lunes, 15 de febrero de 2021

SOY UN HIKIKOMORI

 

El hikikomori[1]

Por Efraim Castillo

Soy un hikikomori; soy un ser recluido, un sujeto aprisionado por circunstancias ajenas a mí mismo en un país manejado por inteligencias cuyas apetencias desbordan ciertos límites e improvisan actos y sentencias. Soy un hikikomori desde que el coronavirus comenzó a causar estragos y la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró como pandemia la Covid-19, empujando al gobierno de Danilo Medina a recomendar quedarnos en casa, amparado en un Estado de emergencia autorizado por la Resolución 62-20 y el Decreto 132-20 —de la misma fecha—, los cuales se fueron enlazando consecutivamente a otros tras asumir la administración del Estado el llamado gobierno del cambio, liderado por Luis Abinader.

Y aquí estoy, confinado como un hikikomori de ochenta años que busca un espacio para reconciliar su vida con la cercana muerte. Por eso, soy un ente cosificado, comprimido a vivir arrinconado; soy una esencia manipulada; un ser invisibilizado; un alguien disimulado por toques de queda y medidas medalaganarias.

Soy un hikikomori involuntario, un desafortunado amante de lo social que busca con afán la otredad, la consolación alojada en la multitud, en la multi-semblanza, en la repetición humana que provoca el eco. Soy, ¿para qué negarlo?, la síntesis de centurias de fugas, tormentas y primaveras; soy un callejero atrapado por unos decretos emitidos a-lo-que-coja-mi-bon que impiden a mis ojos observar el atardecer sobre el mar y la alborada tras las estrellas. Soy un hikikomori sin agorafobia, sin miedo a la agitada turba, al gentío que se mueve en el hormiguero del tiempo; soy un espantapájaros atrapado en el silencio de la reclusión inclemente, servida a golpe de propaganda y dolor; soy la sombra de un decreto, la farfolla del estupor, un despojo de iracundia.

Soy el hikikomori que escribe desde el desamparo; soy el dedo cercenado de la llaga, el resquicio silente de la voz sin grito; soy el explorador perdido entre cuatro paredes, el extravío de la nostalgia, el desarropado subterfugio de la desazón, de la congoja, del suplicio que busca la luz; soy un tambor que flota en el gong de la campana, en el susurro musical de la alondra, en el esquivo fenómeno de la mentira. Soy el hikikomori del hipertexto, el odiador consumido en lo viral, el grotesco espectáculo que mella y atrofia, que socava y envilece; soy el escarbador de lo desapercibido, de lo tenue, del antiestruendo y la minucia que se aloja en lo silente. Soy la antítesis de una estrategia fallida, improvisada, creada para politizar mis instintos, mis ansias de domesticar los júbilos; soy la mansa sensación de ocho décadas vividas entre hienas y halcones, entre golondrinas y vaivenes, entre furias y llanto.

Soy la vibración del espejismo que anhela dejar de ser un hikikomori abrumado por el sarcasmo y la farsa.  

MI POEMA DEL HIKIKOMORI:

SOY UN HIKIKOMORI

Soy un hikikomori; soy un ser recluido,
un sujeto aprisionado por circunstancias
ajenas a mí mismo, en un país manejado
por inteligencias cuyas apetencias
desbordan e improvisan sentencias.
Soy un hikikomori desde que el coronavirus
comenzó su travesía de estragos y muerte.
Soy un hikikomori de ochenta años
que busca un espacio para reconciliar
vida y muerte; soy un ente cosificado,
comprimido a vivir arrinconado;
soy una frágil esencia manipulada;
un ser esfumado, invisibilizado;
soy alguien disimulado y estrujado.
Soy un hikikomori involuntario,
un desafortunado amante social
que busca con afán la otredad,
la consolación de la multitud,
la multisemblanza y la repetición
que provoca el eco; sí, soy,
¿para qué negarlo? la síntesis
de milenios de fugas, borrascas
y primaveras; soy un caminante asido
por decretos a-lo-que-coja-mi-bon
que me han impedido evocar
el asombro por aquel atardecer
sobre el mar y el alba encendida
tras la noche de estrellas.
Soy un hikikomori sin agorafobia,
sin miedo a la agitada turba,
al gentío que se mueve
en el hormiguero del tiempo;
soy un espantapájaros sorprendido
en el silencio de una reclusión
esgrimida a golpe de propaganda;
soy la sombra de un decreto,
la farfolla del estupor,
un despojo de iracundia.
Soy el hikikomori que describe
espirales desde el desamparo;
soy el dedo cercenado de la llaga,
el grito silente de la voz;
soy el explorador perdido
entre cuatro paredes,
el extravío de la nostalgia,
el subterfugio del desamor,
de la congoja, del suplicio
que busca la escondida luz;
soy un tambor apagado que flota
en el gong silente de la campana,
en el silbo tenue de la alondra,
en el hosco frenesí de la mentira.
Soy el hikikomori del hipertexto,
el odiador consumido en lo viral,
el grotesco espectáculo que mella,
atrofia, socava y envilece siempre;
soy el escarbador de lo omitido,
de lo tenue, del antiestruendo
y la minucia alojada en el desvío.
Soy una antítesis improvisada,
creada para politizar mis instintos,
mis ansias de domesticar los júbilos;
soy la sensación de ocho décadas
vividas entre hienas y halcones,
entre golondrinas y vaivenes,
entre furias desatadas y llanto.
Soy la vibración de un espejismo
que regurgita en el reflejo espectral
de un hikikomori de sombras.


[1] Hikikomori (ひきこもり o 引き篭り: término japonés para referirse a personas que abandonan la vida social, buscando aislamiento y confinamiento por factores personales y sociales (Wikipedia).

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