lunes, 22 de marzo de 2010

Canto a Hiroshima

Canto a Hiroshima


Por Efraim Castillo

   I
 
   ATRINCHERADO en esta oscuridad penetrante,
   en estas columnas que vulneran...
   en este recuerdo que no muere
   me hiere Hiroshima en lo profundo.
   Entreveo el fuego sobre el Domo,
   sobre rostros de bocas apretadas,
   entre calles abiertas a la muerte.
  
   Atrincherado en esta oscuridad de sigilos de mentiras y guaridas
   Hiroshima se yergue tras el hongo
   y evacua los recuentos,
   las cruzadas de excusas,
   los demonios reverberantes,
   los nuevos senderos para irradiar barbarie.
   Veo sobre la gran Fuente Central,
   sobre chorros incoloros de agua y lágrimas
   miles —tal vez millones— de multicolores grullas
   aunadas en collares luengos,
   tejidas por manos dolorosas
   por manos afiladas al dolor que se levanta;
   al dolor que aún nutre y sobrepasa los soles moribundos,
   las lunas estacionadas en las córneas pétreas.
  
   Veo las grullas agitarse como mariposas
   sobre carnes ahuyentadas,
   sobre ropas vaporosas con el fuego devorándolas...
   con la radiación carcomiéndolas:
   grullas con amor sobre las crestas...
   grullas de alaridos sobre los verdugos. 

  II

   ATRINCHERADO sobre esta Hiroshima de vestigios,
   de cenizas disueltas en la brisa circular,
   de flores que renacen a pesar de los augurios,
   penetro en las nuevas sonrisas
   y ausculto en los hombres la bondad renaciendo.
  
   Medito en el perdón,
   en esta ciudad resurgida como un recuerdo común para todos,
   como un calco de rosas silenciosas y presentes
   para herir las retinas y condenar los silencios. 

   III

   HIROSHIMA me llama.
   Me despierta Hiroshima cada mañana
   en cada prisa,
   en cada pisada
   y veo arder los niños, los ancianos y recién llegados.
   Me veo arder a mí mismo,
   a mi perro guardián
   y veo arder al Ángel de la Guarda
  con su báscula y espada liberadas.
  Hiroshima me llama más allá del Fujiyama,
  más allá  del sol que abre la pesada niebla,
  más allá  de los vientos ávidos de las estepas;
  Hiroshima toca mi corazón y lo desgrana,
  lo abate como el viento sobre la espiga,
  como la fécula disuelta en las aguas,
  como torbellino de cenizas alcalinas. 
  Hiroshima toca mis ojos y mi lengua
  y la voz me enronquece los adentros. 

   IV

  OREMOS por Hiroshima.
  Cantemos por Hiroshima
  aún en este latir que parte las épocas;
  aún en esta espesa amalgama de várices silentes.
  
   No es una oración estridente;
   no es una oración de bullanga y falsos bríos lo que pido.
   Es, simplemente, una oración para el no más.
   Una oración pequeña, de voz tenue como de niño
   para que una paz de milenios,
   de esperanzas sin fisuras
   rodee los páramos y las laderas,
   los arroyuelos que descienden al mar;
   para que una paz espesa y alta
   hiera para siempre las explosiones del odio
   y las sepulte. 
  Oremos por Hiroshima...
   Pero proclamémoslo ahora y por siempre:
   que sea una oración definitiva y simple;
   que sea una oración que duela
   allí  donde sarcasmo y miseria,
   tribulación y vergüenza
   se aúnan para hacer ver que millones de grullas
   pueden convertir en vuelos y señales brillantes la imaginación creativa.                                  
  
   Oremos por Hiroshima,
   ahora, ahora para remediar la utopía rota,
   el ayer que rompe los recuerdos
   y destroza la memoria. 

  V

   AHI está  Hiroshima:
   levantada entre cenizas aún tibias;
   sollozando el perdón inamovible.
   Ahí  están la ciudad señalada, las estatuas de sal,
   las brumas de la memoria fragmentada.
   Hiroshima está ahí y el Domo lo está gritando,
   lo está  llorando para que todo oído sordo lo escuche y no lo olvide:
   ¡Doscientos mil yacen aquí, bajo las grullas, mirando al sol!   

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