El hikikomori[1]
Por Efraim Castillo
Soy un hikikomori; soy un ser recluido, un sujeto aprisionado por circunstancias ajenas a mí mismo en un país manejado por inteligencias cuyas apetencias desbordan ciertos límites e improvisan actos y sentencias. Soy un hikikomori desde que el coronavirus comenzó a causar estragos y la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró como pandemia la Covid-19, empujando al gobierno de Danilo Medina a recomendar quedarnos en casa, amparado en un Estado de emergencia autorizado por la Resolución 62-20 y el Decreto 132-20 —de la misma fecha—, los cuales se fueron enlazando consecutivamente a otros tras asumir la administración del Estado el llamado gobierno del cambio, liderado por Luis Abinader.
Y aquí estoy, confinado como un hikikomori de ochenta años que busca un espacio para reconciliar su vida con la cercana muerte. Por eso, soy un ente cosificado, comprimido a vivir arrinconado; soy una esencia manipulada; un ser invisibilizado; un alguien disimulado por toques de queda y medidas medalaganarias.
Soy un hikikomori involuntario, un desafortunado amante de lo social que busca con afán la otredad, la consolación alojada en la multitud, en la multi-semblanza, en la repetición humana que provoca el eco. Soy, ¿para qué negarlo?, la síntesis de centurias de fugas, tormentas y primaveras; soy un callejero atrapado por unos decretos emitidos a-lo-que-coja-mi-bon que impiden a mis ojos observar el atardecer sobre el mar y la alborada tras las estrellas. Soy un hikikomori sin agorafobia, sin miedo a la agitada turba, al gentío que se mueve en el hormiguero del tiempo; soy un espantapájaros atrapado en el silencio de la reclusión inclemente, servida a golpe de propaganda y dolor; soy la sombra de un decreto, la farfolla del estupor, un despojo de iracundia.
Soy el hikikomori que escribe desde el desamparo; soy el dedo cercenado de la llaga, el resquicio silente de la voz sin grito; soy el explorador perdido entre cuatro paredes, el extravío de la nostalgia, el desarropado subterfugio de la desazón, de la congoja, del suplicio que busca la luz; soy un tambor que flota en el gong de la campana, en el susurro musical de la alondra, en el esquivo fenómeno de la mentira. Soy el hikikomori del hipertexto, el odiador consumido en lo viral, el grotesco espectáculo que mella y atrofia, que socava y envilece; soy el escarbador de lo desapercibido, de lo tenue, del antiestruendo y la minucia que se aloja en lo silente. Soy la antítesis de una estrategia fallida, improvisada, creada para politizar mis instintos, mis ansias de domesticar los júbilos; soy la mansa sensación de ocho décadas vividas entre hienas y halcones, entre golondrinas y vaivenes, entre furias y llanto.
Soy la
vibración del espejismo que anhela dejar de ser un hikikomori abrumado por el
sarcasmo y la farsa.
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