EL SECUESTRO
Por Efraim Castillo
Lo último que vio fue el mar. Allí, frente a él, en el momento
que era lanzado desde el acantilado. Después lo cubrió el agua y luego la nada,
el descenso de su cuerpo atado a cadenas hasta el suave lecho de arena. ¡Y entonces
la muerte! Desde que lo plagiaron en la céntrica avenida, el mundo se había
perdido para él y su vieja dolencia ocasionada por la herida recibida en la Revolución
de Abril reverdeció como la yerba seca tras las lluvias. Había vuelto la
tos y también los horribles dolores de garganta. ¿Para qué lo querían, para qué
lo torturaban estrujando su lengua con papel de lija, si él sólo cumplía con
los mandatos de su conciencia al proferir lo que sentía hacia el hombre al que
llamaba El Galápago, el eterno, el
retenedor en sinfín del poder; si sólo —como un pequeño soldado— hacía lo que
muchos deseaban emprender y no hacían, callando miserablemente? Luego de su
rapto, comprendió que sus actos, que sus protestas y acusaciones habían rendido
sus frutos. Comprendió que El Galápago —y con él sus sicarios—
le temían. Cuando lo aproximaron al mar sintió alguna esperanza. El mar siempre
había sido su aliado, su baño de redención y acudía a él en los momentos en que
la tristeza lo embargaba.
Desde el vehículo en que lo
transportaban, luego de ser secuestrado, podía sentir el ruido de la ciudad,
las alternativas acústicas del fragor de la tarde. En los días sucesivos,
cuando lo llevaban con los ojos vendados de un lugar a otro, medía las horas
por la intensidad de los ruidos producidos en las calles: los pregones, las
bocinas de los vehículos y las voces de los transeúntes, marcaban en sus oídos
las rutas establecidas por sus captores. Sabía cuando transitaban de Este a
Oeste y de Norte a Sur y viceversa.
Al momento de ser secuestrado, en el
instante en que fue tomado por los hombros violentamente e introducido al jeep, el profesor sólo pensó en su mujer
e hijos.
—¡No quiero ir, coño, no quiero ir!
¡Déjenme quieto, hijos de puta! —había proferido a sus captores y, sobre todo,
al matón de ojos grandes que lo asió con fuerza y lo empujó hacia la parte
posterior del vehículo.
Pero sólo escuchó un:
—¡Entra rápido, comemierda! —que se convirtió
en el centro de todos los sonidos, porque los insultos que le lanzaban iban,
desde un recuento de sus actividades contra El
Doctor, hasta los pronósticos de lo que sería su vida a partir de aquel
secuestro. No obstante los golpes, las fricciones con papel de lija sobre su
lengua y la aplicación de bastones eléctricos contra sus tetillas, el profesor
mantenía un silencio que ofuscaba y sorprendía a sus torturadores, aunque el
miedo lo inundaba por dentro cuando pensaba en su mujer e hijos. Ese temor, ese
miedo, lo había estado sintiendo desde tres días antes de su plagio, porque
sabía que lo seguían y se lo había dicho a su esposa la noche anterior y ésta,
visiblemente preocupada, le suplicó que no continuara los ataques al Doctor.
—No es El Doctor el más peligroso
—dijo a su esposa—, sino los asesinos que le rodean. El Doctor no siente miedo ante nada ni
nadie porque por sus venas no corre sangre, sino hielo. ¡Pero esos asesinos que
le rodean sí sienten miedo! Mientras El
Doctor contempla la historia como un témpano que se desplaza hacia ningún
lugar, sus sicarios temen que se deshiele y se los trague el mar. Para El Doctor todo está dado, signado por un
destino del que no podía escapar.
Brunilda, su esposa, siempre
preocupada, le expresó:
—Ya sea del Doctor o sus matones... ¡debes apartarte de esa lucha solitaria por
algún tiempo!
La primera señal de que lo espiaban
provino del individuo que, de buenas a primeras, apareció frente a su casa con
un puesto de frutas, y sin importar que lloviera a raudales, permanecía allí,
imperturbable, con un capote visiblemente militar sobre sus hombros.
