martes, 8 de enero de 2013


EL SECUESTRO


Por Efraim Castillo

 

Lo último que vio fue el mar. Allí, frente a él, en el momento que era lanzado desde el acantilado. Después lo cubrió el agua y luego la nada, el descenso de su cuerpo atado a cadenas hasta el suave lecho de arena. ¡Y entonces la muerte! Desde que lo plagiaron en la céntrica avenida, el mundo se había perdido para él y su vieja dolencia ocasionada por la herida recibida  en la Revolución de Abril reverdeció como la yerba seca tras las lluvias. Había vuelto la tos y también los horribles dolores de garganta. ¿Para qué lo querían, para qué lo torturaban estrujando su lengua con papel de lija, si él sólo cumplía con los mandatos de su conciencia al proferir lo que sentía hacia el hombre al que llamaba El Galápago, el eterno, el retenedor en sinfín del poder; si sólo —como un pequeño soldado— hacía lo que muchos deseaban emprender y no hacían, callando miserablemente? Luego de su rapto, comprendió que sus actos, que sus protestas y acusaciones habían rendido sus frutos. Comprendió que El Galápago —y con él sus sicarios— le temían. Cuando lo aproximaron al mar sintió alguna esperanza. El mar siempre había sido su aliado, su baño de redención y acudía a él en los momentos en que la tristeza lo embargaba.

            Desde el vehículo en que lo transportaban, luego de ser secuestrado, podía sentir el ruido de la ciudad, las alternativas acústicas del fragor de la tarde. En los días sucesivos, cuando lo llevaban con los ojos vendados de un lugar a otro, medía las horas por la intensidad de los ruidos producidos en las calles: los pregones, las bocinas de los vehículos y las voces de los transeúntes, marcaban en sus oídos las rutas establecidas por sus captores. Sabía cuando transitaban de Este a Oeste y de Norte a Sur y viceversa.

            Al momento de ser secuestrado, en el instante en que fue tomado por los hombros violentamente e introducido al jeep, el profesor sólo pensó en su mujer e hijos.

            —¡No quiero ir, coño, no quiero ir! ¡Déjenme quieto, hijos de puta! —había proferido a sus captores y, sobre todo, al matón de ojos grandes que lo asió con fuerza y lo empujó hacia la parte posterior del vehículo.

             Pero sólo escuchó un:

             —¡Entra rápido, comemierda! —que se convirtió en el centro de todos los sonidos, porque los insultos que le lanzaban iban, desde un recuento de sus actividades contra El Doctor, hasta los pronósticos de lo que sería su vida a partir de aquel secuestro. No obstante los golpes, las fricciones con papel de lija sobre su lengua y la aplicación de bastones eléctricos contra sus tetillas, el profesor mantenía un silencio que ofuscaba y sorprendía a sus torturadores, aunque el miedo lo inundaba por dentro cuando pensaba en su mujer e hijos. Ese temor, ese miedo, lo había estado sintiendo desde tres días antes de su plagio, porque sabía que lo seguían y se lo había dicho a su esposa la noche anterior y ésta, visiblemente preocupada, le suplicó que no continuara los ataques al Doctor.

            —No es El Doctor el más peligroso  —dijo a su esposa—, sino los asesinos que le rodean. El Doctor no siente miedo ante nada ni nadie porque por sus venas no corre sangre, sino hielo. ¡Pero esos asesinos que le rodean sí sienten miedo! Mientras El Doctor contempla la historia como un témpano que se desplaza hacia ningún lugar, sus sicarios temen que se deshiele y se los trague el mar. Para El Doctor todo está dado, signado por un destino del que no podía escapar.

            Brunilda, su esposa, siempre preocupada, le expresó:

             —Ya sea del Doctor o sus matones... ¡debes apartarte de esa lucha solitaria por algún tiempo!

            La primera señal de que lo espiaban provino del individuo que, de buenas a primeras, apareció frente a su casa con un puesto de frutas, y sin importar que lloviera a raudales, permanecía allí, imperturbable, con un capote visiblemente militar sobre sus hombros.

