lunes, 29 de marzo de 2010

Consígueme La náusea, Matilde

Ilustración: Pablo Gallo; Libro de voyeur (2007):


   PEDRO TENÍA UNA forma extraña de leer. No era cariñoso con los libros. Los mordía y comía a medida que avanzaba en la lectura. Hoja por hoja, los devoraba. Personas que lo conocían bien, pensaban que estaba loco. Su madre, sin embargo, lo sabía cuerdo. Dentro de su cuarto, abría tarde por tarde la ventana que daba al parque y se chupaba los resplandores de un sol gastado, huidizo, casi moribundo, que se metía en su cuarto sin pedir permiso, hiriendo las cortinas ya desteñidas. La casa de Pedro, situada en la parte norte de la ciudad, veía el parque por el frente y la cárcel pública por la espalda. A los treinta años no se le podía exigir más seriedad a un hombre.

   Leyendo a Borges, por ejemplo, Pedro reaccionaba un apetito por las células muertas vegetales y buscaba sal y vinagre para aderezarlo. Cuentos como “El milagro secreto” y “El Aleph”, le sabían a pepinillos con remolacha. Todo lo contrario, “La busca de Averroes” y “El Asir” (a W.Z.), le despertaban sensaciones inorgánicas, como estructuradas contra las corrientes comestibles del ser humano. A Levi, incansable buscador del estilo, Pedro se lo comía con mantequilla vegetal. Siempre se ayudaba con dos Alka Seltzer al engullir a Sartre y la digestión se le mortificaba con Joyce. Este asunto de los libros hizo internar  dos veces en un sanatorio a Pedro y le trajo muchos problemas en sus relaciones con Matilde, la muchacha de pelo rojo y pecas sobre la nariz.

   —Bernanos, Moravia, Dostoyevski, Ibsen, Shakespeare, Cortázar, Bosch, Andersen, Fuentes, Pinter, Kafka, Mauriac, Osborne, Sartre, Marechal, Carpentier, Rulfo, Sagan, Sastre  —decía Matilde.

   —Ajíes sabrosos con escabeche azafranado sobre las gaseosas que se anuncian a colores y los tomates frescos de la tarde —respondía Pedro.   

   Ese diálogo, casi incomprensible, tenía un resultado sorprendente. Se estilaba los domingos, cuando paseaban por el malecón, o los martes, cuando se hacían el amor debajo de la cama.

   —Joyce con aguacate.

   —Marcel al perejil.

   —Un Camus al Jerez.

   —Cigarros habanos con leones englobados a lo Malraux.

   —Tutino tuta.

   —Gide sencillo medio crudo.

   —Bila, biliar.

   —Zanahoria al “conejo ágil” envueltas, también, en tortilla a lo Unamuno.

   Doña Zequeta, la madre de Pedro, lo aconsejaba de tarde en tarde, siempre con lágrimas corriéndole por las huellas profundas de los años.

   —¿Por qué no cambias, hijito? —le rogaba.

   Pero siempre obtenía una respuesta seca, tajante:

   —Onetti y Rulfo a la vinagreta —y entonces sus buches, llenos, presionaban pedacitos de papel sobre el rostro de la anciana.

   Según el doctor Alejandro Casagrande, la enfermedad de Pedro se había originado en su infancia, cuando en las mañanas de verano y vacaciones, se entretenía jugueteando en la buhardilla. Los viejos libros del abuelo desfilaban por sus manos. Allí se encontraban, estaban presentes, Byron y Cervantes, Corneille y Racine, Lope y  Moliere. Ese loco de Cervantes, según las malas lenguas, fue el principal culpable, algo que corroboró el doctor Casagrande. No obstante, Pedro no se creía El Quijote. Ni lo recordaba siquiera. Para él, los molinos de viento eran inexistentes, increíbles aparatos de la fantasía que sólo aparecían en los cuentos de hadas. Al crecer, Pedro fue almacenando ideas extrañas en su mente. Cierto día de otoño, fue encontrado en estado inconsciente dentro de la bañera. Todo parecía un suicidio, pero el médico de la familia consideró que la naftalina hallada en sus vómitos y que se había acumulado en los libros fue la causante de la grave intoxicación sufrida por Pedro. Aquello no pasó de allí porque la familia de Pedro era importante y su padre moribundo no podía ser enterado del suceso.

   Otra de las ideas extrañas de Pedro, era ir a los cines e introducir sus dedos índices en las fosas nasales de las muchachas.

   —¡Me gusta! ¿Me gusta! —decía Pedro, chupándose luego el dedo.

   En aquel tiempo fue internado en un hospital psiquiátrico cercano a la capital y luego enviado a España para recibir un tratamiento especial.