La segunda señal la captó durante su travesía hacia
la universidad en un autobús público, cuando un tipo bien extraño se sentó
próximo a él y, tras dejar el vehículo en la zona universitaria, lo seguía a
todas partes, observándolo y anotando en un cuaderno todos sus actos: con quién
conversaba y qué hacía al dejar las aulas. El sujeto, inclusive, tomaba el
mismo transporte que lo llevaba de regreso a su casa al atardecer.
La noche anterior al secuestro, el profesor recibió
la tercera y última señal de que lo seguían: caminando hacia el parque central
junto a dos discípulos, un vendedor de billetes los siguió durante todo el
trayecto de ida y vuelta, intercambiando disimulados saludos con algunos
agentes policiales que encontraba a su paso. Sin comunicárselo a sus alumnos,
el profesor comprendió que su vida corría peligro y aunque no sintió miedo por
él, sí lo experimentó por su familia.
Al repasar sus últimos actos contra lo que él
llamaba la dictadura ilustrada del Doctor,
comprendió que posiblemente el discurso pronunciado en la facultad de
humanidades quince días atrás, podía ser el punto álgido, el factor primordial
de estos espionajes descarados. En su discurso, el profesor llamó a los
gobiernos del Doctor los gobiernos degradantes, preguntando al
auditorio con una voz elevada por grandes vibraciones, si no había alguien en el país que acabara de una vez por todas con El
Galápago. Por ese discurso el profesor fue llamado a la rectoría y
suspendido por una semana sin disfrute de sueldo, amén de que, tras la noticia
reseñada en los periódicos, la partida presupuestaria mensual de la universidad
fue retenida por el gobierno durante diez días.
Pero el profesor, cuya vida había
transcurrido entre las prisiones trujillistas,
las protestas que siguieron a la muerte del tirano, las guerrillas del 1J4 tras el derrocamiento del gobierno
de Bosch y la Revolución de Abril, no
era fácil de asustar, y su único temor se reducía a lo que podría pasarle a
Brunilda y los muchachos. “¡Son ellos los que me preocupan... sus vidas son mi
responsabilidad!”, se decía, preguntándose luego si “¿valdría la pena continuar
jodiendo la paciencia en un país con una memoria medalaganaria?” También
sostenía la tesis de que El Doctor se
desdoblaba en tres: a veces, en ciertas oportunidades era el buen hijo amante
de sus recuerdos, preocupándose por un destino nacional vinculado a la
educación, a los deportes y a las ciencias; otras, era el clásico vengador
colérico de los poderosos, impidiendo las huelgas, las manifestaciones
populares y atizando los odios entre las diferentes capas sociales; y también
era el intrigante tras bambalinas, agudizando las fisuras entre sus propios
servidores militares para convertirse en el escuálido líder que aparentaba ser.
Sin importarle que le siguieran, se vistió
con su flux azul la noche siguiente
de comprobarlo, “su traje de la buena suerte”, según Brunilda y, anudándose al
cuello una corbata de lazo, salió a la calle. Y por la agitación de brazos del
falso frutero a otro sujeto, el profesor comprendió que sus pasos serían
seguidos. Pero sin importarle nada, se dirigió al hombre de las frutas,
diciéndole:
—¡Buenas noches, amigo! —y emprendió un
paseo que le llevaría a recorrer varios kilómetros de bloques con edificios
multiformes, disímiles, construidos cada uno según los caprichos de sus dueños
y sin obedecer a un patrón urbano. Para el profesor Santo Domingo no era más
que eso: una insondable e irreverente ciudad del caos; una ciudad aposentada en
tres obtusos sueños: primero el de Ovando, que la trazó según sus referentes
españoles, enjaulándola como una paloma acechada por buitres; luego el de
Trujillo, que la ató inmisericordemente a su megalomanía, a ese desmesurado y
loco afán de perpetuar su yo más allá de la posible historia; y ahora el del Doctor, cubierto con la estúpida
calibración de revivir las riberas del Nilo
y quebrando, con sus despistes, las esperanzas de redención de cientos de miles
de hombres, mujeres y niños, que abandonaban sus campos y sus siembras tras la
ilusión de ser beneficiarios de la demagogia oficial, para recibir casas o
apartamentos sin tener aún nociones mínimas de vida urbana.