La segunda señal la captó durante su travesía hacia la universidad en un autobús público, cuando un tipo bien extraño se sentó próximo a él y, tras dejar el vehículo en la zona universitaria, lo seguía a todas partes, observándolo y anotando en un cuaderno todos sus actos: con quién conversaba y qué hacía al dejar las aulas. El sujeto, inclusive, tomaba el mismo transporte que lo llevaba de regreso a su casa al atardecer.

La noche anterior al secuestro, el profesor recibió la tercera y última señal de que lo seguían: caminando hacia el parque central junto a dos discípulos, un vendedor de billetes los siguió durante todo el trayecto de ida y vuelta, intercambiando disimulados saludos con algunos agentes policiales que encontraba a su paso. Sin comunicárselo a sus alumnos, el profesor comprendió que su vida corría peligro y aunque no sintió miedo por él, sí lo experimentó por su familia.

Al repasar sus últimos actos contra lo que él llamaba la dictadura ilustrada del Doctor, comprendió que posiblemente el discurso pronunciado en la facultad de humanidades quince días atrás, podía ser el punto álgido, el factor primordial de estos espionajes descarados. En su discurso, el profesor llamó a los gobiernos del Doctor los gobiernos degradantes, preguntando al auditorio con una voz elevada por grandes vibraciones, si no había alguien en el país que acabara de una vez por todas con El Galápago. Por ese discurso el profesor fue llamado a la rectoría y suspendido por una semana sin disfrute de sueldo, amén de que, tras la noticia reseñada en los periódicos, la partida presupuestaria mensual de la universidad fue retenida por el gobierno durante diez días.

            Pero el profesor, cuya vida había transcurrido entre las prisiones trujillistas, las protestas que siguieron a la muerte del tirano, las guerrillas del 1J4 tras el derrocamiento del gobierno de Bosch y la Revolución de Abril, no era fácil de asustar, y su único temor se reducía a lo que podría pasarle a Brunilda y los muchachos. “¡Son ellos los que me preocupan... sus vidas son mi responsabilidad!”, se decía, preguntándose luego si “¿valdría la pena continuar jodiendo la paciencia en un país con una memoria medalaganaria?” También sostenía la tesis de que El Doctor se desdoblaba en tres: a veces, en ciertas oportunidades era el buen hijo amante de sus recuerdos, preocupándose por un destino nacional vinculado a la educación, a los deportes y a las ciencias; otras, era el clásico vengador colérico de los poderosos, impidiendo las huelgas, las manifestaciones populares y atizando los odios entre las diferentes capas sociales; y también era el intrigante tras bambalinas, agudizando las fisuras entre sus propios servidores militares para convertirse en el escuálido líder que aparentaba ser.

            Sin importarle que le siguieran, se vistió con su flux azul la noche siguiente de comprobarlo, “su traje de la buena suerte”, según Brunilda y, anudándose al cuello una corbata de lazo, salió a la calle. Y por la agitación de brazos del falso frutero a otro sujeto, el profesor comprendió que sus pasos serían seguidos. Pero sin importarle nada, se dirigió al hombre de las frutas, diciéndole:

            —¡Buenas noches, amigo! —y emprendió un paseo que le llevaría a recorrer varios kilómetros de bloques con edificios multiformes, disímiles, construidos cada uno según los caprichos de sus dueños y sin obedecer a un patrón urbano. Para el profesor Santo Domingo no era más que eso: una insondable e irreverente ciudad del caos; una ciudad aposentada en tres obtusos sueños: primero el de Ovando, que la trazó según sus referentes españoles, enjaulándola como una paloma acechada por buitres; luego el de Trujillo, que la ató inmisericordemente a su megalomanía, a ese desmesurado y loco afán de perpetuar su yo más allá de la posible historia; y ahora el del Doctor, cubierto con la estúpida calibración de revivir las riberas del Nilo y quebrando, con sus despistes, las esperanzas de redención de cientos de miles de hombres, mujeres y niños, que abandonaban sus campos y sus siembras tras la ilusión de ser beneficiarios de la demagogia oficial, para recibir casas o apartamentos sin tener aún nociones mínimas de vida urbana.