   —Locura completa.

   —Está de remate.

   —Psicosis.

   —Bla, bla, bla.

   Todos opinaban del estado mental de Pedro y nadie acertaba en nada. A veces, Pedro tenía momentos brillantes y se expresaba, más o menos, así:

   —Escucha, Matilde; escucha, Rosenda; escúchame, Cucusa. Este mundo terrible está, ahora mismo, dispuesto a estallar y la guerra que todos conocen está al doblar de la esquina. ¿Y la caña? Las mordeduras de las serpientes venenosas del Brasil pueden ser quebradas cuando los curas sermoneen más a menudo en el Matto Grosso.

   Y, otras veces, decía esto:

   —Ji, ji, ji... la luna.

   La primera vez que fue sorprendido comiendo hojas de papel —de un libro oscuro de Thomas Mann—, Pedro sonrió. Al día siguiente las primeras quinientas páginas de la Biblia, habían sido engullidas. Fueron días litúrgicos, terriblemente metafísicos, locos, bohemios, estrepitosos, matildianos, jaquecosos, montañosos, guerrilleros, los días del festín de la Biblia. El Pentateuco gimió y chirrió bajo los dientes afilados de Pedro, que reía al llegar a los Salmos. David y Goliat. El Eclesiastés. “Vanidad de vanidades”.

   Cuando se comió todos los libros de su casa (la biblioteca de la buhardilla, cargada de naftalina; los libros escolares de sus hermanos; el libro de misa de la tía solterona; el forro de las paredes con citas de Shaw), a Pedro le dio por introducirse en las librerías y comenzar a desprender hojas, sacándolas solapadamente entre los bolsillos. Cuando fue descubierto, dijo a los policías que las necesitaba para limpiarse el culo después de cagar, y se lo creyeron. Pero fue arrestado y conducido al manicomio poco tiempo después, cuando la biblioteca fabulosa del señor ministro de educación, Sergio Butamanga, fue asaltada y destruidas cincuenta hojas del primer tomo de un ejemplar bicentenario del Quijote, forrado en cuero de Pérgamo genuino. La familia de Pedro evitó el escándalo pagando al jefe de la policía, coronel Julio de las Armas a Tomar, una cantidad no conocida aún de dinero (el cual fue debidamente depositado en un banco suizo).

   Pedro, según dicen algunos allegados a la familia, conserva un papel (algo risible) en donde están anotados todos los libros devorados por él. Las mismas personas cuentan que el único libro que Pedro respeta se llama “La Náusea” y que se lo comerá algún día. En la lista, figuran nombres tan ilustres como el de sir Winston Churchill, Lawrence, Maurois, Pío Baroja, Federico García Lorca, Arthur Miller, Rómulo Gallegos, Gabriela Mistral, Eugene O’Neill, Sinclair Lewis, Miguel Ángel Asturias, Rafael Alberti, John Steinbeck, etc., etc. La lista tiene los nombres en riguroso orden alfabético y por una extrañísima selección energética: los franceses son quesos y cremas blancas; los italianos (¡ay!, el pobre D’Annunzio) pastas pesadas; los rusos (Tolstoi también) huevos de esturión; los americanos panes largos con salchichas; los españoles (sí, incluyendo a Calderón) mariscos picantes; los mexicanos aderezos; los ingleses salsas insulsas (exceptuando a Shakespeare, al que puso un asterisco que llevaba a una aclaración al pie de la página: lomo de cordero asado y perdiz en sus poemas); los sudamericanos entremeses picarescos; los japoneses y orientales platos raros; y los vinos, aquellos griegos que comenzaron con Homero y llegado a Kazantzakis.