Los pasos del profesor le llevaron hasta las
esquinas plagadas de chinos en una Avenida
Duarte cuya bullanguera actividad era única en el mundo. Ya el
profesor había advertido que los chinos se estaban apoderando de la parte baja
de la vía y por su nariz, al llegar a la esquina de la Avenida México, desfilaron olores a chofán, chicharrón de pollo,
chow mein y de otras delicias de la cocina cantonesa provenientes de los
restoranes levantados allí en los últimos años. Cada vez que transitaba por ese
trecho el profesor se hacía la misma pregunta: “¿Cuántos chinos habrá en el
país?”, y construía pensamientos de cómo se originaría la mezcla de razas
dentro de los próximos cinco siglos. Él sabía que como mulato representaba una
síntesis, un resultado del descubrimiento de América y pensaba que el porvenir
del hombre, con las presiones de un tercio de la población mundial asentada en
el Asia, no podría ser otro que un mestizaje con el amarillo y el rasgamiento
de ojos, coronado con los pelos tan rectos como agujas de cartílago. Recordó entonces
que en alguna de sus cátedras, había señalado que el tiempo que nos aguarda
apostaba a la China, restaurando el viejo enunciado de Malraux de “que estamos viviendo el final de una era
sin precedentes (...) en donde la China de Mao apunta vigorosa hacia el futuro”.
Así, entre pensamiento y pensamiento, el profesor caminó
hasta el Malecón, que constituía para
él un salmo de eternidad, un espacio donde se abatían las tristezas de la
ciudad y donde renacían, en los atardeceres que se abrían a la luna llena, las
alegrías idas, los clandestinos momentos de felicidad.
Fue a su regreso del Malecón cuando fue plagiado, cuando el
hombre de los grandes ojos lo introdujo con fuerza al jeep, trasladándolo hacia un lugar cubierto por un silencio que se
quebraba por el sonido de helicópteros y aviones. Tal y como lo introdujeron al
vehículo, así mismo lo sacaron, empujándolo hacia unas escaleras tan altas y
empinadas que cayó tres veces como Jesús con el madero. Entonces lo levantaban
tras cada caída y proseguían los empujones con mayor violencia. Pero no
profirió palabra alguna. Su conciencia estaba allí, justo en el lugar adecuado,
en aquella parte derecha de su cerebro que le permitía ser sarcástico a la hora
de gritar y escribir y, al mismo tiempo, sacar de abajo para resistir ciertos
razonamientos lógicos.
Cuando sus secuestradores lo detuvieron en seco,
pudo escuchar una voz de mando, áspera y aguda, gritar:
—¡Aquí está el comemierda de los insultos al Doctor! ¡Introdúzcanlo a la habitación!
El profesor podía jurarlo: nunca había escuchado una
voz como aquella, con una intensidad tan penetrante, tan dura, tan afilada y
cortante, que le hizo recordar los documentales sobre Hitler, Mussolini,
Roosevelt y Fidel. Aquella era una voz que reunía el terciopelo y la abrasiva
condición del vidrio roto. ¡Y aquella voz se estaba dirigiendo a él, lo aludía
a él y buscaba ensañarse en él!
—¡Ahora verá este maricón lo que es cajeta! —y
empezaron, entonces, los golpes como una lluvia de explosiones sobre su rostro;
como si bloques de hormigón se desprendieran desde lo alto de una torre y
aplastaran sus ojos, oídos, boca y nariz con gran impacto. Al desmayarse le
echaron un balde de agua helada sobre la cabeza y cuando abrió los ojos
impedidos de observar más allá del profundo negro de la venda, sintió sobre sus
párpados como si pesadas cadenas le
golpearan con extraordinaria fuerza. Pero no dijo nada; ni siquiera emitió un
quejido de dolor. Pensó en el mar: imaginó las olas encrespadas de blanco
montarse una sobre la otra fueteando los cambiantes niveles; las imaginó
vigorosas, esparcidas sobre la brisa. Luego percibió la luna llena: contempló
sus valles oscuros y puntos luminosos y, sobre las imágenes del mar y la luna,
vio a Brunilda sonriente, enérgica, señalándole algún punto sobre el horizonte
donde aparecían sus hijos. El dolor le corría por las sienes y descendía por su
espalda hasta la vieja herida recibida en la revolución; sintió que volvía a abrírsele, que volvía a sangrarle. Y
hubiese deseado dejar escapar un grito, desarticular todas las fuerzas que
contenían el lacerante dolor, refugiándose en el alarido. Así, sin poder más,
de su garganta salió un estruendo, un chillido, un sonido enorme que hizo
temblar a sus golpeadores:
—¡Maaaaalllllldiiiiiitoooooos! —y dejó caer
pesadamente su cabeza sobre el pecho.