Los pasos del profesor le llevaron hasta las esquinas plagadas de chinos en una Avenida Duarte cuya bullanguera actividad era única en el mundo. Ya el profesor había advertido que los chinos se estaban apoderando de la parte baja de la vía y por su nariz, al llegar a la esquina de la Avenida México, desfilaron olores a chofán, chicharrón de pollo, chow mein y de otras delicias de la cocina cantonesa provenientes de los restoranes levantados allí en los últimos años. Cada vez que transitaba por ese trecho el profesor se hacía la misma pregunta: “¿Cuántos chinos habrá en el país?”, y construía pensamientos de cómo se originaría la mezcla de razas dentro de los próximos cinco siglos. Él sabía que como mulato representaba una síntesis, un resultado del descubrimiento de América y pensaba que el porvenir del hombre, con las presiones de un tercio de la población mundial asentada en el Asia, no podría ser otro que un mestizaje con el amarillo y el rasgamiento de ojos, coronado con los pelos tan rectos como agujas de cartílago. Recordó entonces que en alguna de sus cátedras, había señalado que el tiempo que nos aguarda apostaba a la China, restaurando el viejo enunciado de Malraux de “que estamos viviendo el final de una era sin precedentes (...) en donde la China de Mao apunta vigorosa hacia el futuro”.

Así, entre pensamiento y pensamiento, el profesor caminó hasta el Malecón, que constituía para él un salmo de eternidad, un espacio donde se abatían las tristezas de la ciudad y donde renacían, en los atardeceres que se abrían a la luna llena, las alegrías idas, los clandestinos momentos de felicidad.

            Fue a su regreso del Malecón cuando fue plagiado, cuando el hombre de los grandes ojos lo introdujo con fuerza al jeep, trasladándolo hacia un lugar cubierto por un silencio que se quebraba por el sonido de helicópteros y aviones. Tal y como lo introdujeron al vehículo, así mismo lo sacaron, empujándolo hacia unas escaleras tan altas y empinadas que cayó tres veces como Jesús con el madero. Entonces lo levantaban tras cada caída y proseguían los empujones con mayor violencia. Pero no profirió palabra alguna. Su conciencia estaba allí, justo en el lugar adecuado, en aquella parte derecha de su cerebro que le permitía ser sarcástico a la hora de gritar y escribir y, al mismo tiempo, sacar de abajo para resistir ciertos razonamientos lógicos.

Cuando sus secuestradores lo detuvieron en seco, pudo escuchar una voz de mando, áspera y aguda, gritar:

—¡Aquí está el comemierda de los insultos al Doctor! ¡Introdúzcanlo a la habitación!

El profesor podía jurarlo: nunca había escuchado una voz como aquella, con una intensidad tan penetrante, tan dura, tan afilada y cortante, que le hizo recordar los documentales sobre Hitler, Mussolini, Roosevelt y Fidel. Aquella era una voz que reunía el terciopelo y la abrasiva condición del vidrio roto. ¡Y aquella voz se estaba dirigiendo a él, lo aludía a él y buscaba ensañarse en él!

—¡Ahora verá este maricón lo que es cajeta! —y empezaron, entonces, los golpes como una lluvia de explosiones sobre su rostro; como si bloques de hormigón se desprendieran desde lo alto de una torre y aplastaran sus ojos, oídos, boca y nariz con gran impacto. Al desmayarse le echaron un balde de agua helada sobre la cabeza y cuando abrió los ojos impedidos de observar más allá del profundo negro de la venda, sintió sobre sus párpados como si pesadas cadenas  le golpearan con extraordinaria fuerza. Pero no dijo nada; ni siquiera emitió un quejido de dolor. Pensó en el mar: imaginó las olas encrespadas de blanco montarse una sobre la otra fueteando los cambiantes niveles; las imaginó vigorosas, esparcidas sobre la brisa. Luego percibió la luna llena: contempló sus valles oscuros y puntos luminosos y, sobre las imágenes del mar y la luna, vio a Brunilda sonriente, enérgica, señalándole algún punto sobre el horizonte donde aparecían sus hijos. El dolor le corría por las sienes y descendía por su espalda hasta la vieja herida recibida en la revolución; sintió que volvía a abrírsele, que volvía a sangrarle. Y hubiese deseado dejar escapar un grito, desarticular todas las fuerzas que contenían el lacerante dolor, refugiándose en el alarido. Así, sin poder más, de su garganta salió un estruendo, un chillido, un sonido enorme que hizo temblar a sus golpeadores:

