jueves, 4 de febrero de 2021

BOSCH Y MANOLO

 Bosch y Manolo

 

Por Efraim Castillo

 

Mientras ellos se enfrascaban en una discusión sobre la determinación de mi futuro, me sentí como un animal acosado. Pensaba en nuestra generación del sesenta, diluida y aplastada hasta el extremo de tener que importar consignas desde Cuba. Trujillo nos había impuesto el criterio de su dominicanidad y por eso fuimos manejados como hombres y mujeres errantes alrededor de él. Vivimos apesadumbrados bajo la sospecha de si, en verdad, podíamos depender de nosotros mismos o de los que construían la fosa para despedazarnos y enterrarnos en esta isla maniquea, adentrada en el sueño límbico de la imitación y la vacuidad.

 

 A pesar de todo, ni nuestros instintos, ni los cojones e hímenes de nuestros poetas se quebraron, cuando fuimos agua y materia virgen en las mazmorras; ni cuando emergieron desde el horizonte marino los arcabuces de la colonia y sus ensalmos mágicos para embestirnos; ni siquiera cuando se asentaron en nuestras costas las furias de los piratas y fuimos vendidos día a día al mejor postor; ni cuando los haitianos nos tragaron por el desamparo de la metrópoli. 

 

Nuestros instintos de rebeldía fueron domesticados de 1930 a 1961, y luego confundidos cuando se unieron los que esperaban desde fuera la caída de Trujillo, junto a los que, desde dentro, regurgitaron sus apetencias de poder y se alzaron con el santo y la limosna, engañándonos con el subterfugio de unas elecciones que luego violentaron con el golpe de estado a Juan Bosch, quien fue, quizás, la más pura excepción del exilio, pero que no supo mantener lo ganado, ni las esperanzas de los que creímos que la rehabilitación moral del país podía renacer con sus promesas. 

 

Manolo Tavárez, la cara pura de una generación aprisionada por la historia, tomó la espada del ángel y la blandió como un calco de dulzura, pero terriblemente emparentado a la alquimia de los sueños, a esa  concepción del mundo en que fantasía y pasión fundan el amor a la luz de la ilusión. Manolo encarnaba el atajo para una generación diluida; representaba el único sendero para establecer una identidad que estaba maniatada y su fracaso fue contemplarse en el espejo equivocado, en aquel que brilla como concreción de la utopía, del flagelo que se vuelve pasión, furia descontrolada y termina succionado por la realidad que muerde. 

 

Con la muerte de Manolo nuestra generación quedó huérfana, conduciéndonos a la atomización, a un shock de amarguras que dispersó nuestros anhelos y nos cubrió de pesadumbre. Por eso, nos hemos conformado con narrar, poetizar y garabatear papeles y lienzos en busca de una sustancia que nos lleve al paraíso perdido. Pero, ¿y entonces? ¿Lograremos emitir señales para clamar una defensa abrazada a la memoria pasionaria, al sacrificio y la gratitud? Lo sé. Después no habrá nada, porque el tejido se hilvanará nuevamente desde la trampa de lo inauténtico, de eso que nace socavado y golpeado.

 

(Fragmento del Capítulo 28 de Guerrilla nuestra de cada día, 1964)

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