Visiblemente sorprendido, uno de los torturadores
gritó al otro:
—¿Qué ha pasado? ¿Volvió a desmayarse? —Entonces
quitó la venda de los ojos del profesor y le abrió la camisa, colocando un oído
sobre su pecho—. La respiración está muy lenta —dijo asustado, mientras un
oficial entraba a la habitación.
—¿Qué han hecho, coño? —gritó el oficial—. ¡Las órdenes eran bien
claras: golpearlo para darle una lección, no matarlo! ¡Sólo había que
golpearlo, tal y como hicimos con el animador gordo!... ¿recuerdan? ¡Esas eran
las órdenes! —Mientras vociferaba, el oficial apoyó la cabeza sobre el pecho
del profesor, expresando—: ¡Todavía respira! ¡Desátenlo rápido, maricones!
Los torturadores desataron de la silla al profesor,
saliendo el oficial hacia la oficina contigua, donde tomó el teléfono y marcó
un número.
—El profesor ha sufrido un ataque, señor —dijo a la
voz que le contestó—. No, no está muerto. Al parecer, a los muchachos se les
fue la mano. ¡Que no, no está muerto, aunque luce muy mal! ¿Qué hacemos, señor?
¡Está bien, señor, lo esperaremos aquí! —Después de colgar, el oficial regresó
al cuarto de las torturas, ordenando a uno de los matones—: ¡Busca otro cubo de
agua fría y alcohol, rápido! ¡Será preciso reanimarlo para cuando llegue el
coronel!
El oficial sabía que si el profesor moría traería
problemas. La golpiza al animador gordo, a comienzos de la dictadura ilustrada, formaba parte del statu quo donde el comunismo amenazaba
constantemente y los grupos consultivos de la Embajada Americana (el MAAG y ciertos ramales de la CIA, entre ellos) evitaban las sanciones
internacionales. ¿Para qué servían las Naciones
Unidas ahora, sino para apoyar
las acciones de los Estados Unidos y sus socios? El orden mundial, y eso lo
comprendía el oficial, ya no implicaba la permanencia de dos gobernantes (uno
con una pesada carga de ancianidad y el otro al borde de la misma) obsesionados
por el poder en dos islas del Caribe,
sino que se remitía a imposibilitar la reestructuración de la Unión Soviética e inyectar a la China
con elevadas dosis de esa medicina que lleva en su fórmula, nada secreta,
pantalones bluejeans, Coca Cola, carnes molidas de McDonald‘s, figuritas de Mickey Mouse y un fondo musical de rock’n roll. El oficial sabía que ahora sólo estaban defendiendo un
gobierno solitario que permitía a cierta oficialidad de las fuerzas armadas y a
un grupo reducido de burócratas enriquecerse dentro de un asqueroso festín de
corrupción. Así, al borde del pánico, pensó en su ascenso a oficial superior
que descansaba en la secretaría y en el horroroso papel que había desempeñado
en los institutos castrenses durante los últimos veinticinco años: servir de
matón para que otros brillaran. Pero, por otro lado, pensó que su suerte estaba
ya echada y que de nada valdría un arrepentimiento tardío. Entonces, gritó de
nuevo a los torturadores:
—¡Apúrense, coño!