—¡Maaaaalllllldiiiiiitoooooos! —y dejó caer pesadamente su cabeza sobre el pecho.

Visiblemente sorprendido, uno de los torturadores gritó al otro:

—¿Qué ha pasado? ¿Volvió a desmayarse? —Entonces quitó la venda de los ojos del profesor y le abrió la camisa, colocando un oído sobre su pecho—. La respiración está muy lenta —dijo asustado, mientras un oficial entraba a la habitación.

—¿Qué han hecho, coño?  —gritó el oficial—. ¡Las órdenes eran bien claras: golpearlo para darle una lección, no matarlo! ¡Sólo había que golpearlo, tal y como hicimos con el animador gordo!... ¿recuerdan? ¡Esas eran las órdenes! —Mientras vociferaba, el oficial apoyó la cabeza sobre el pecho del profesor, expresando—: ¡Todavía respira! ¡Desátenlo rápido, maricones!

Los torturadores desataron de la silla al profesor, saliendo el oficial hacia la oficina contigua, donde tomó el teléfono y marcó un número.

—El profesor ha sufrido un ataque, señor —dijo a la voz que le contestó—. No, no está muerto. Al parecer, a los muchachos se les fue la mano. ¡Que no, no está muerto, aunque luce muy mal! ¿Qué hacemos, señor? ¡Está bien, señor, lo esperaremos aquí! —Después de colgar, el oficial regresó al cuarto de las torturas, ordenando a uno de los matones—: ¡Busca otro cubo de agua fría y alcohol, rápido! ¡Será preciso reanimarlo para cuando llegue el coronel!

El oficial sabía que si el profesor moría traería problemas. La golpiza al animador gordo, a comienzos de la dictadura ilustrada, formaba parte del statu quo donde el comunismo amenazaba constantemente y los grupos consultivos de la Embajada Americana (el MAAG y ciertos ramales de la CIA, entre ellos) evitaban las sanciones internacionales. ¿Para qué servían las Naciones Unidas ahora, sino para apoyar las acciones de los Estados Unidos y sus socios? El orden mundial, y eso lo comprendía el oficial, ya no implicaba la permanencia de dos gobernantes (uno con una pesada carga de ancianidad y el otro al borde de la misma) obsesionados por el poder en dos islas del Caribe, sino que se remitía a imposibilitar la reestructuración de la Unión Soviética e inyectar a la China con elevadas dosis de esa medicina que lleva en su fórmula, nada secreta, pantalones bluejeans, Coca Cola, carnes molidas de McDonald‘s, figuritas de Mickey Mouse y un fondo musical de rock’n rollEl oficial sabía que ahora sólo estaban defendiendo un gobierno solitario que permitía a cierta oficialidad de las fuerzas armadas y a un grupo reducido de burócratas enriquecerse dentro de un asqueroso festín de corrupción. Así, al borde del pánico, pensó en su ascenso a oficial superior que descansaba en la secretaría y en el horroroso papel que había desempeñado en los institutos castrenses durante los últimos veinticinco años: servir de matón para que otros brillaran. Pero, por otro lado, pensó que su suerte estaba ya echada y que de nada valdría un arrepentimiento tardío. Entonces, gritó de nuevo a los torturadores:

—¡Apúrense, coño!

