sábado, 25 de julio de 2020

IMAGEN Y PODER

Imagen y poder

Por Efraim Castillo

 Efraim Castillo

La imagen, desde las cavernas, ha sido un motivo de reflexión para el ser humano. Nietzsche, en “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral” (1873), enunció que “todo lo que eleva al hombre por encima del animal depende de esa capacidad de volatilizar las metáforas intuitivas en un esquema; esto es, de disolver una imagen en un concepto”. Esa afirmación de Nietzsche es una evolución teórica del amplio camino que ha recorrido la imagen desde su nacimiento

Hans Belting, en su libro “Bild und Kult. Eine Geschichte des Bildes vor dem Zeitalter der Kunst “ (Imagen y culto: Una historia de la imagen antes de la era del arte, 1990), arguye que la ampliación del concepto imagen se debe indiscutiblemente al Renacimiento: “La imagen no es tanto un fin en sí mismo y como actividad social no está determinada por el qué sino por el cómo, por su rol en la vida pública y su función en la identidad colectiva”.

Belting alude a que la imagen antes del Renacimiento no era considerada propiamente como arte: “Desde los más remotos tiempos, el papel de las imágenes se ha manifestado por las actuaciones simbólicas realizadas a favor suyo por parte de sus defensores, o en su contra, por sus detractores. Las imágenes se prestan para ser exhibidas y veneradas, como para ser profanadas y destruidas. Éstas, en tanto sustitutos de lo representado, obran provocando manifestaciones públicas de lealtad o deslealtad”.

Belting describe el desacuerdo fundamental entre las iglesias ortodoxa y católica, del 1054, cuando el delegado papal proclamó el cisma de la iglesia en Constantinopla y criticó a los griegos por presentar la imagen de un hombre mortal en la cruz, representando a Jesús como un muerto (y explica que) de igual manera, cuando los griegos llegaron a Italia para el Concilio de Ferrara-Florencia en 1438 —en pleno Renacimiento—, fueron incapaces de orar frente a las imágenes sagradas occidentales, cuyas formas no les eran familiares.

Ese desacuerdo echó por el suelo la unión de la iglesia, y Belting explica que el desacuerdo “llegó al punto de que el patriarca Gregorio Melisenos argumentó en contra de la propuesta de unión de la iglesia, diciendo: “Cuando entro en una iglesia latina no puedo orarle a ninguno de los santos allí retratados porque no reconozco a ninguno de ellos. Aunque reconozco a Cristo, no puedo siquiera orar frente a él porque no reconozco la manera como lo retratan”.

La imagen religiosa no fue aceptada por la iglesia sino hasta principios del Siglo XI, cuando el catolicismo comenzó a desprenderse de su pasado judío, aunque en Nicea II, 787 d.C. se formuló de acuerdo a determinados preceptos teológicos, y la imagen ha venido creciendo —más allá de la estética religiosa— como una presencia y fortaleza que alimenta el sistema mediático, hasta el extremo de alcanzar la plenitud.

Por eso, ya no es posible vivir sin la imagen y su presencia es sinónimo de poder. ¿Acaso no es eso lo que vemos a diario con los rostros de nuestros políticos inundando los espacios públicos?

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