Desde las imágenes congeladas de mar y atardeceres,
el profesor emergió a la realidad de un cuartucho de torturas con dos matones
desatando su cuerpo de una pesada silla. Los vio, y supo que lo único que lo
separaba de la cegadora luz de la linterna eléctrica sobre su cabeza, era la
muerte: ahí estaban sus rostros asustados, henchidos de un pavor irremediable,
de un pavor que sólo lo suplía su eliminación. Por sobre el asombro y el miedo
que veía en aquellos rostros el profesor oyó la voz del oficial emitir un
grito:
—¡Malditos!, ¿por qué le quitaron la venda de los
ojos?
—¡Estaba desmayado, señor! —contestó uno.
—¡Estamos a punto de jodernos! —expresó con asombro
el otro, mientras ponía la venda sobre los ojos al profesor.
Cuando terminaba de ser vendado, el profesor sintió
que la puerta del cuartucho se abría y oyó una voz más educada, más pausada,
preguntar:
—¿Y todavía no lo ha examinado un médico?
Buscando con su cabeza el lugar desde donde provenía
la voz, el profesor continuó escuchando:
—Si este hombre muere, usted, estos cabrones de
mierda, yo y todo el cuerpo lo pasaremos muy mal, ¿oyeron?
Y la respuesta a aquella pregunta no se hizo esperar
porque escuchó de los labios del oficial una excusa que podía ser refrendada
por su adolorido cuerpo:
—¡Señor, a los muchachos se les fue la mano!
¡Recuerde todo lo que dijo y escribió este comunista en contra del Doctor!
El dolor profundo sólo puede bloquearse con el amor,
con el deseo de amar más allá de lo posible, del rencor profundo y del odio que
calcina y para el profesor no había otra forma de soportarlo, sobre todo
después del recrudecimiento de su vieja dolencia. Por eso se aferraba, ¡y ahora
más que nunca!, a la convicción de que las ideas no mueren, de que lo único
perecedero era el odio, que podía ser derrotado por el amor y por las risas.
Entonces, sacando de no sabía dónde una sonrisa grande, la llevó hasta sus
labios.
—¡Eh, señor! —oyó decir a uno de los torturadores—.
¡El comunista se está sonriendo!
El coronel, el oficial y los dos matones, dirigieron
sus ojos hacia la boca del profesor y… ¡allí estaba como una flor la más grande
y hermosa de las sonrisas!
—¡Estos comunistas son especiales! —gritó el
coronel.
—¡Deja de sonreír, maldito! —gritó al profesor uno
de los matones, propinándole una bofetada.
En ese instante entró un oficial médico y se dirigió
al coronel, señalando al profesor:
—¿Este es el hombre? —preguntó.
—Sí, ese es –respondió el coronel.
El médico colocó su maletín sobre una mesa, lo abrió
y sacó un esfigmógrafo, el cual colocó sobre el pecho del profesor, a la vez
que quitaba la venda de sus ojos.
—¡Este hombre tiene una sonrisa en los labios! —dijo
al coronel.
—Eso ya lo sabemos, doctor —respondió el coronel—.
¿Cómo lo encuentra?
—¡Este hombre se está muriendo, coronel! —expresó el
médico. Su corazón a penas late. No creo que dure mucho, señor. Lo único que
puedo recomendarle es que lo trasladen a una sala de emergencias.
—¡Imposible! —dijo el coronel—. ¡Esta es una
operación secreta! ¡Si lo trasladamos a un hospital militar se sabrá todo! ¿No
podríamos improvisar una sala de emergencia aquí?
—¡Es imposible, coronel! ¡Este hombre está casi
muerto!
—¡Pero doctor, este hombre nos sonrió minutos antes
de usted llegar!
—¡Hay hombres así, coronel! —expresó el médico—.
Antes de morir... ¡sueñan! Eso los ata a lo mejor de sus vidas. Es como si
quedaran suspendidos de una memoria cósmica y entonces vagan hacia sus momentos
estelares.
—¡Déjese de poesía, doctor! ¡Los sueños no son más
que eso: sueños, mierderías y nada más! ¡Cualquier disparo puede matar un
sueño!