Desde las imágenes congeladas de mar y atardeceres, el profesor emergió a la realidad de un cuartucho de torturas con dos matones desatando su cuerpo de una pesada silla. Los vio, y supo que lo único que lo separaba de la cegadora luz de la linterna eléctrica sobre su cabeza, era la muerte: ahí estaban sus rostros asustados, henchidos de un pavor irremediable, de un pavor que sólo lo suplía su eliminación. Por sobre el asombro y el miedo que veía en aquellos rostros el profesor oyó la voz del oficial emitir un grito:

—¡Malditos!, ¿por qué le quitaron la venda de los ojos?

—¡Estaba desmayado, señor! —contestó uno.

—¡Estamos a punto de jodernos! —expresó con asombro el otro, mientras ponía la venda sobre los ojos al profesor.

Cuando terminaba de ser vendado, el profesor sintió que la puerta del cuartucho se abría y oyó una voz más educada, más pausada, preguntar:

—¿Y todavía no lo ha examinado un médico?

Buscando con su cabeza el lugar desde donde provenía la voz, el profesor continuó escuchando:

—Si este hombre muere, usted, estos cabrones de mierda, yo y todo el cuerpo lo pasaremos muy mal, ¿oyeron?

Y la respuesta a aquella pregunta no se hizo esperar porque escuchó de los labios del oficial una excusa que podía ser refrendada por su adolorido cuerpo:

—¡Señor, a los muchachos se les fue la mano! ¡Recuerde todo lo que dijo y escribió este comunista en contra del Doctor!

El dolor profundo sólo puede bloquearse con el amor, con el deseo de amar más allá de lo posible, del rencor profundo y del odio que calcina y para el profesor no había otra forma de soportarlo, sobre todo después del recrudecimiento de su vieja dolencia. Por eso se aferraba, ¡y ahora más que nunca!, a la convicción de que las ideas no mueren, de que lo único perecedero era el odio, que podía ser derrotado por el amor y por las risas. Entonces, sacando de no sabía dónde una sonrisa grande, la llevó hasta sus labios.

—¡Eh, señor! —oyó decir a uno de los torturadores—. ¡El comunista se está sonriendo!

El coronel, el oficial y los dos matones, dirigieron sus ojos hacia la boca del profesor y… ¡allí estaba como una flor la más grande y hermosa de las sonrisas!

—¡Estos comunistas son especiales! —gritó el coronel.

 

—¡Deja de sonreír, maldito! —gritó al profesor uno de los matones, propinándole una bofetada.

En ese instante entró un oficial médico y se dirigió al coronel, señalando al profesor:

—¿Este es el hombre? —preguntó.

—Sí, ese es –respondió el coronel.

El médico colocó su maletín sobre una mesa, lo abrió y sacó un esfigmógrafo, el cual colocó sobre el pecho del profesor, a la vez que quitaba la venda de sus ojos.

—¡Este hombre tiene una sonrisa en los labios! —dijo al coronel.

—Eso ya lo sabemos, doctor —respondió el coronel—. ¿Cómo lo encuentra?

—¡Este hombre se está muriendo, coronel! —expresó el médico. Su corazón a penas late. No creo que dure mucho, señor. Lo único que puedo recomendarle es que lo trasladen a una sala de emergencias.

—¡Imposible! —dijo el coronel—. ¡Esta es una operación secreta! ¡Si lo trasladamos a un hospital militar se sabrá todo! ¿No podríamos improvisar una sala de emergencia aquí?

—¡Es imposible, coronel! ¡Este hombre está casi muerto!

—¡Pero doctor, este hombre nos sonrió minutos antes de usted llegar!

—¡Hay hombres así, coronel! —expresó el médico—. Antes de morir... ¡sueñan! Eso los ata a lo mejor de sus vidas. Es como si quedaran suspendidos de una memoria cósmica y entonces vagan hacia sus momentos estelares.

—¡Déjese de poesía, doctor! ¡Los sueños no son más que eso: sueños, mierderías y nada más! ¡Cualquier disparo puede matar un sueño!