   De no ser cierto, la gente nunca habría creído que una muchacha como Matilde, sobria, elocuente a conveniencia, sofisticada y certera en sus relaciones sociales, cayera en las garras amorosas de Pedro. Ahora bien, Pedro no era feo: nariz recta, boca recta, pecho recto, piernas rectas, ojos rectos, orejas rectas. Todo recto, Recto todo. Recto todo. Recto. Se habían conocido en un cine donde Pedro se dedicaba a oler el pelo a las muchachas y, desde entonces, han mantenido conocimientos sexuales. El coito, al que ellos llaman “consumación de humores reproductivos” y cuya culminación es una preocupación por absorber las comidas papíricas con sabor a tinta de imprenta de los periódicos en que apoyan sus cuerpos, siempre lo realizan bajo una cama, como signo de que la ofensa no reside en el coito en sí, sino en la profanación del objeto que simboliza el reposo: la propia cama. Después de todo, Matilde era cuerda y sus amplitudes mentales la habían llevado a vivir dos años en un sanatorio y a dedicarse, durante otros cinco, a caminar descalza dentro de las iglesias. Volvió al sanatorio cierto día en que, durante una procesión de Viernes Santo, confundió el cuerpo de Cristo con el de un amigo y armó un berrinche bestial. El cura que dirigía el Santo Entierro fue llevado urgentemente a una clínica a causa de un infarto fulminante y varios monaguillos arremetieron a trompadas a Matilde, que ya subía por encima de los hombros de los creyentes a besar la efigie de Jesús muerto. Los periódicos se hicieron eco del acto sacrílego y Matilde fue sentenciada por la sociedad a pudrirse en un manicomio, permaneciendo en un hospicio estatal hasta que el embajador de la Santa Sede, Monseñor Agripini de Sanctis, por intermediación de parientes, escribió al presidente de la Suprema Corte de Justicia y se le otorgó el perdón. Pero Matilde, pasando por alto estas cosas, era sobria, elocuente, sofisticada. Por eso la gente no comprendía cómo ella quería tanto a Pedro. Porque, a decir verdad, lo amaba con locura. Y lo había demostrado varias veces. Una de ellas fue cuando a Pedro lo buscaba la policía por el robo de mil libras de libros usados. Matilde fue la primera en llevarlo a la comisaría y probar que, al acontecer el robo, ellos estaban bajo la cama de la tía solterona haciendo dos veces el amor. Otra, fue una mañana de sol en que Pedro trepó a la torre del Ayuntamiento y amenazó con lanzarse si no se le buscaba la proclama de la independencia para comérsela con chuletas Rimbaud, las cuales llevaba bajo el brazo. Fue Matilde la que subió a la torre por una escalera mecánica, de esas usadas por los bomberos para combatir incendios, convenciendo a Pedro de que la proclama de la independencia estaba rancia. Esa mañana, fue entregado a Pedro un total de cien libras de cartones de Walt Disney y una colección de novelas para adultos, entre las cuales se encontraba “Las relaciones peligrosas” de Laclos. Era cierto: Matilde amaba con locura a Pedro.

   Fue noticia trascendente en la ciudad el día en que ni Matilde ni Pedro volvieron a ser vistos. Miles de conjeturas se escuchaban por las calles:

   —Se suicidaron.

   —Se esfumaron.

   —Están en el manicomio.

   —Se casaron.

   —Se comieron uno al otro.

   —Están en el cielo.

   —Están en el infierno.

   —Dante Alighieri.

   —Julio Verne.

   —Ovidio.

   —Balzac.

   —Baudelaire.

   —Shelley.

   —Se los comió un buey.

   —Se los llevó Cervantes en un molino alado.

   —Murieron bajo la cama.

   —Aleluya.

   —Otra vez aleluya.

   —Ja, ja, ja... ¡Deben estarse riendo de todo el mundo.

   Sin embargo, los que sabían de verdad la historia de la desaparición de Matilde y Pedro, cuentan lo siguiente:

   —Cierto día, lluvioso, frío, quieto, Pedro y Matilde subieron a la buhardilla y comenzaron a desprender las hojas de un libro voluminoso forrado en caoba y cuyo título decía, más o menos, así: “Aventuras del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha”, escrito hacía más de trescientos años por alguien llamado Miguel de Cervantes Saavedra. Al libro ya le faltaban alrededor de cien páginas y una vez que terminaron de arrancar las hojas, empezaron a comérselas con vinagre, aceite de oliva y sal. Tan pronto se comieron el libro del tal Cervantes, se oyó a Pedro decir a viva voz: “Consígueme ‘La Náusea’, Matilde” y, al parecer, se comieron entre ambos la novela, pues tampoco se volvió a encontrar.

   Según las conclusiones emitidas en un informe firmado por el coronel Julio de las Armas a Tomar, Matilde y Pedro se esfumaron, se largaron, se acuclillaron, se achicharraron, por lo que ambos, con Quijote o sin Quijote, podrían estar por ahí. Pero otras voces aseguran que Pedro y Matilde aún existen, por lo que no sería raro el verlos metidos en algunos personajes de Kafka, comiendo zanahorias con letras impresas. O, tal vez, en Cela, comiendo Paella. Con “La Náusea” bajo el brazo, sus pecas y cabello rojo, Matilde estará siguiendo a Pedro, quien, riendo al leer y comerse lo leído, remonta los cielos color naranja subido en la grupa de un flaco caballo guiado por un jinete escuálido. Sí, Pedro y Matilde están ahí, montados  entre los millones, billones, trillones, cuatrillones de palabras impresas sobre  papeles carcomidos... ¡y van cantando y bailando un son!

   Porque, en definitiva, ¿llegó a salir el son de Cuba?

Efraim Castillo
Primavera del 1967.

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