El médico, introduciendo el esfigmógrafo en el
maletín, miró con ironía a su interlocutor y salió lentamente del cuartucho. El
coronel, con la preocupación dibujada en su rostro, ordenó al oficial y los
matones que llevaran al profesor al jeep
y esperaran sus órdenes. Por su mente bullía una respuesta contundente:
“Definitivamente no me voy a joder solo”, y salió a reunirse con sus hombres y
lo que quedaba del profesor.
El jeep
atravesó la ciudad varias veces: primero hacia el Oeste, hacia la Jefatura de
las Fuerzas Armadas, en donde el coronel habló con sus superiores, escuchando
respuestas inútiles:
—¡Usted lo que quiere es echarnos una vaina, coronel! —y luego hacia el Norte,
hacia el hospital de las Fuerzas Armadas. Allí fueron más específicos, pero
casi tan duros:
—¡Le recibiremos al moribundo, coronel, pero usted
tiene que hacerse responsable por lo que pueda suceder!
Pero el coronel sabía que de firmar los papeles
exigidos en el centro médico cargaría con la responsabilidad del secuestro del
profesor. Entonces ordenó a sus hombres volver a introducirlo en el vehículo y
transitaron un poco más al Sur de la Santo Domingo dormida, de la ciudad
inerte, tendida entre la oscuridad y la basura acumulada en sus aceras y
callejones. Minutos después entraron al Palacio Policial por la parte trasera y
el coronel pidió que le comunicaran con el oficial superior de guardia,
solicitándole que recibiera la carga que transportaba. Cuando éste le
dijo que no podía recibir al profesor, solicitó que llamara por teléfono al
jefe de la institución.
—¿Está usted loco, coronel? —expresó por teléfono el
jefe policial— ¡A ese hombre lo están buscando por todo el país! ¡Llévese su
muerto a otro sitio! —Después, el coronel oyó el click del teléfono al cerrarse
violentamente. Entonces, el coronel supo que el futuro del profesor estaba en
sus manos y, con éste, su propia carrera militar.
—¡Vamos a deshacernos de este comemierda! ¡Enfila el
rumbo hacia los arrecifes de Las Américas!
—ordenó el coronel al conductor del jeep y emprendieron de nuevo su marcha
hacia el Este, bajo la noche agonizante.
Los momentos anteriores a la madrugada, son los
trechos más oscuros de las noches dominicanas. Esos instantes se parecen profundos
cortes oblicuos, tales como zanjas estancas donde se tejen, asientan y yacen
los grandes misterios de la vida; donde los más inverosímiles secretos de
alcoba se estrujan y se cometen los más siniestros crímenes. El coronel lo
sabía y especuló que, “si ya estaba frito, inexorablemente condenado a joderse
por el maldito profesor, entonces él se encargaría de que no hubiese cuerpo del delito.”
—Ya las fuerzas armadas dominicanas no sirven para
nada —gritó a sus matones y luego, aspirando profundamente, expresó—: ¡Coño,
qué falta hace Trujillo!.
Cuando se detuvieron frente a los arrecifes de coral
de Las Américas, el coronel ordenó a
sus hombres sacar al moribundo del vehículo y llevarlo hasta el mismo borde del
acantilado. El profesor sintió, más allá del ruido de las olas, la tibia
presencia de la brisa marina golpeando levemente su maltratado rostro. Cuando
lo depositaron sobre la dura formación rocosa, el coronel exigió a los matones
que lo ataran con cuerdas y luego le colocaran cadenas alrededor del cuerpo.
Uno de los hombres, después de atar y encadenar al profesor, exclamó:
—¡Ahora este maricón pesa más de una tonelada!
Entonces el coronel, en un arranque de histeria
comprimida, ordenó finalmente a sus hombres deshacerse del profesor. Cumpliendo
la orden, los matones tomaron por los hombros y las piernas al profesor y,
balanceándolo fuertemente sobre el precipicio, lo dejaron caer al mar.
Mientras caía, el profesor abrió los ojos y
contempló el más hermoso de los paisajes: sobre la superficie marina teñida por
un azul profundo, comenzaba a levantarse el clarificador, el penetrante e
inmenso fulgor de la madrugada. Después, cuando su rostro golpeó el agua, vino
la nada como un sacudimiento donde se funden la oscuridad y las estrellas.
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