El médico, introduciendo el esfigmógrafo en el maletín, miró con ironía a su interlocutor y salió lentamente del cuartucho. El coronel, con la preocupación dibujada en su rostro, ordenó al oficial y los matones que llevaran al profesor al jeep y esperaran sus órdenes. Por su mente bullía una respuesta contundente: “Definitivamente no me voy a joder solo”, y salió a reunirse con sus hombres y lo que quedaba del profesor.

El jeep atravesó la ciudad varias veces: primero hacia el Oeste, hacia la Jefatura de las Fuerzas Armadas, en donde el coronel habló con sus superiores, escuchando respuestas inútiles:

—¡Usted lo que quiere es echarnos una vaina, coronel! —y luego hacia el Norte, hacia el hospital de las Fuerzas Armadas. Allí fueron más específicos, pero casi tan duros:

—¡Le recibiremos al moribundo, coronel, pero usted tiene que hacerse responsable por lo que pueda suceder!

Pero el coronel sabía que de firmar los papeles exigidos en el centro médico cargaría con la responsabilidad del secuestro del profesor. Entonces ordenó a sus hombres volver a introducirlo en el vehículo y transitaron un poco más al Sur de la Santo Domingo dormida, de la ciudad inerte, tendida entre la oscuridad y la basura acumulada en sus aceras y callejones. Minutos después entraron al Palacio Policial por la parte trasera y el coronel pidió que le comunicaran con el oficial superior de guardia, solicitándole que recibiera la carga que transportaba. Cuando éste le dijo que no podía recibir al profesor, solicitó que llamara por teléfono al jefe de la institución.

—¿Está usted loco, coronel? —expresó por teléfono el jefe policial— ¡A ese hombre lo están buscando por todo el país! ¡Llévese su muerto a otro sitio! —Después, el coronel oyó el click del teléfono al cerrarse violentamente. Entonces, el coronel supo que el futuro del profesor estaba en sus manos y, con éste, su propia carrera militar.

—¡Vamos a deshacernos de este comemierda! ¡Enfila el rumbo hacia los arrecifes de Las Américas! —ordenó el coronel al conductor del jeep y emprendieron de nuevo su marcha hacia el Este, bajo la noche agonizante.

Los momentos anteriores a la madrugada, son los trechos más oscuros de las noches dominicanas. Esos instantes se parecen profundos cortes oblicuos, tales como zanjas estancas donde se tejen, asientan y yacen los grandes misterios de la vida; donde los más inverosímiles secretos de alcoba se estrujan y se cometen los más siniestros crímenes. El coronel lo sabía y especuló que, “si ya estaba frito, inexorablemente condenado a joderse por el maldito profesor, entonces él se encargaría de que no hubiese cuerpo del delito.”

—Ya las fuerzas armadas dominicanas no sirven para nada —gritó a sus matones y luego, aspirando profundamente, expresó—: ¡Coño, qué falta hace Trujillo!.

Cuando se detuvieron frente a los arrecifes de coral de Las Américas, el coronel ordenó a sus hombres sacar al moribundo del vehículo y llevarlo hasta el mismo borde del acantilado. El profesor sintió, más allá del ruido de las olas, la tibia presencia de la brisa marina golpeando levemente su maltratado rostro. Cuando lo depositaron sobre la dura formación rocosa, el coronel exigió a los matones que lo ataran con cuerdas y luego le colocaran cadenas alrededor del cuerpo. Uno de los hombres, después de atar y encadenar al profesor, exclamó:

—¡Ahora este maricón pesa más de una tonelada!

Entonces el coronel, en un arranque de histeria comprimida, ordenó finalmente a sus hombres deshacerse del profesor. Cumpliendo la orden, los matones tomaron por los hombros y las piernas al profesor y, balanceándolo fuertemente sobre el precipicio, lo dejaron caer al mar.

Mientras caía, el profesor abrió los ojos y contempló el más hermoso de los paisajes: sobre la superficie marina teñida por un azul profundo, comenzaba a levantarse el clarificador, el penetrante e inmenso fulgor de la madrugada. Después, cuando su rostro golpeó el agua, vino la nada como un sacudimiento donde se funden la oscuridad y las estrellas.

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