lunes, 27 de julio de 2020

EL POETA SORPRENDIDO





El Poeta Sorprendido

Por Efraim Castillo

[Fragmento del Capítulo 9 de Currículum. El síndrome de la visa, 1982]

Pérez tenía frente a sí el Baluarte cuando oyó la voz del poeta sorprendido que lo llamaba desde la esquina formada por la calle Espaillat:

—¡Pérez, Pérez!

Al volverse hacia el poeta sorprendido, Pérez lo vio borracho, avejentado, y al pedirle que se acercara a él, recordó que ese borracho había ganado un premio nacional de poesía y cientos de folios resumían sus poemas. El poeta sorprendido cruzó la calle tambaleante, despeinado, empequeñecido por el tiempo y los sueños inalcanzados. Al observar sus ojos, Pérez adivinó la frustración de toda una generación y la falta de coherencia que primó en aquel grupo de poetas que se reunió a botar-el-golpe del acoso trujillista, formando bien temprano [en la década de los cuarenta] la revista La Poesía Sorprendida.

—¡Hola Pérez! —saludó el poeta.

—¿Cómo estás, poeta? —preguntó Pérez, desviando los ojos hacia El Conde, en donde justo a esa hora la madrugada, la melancólica madrugada, echaba su batalla final contra un sol que se avecinaba ferozmente. Pérez observó la calle desierta, habitada sólo por los residuos, por los detritos de una sociedad que avanzaba a ciegas  tratando de imitar lo mejor de las sociedades céntricas para asimilar únicamente lo fácil, lo que siempre se asocia a lo peor. Luego, Pérez retornó su mirada a los ojos del poeta y advirtió lo hundidos que estaban entre unas cuencas huesudas y revestidas de una piel amarillenta. Los ojos del poeta, dramatizados por la luz artificial, dejaban escapar destellos de muerte. Pérez recordó el día en que el poeta sorprendido le obsequió el primer número de la revista La Poesía Sorprendida, un ejemplar firmado por todos los integrantes del movimiento y donde figuraba entre sus miembros el nombre de Lupo Hernández Rueda. Pérez repasó, palabra por palabra, el contenido del Apasionado Destino, el manifiesto con el que los poetas sorprendidos saludaban a un mundo atrapado en la más cruel de las guerras, escrito por Alberto Baeza Flores. Pérez recordó el primer párrafo de aquel manifiesto:

“No sabemos si la poesía nos sorprende con su deslumbrante destino, o si nosotros la sorprendemos a ella en su silenciosa y verdadera hermosura. No sabemos si ella sorprende este mundo nuestro y es su hermosura quien mantiene esa fidelidad secreta en la escondida, interior y grande esperanza. No sabemos si el mundo loco corre a ella, porque precisa ahora correr como antes, como siempre o como mañana; o si ella corre a él porque necesita salvarlo.”

 
Alberto Baeza Flores

Pérez recordó a aquellos poetas como talentosos buscadores de estilos de vida alejados por completo de la realidad social dominicana; a seres que se escudaban en una poética evocada para despojar al ser de su dolor, ontologizando sus angustias. Pero no los culpó. Ellos no eran los responsables de toda la mierda trujillista que los rodeaba, sino los ambientes, las atmósferas cargadas, los contornos que condicionaban sus entornos. Entonces volvió, súbitamente, al presente, a la calle El Conde, y sus ojos retornaron al poeta sorprendido: allí frente a él, observándole, mirándole y reflejando a través de su mirada las malditas frustraciones vividas en aquella calle mancillada, en aquella calle a la que trataban de alejar de su destino, de su principio trascendente de ser-el-corazón-de-las-protestas, un testigo de cargo en el pendiente juicio de nuestra historia. Pérez, no obstante, llegó a la conclusión de que La Poesía Sorprendida había sido mejor que nada, mucho mejor que el haber permitido un fragmento de tiempo literario transcurrido en vacío. El poeta tomó a Pérez por una mano y lo llevó frente a la tienda de discos Musicalia, y deteniéndose allí, el poeta secreteó algo que Pérez no pudo escuchar por el ronquido de aquella voz pastosa que alguna vez fue látigo y cincel. “¡Ah, las escorias, los desperdicios del arte, de la sociedad! ¡Ah, los lúmpenes que de todos los lados pululan alimentados por el sistema!”, se dijo Pérez, y sacando de un bolsillo unas monedas, se las dio al poeta sorprendido.

—¡Carajo, Pérez, qué bueno eres! —expresó jubiloso el poeta, elevando la voz al observar las monedas—. Siempre lo dije, Pérez, que tú eras bueno y no el hombre frustrado que dicen por ahí.

Pero Pérez no lo escuchó. Siguió escudriñando en su mente la colección de La Poesía Sorprendida que había sido facsimilizada recientemente por la Editora Cultural Dominicana, y trató de recordar algún poema de Franklin Mieses Burgos, el más completo, cabal y coherente de aquellos poetas agrupados bajo un mismo sueño. “Sí”, se dijo Pérez, “Franklin fue quizás el que mejor comprendió su mundo desde la plataforma de ser y estar, de valorar y llorar, de constatar y adecuar” y recordó el poema que Armando, uno de los hijos de Mieses Burgos, le recitaba de tarde en tarde en la calle Espaillat: “Yo estoy muerto con ella inevitablemente desde donde su pena estremecida grita / donde un río como ella pasa callando siempre”.

Luego Pérez, sin tratar de herir al poeta sorprendido, le preguntó:

—¿No podrías decir, lanzar al aire, algún poema de Mieses Burgos?

—¿Deseas algo de Franklin, Pérez? ¡Pues aquí te va, amigo Pérez! —y sacando fuerzas para impregnar en su voz los sonidos de antaño, los sonidos de cuando frente a Trujillo [en las tardes literarias del Partido Dominicano], su voz era el trueno preferido para anunciar el maná junto a las lluvias, el poeta sorprendido comenzó a declamar:

“Sin Mundo ya y Herido por el Cielo
voy hacia ti en mi carne de angustia iluminada,
como en busca de otra pretérita ribera
en donde serafines más altos y mejores harán por ti más
blando y preferible
éste mi humano, corazón de tierra.
¡Oh, tú, la que sonríes magnífica y sublime
desde tu eternidad desfalleciente! En vértigo de altura
dolorosa,
parte mi vida en dos como tus trenzas."

 Franklin Mieses Burgos

Y mientras la voz del poeta sorprendido ascendía y descendía entre los recuerdos y sonidos de su mejor época, los ojos de Pérez bajaron por la calle Espaillat hasta el mar, deslizándose entre el apretujamiento de las vetustas calles Arzobispo Nouel y Padre Billini. Los versos de Franklin se filtraban al oído como esplendorosos garfios, mientras la voz del poeta sorprendido se quebraba, palidecía, se elevaba y caía al tratar de dar lo mejor de sí; mientras las luces del tendido eléctrico palidecían con el subdesarrollo a cuestas, porque allí estaba la madrugada anunciando un nuevo día.

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