidiana argentina). Buenos Aires. 2001.
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