Hacen diana en la memoria recóndita, en esa masa neuronal donde reposan tentaciones y embrujos, soledades y suspiros... Las palabras... No sé en cuál porcentaje de vagancias y periplos descansa mi prisión, mi pantalla... el arbitraje final de mi existencia...
domingo, 9 de mayo de 2010
El Día de las Madres:
La plenitud de amar y ser amados
Por Efraim Castillo
HAY UNA PALABRA en sánscrito
—jgdiMbka— que es de donde —probablemente— se desprende ese maravilloso vocablo que conocemos como madre y que ha sido el vínculo significante para atar al ser humano a la familia, a la sociedad y al tejido de la historia. Ese vocablo sánscrito le fue otorgado a la Suprema Shakti, la diosa que era considerada la madre del mundo para los vedas.
Muchos filólogos, tal vez tratando de ignorar la raíz común del sánscrito para la mayoría de los lenguajes occidentales, han denominado ese idioma como el proto-indoeuropeo, cuyo origen lo registran con más de 6 mil años de antigüedad. Sin embargo, por más vueltas que he dado alrededor y dentro de esa espesa maraña de jergas y dialectos escritos y hablados por las tribus y reinos que poblaron las geografías de la Anatolia y las orillas de los ríos Tigris y Eufrates, siempre arribo a la misma salida: el sánscrito —u otra lengua védica— fue el origen de los significados y significantes de donde emergieron casi todas las lenguas aposentadas desde los himalayas hasta el Atlántico y que, por debilitamientos de las civilizaciones que las sostuvieron, se dividieron en indo-europeas y nilo-saharianas, teniendo como enclave —para su decadencia o fortalecimiento— el Asia Menor, en el cual los hititas, sirios, hurritas y sumerios las tomaron para sí y las transformaron.
Como la lengua hablada es un organismo vivo, que fluye y confluye, que pierde y gana palabras, aquel vocablo sánscrito —jgdiMbka— se convirtió, por influencia del indo-ario, en Amor para los etruscos y luego, cuando esta civilización fue absorbida por los latinos, tuvo una variante a Mater o Matris; transformándose para las lenguas nilo-saharianas en la palabra Ama, que los beréberes —durante las guerras púnicas, doscientos años antes de Cristo — llevaron hasta la Montaña Navarra, cuando veinte mil de sus hombres desertaron del ejército de Aníbal al cruzar los pirineos por miedo a enfrentarse a las legiones romanas, refugiándose en lo que es hoy el país de los vascos.
Así, como quiera que se mueva la coctelera de la evolución de las lenguas, la palabra madre está conectada a la lalación, a ese sonido de necesidad, de apego, de búsqueda de calor de los niños cuando desean chupar la teta vital, o cuando necesitan la protección de ese ser que los abriga y que ellos, al no poder expresarlo de otro modo, lo hacen con esos mmmmm que articulan como si buscaran un norte, una luz de resguardo… o un cariñoso amparo.
Cuando el alemán dice mutter sabe que está llamando o refiriéndose al ser que lo trajo al mundo. Y cuando expresa mutterland sabe que está invocando a la madre patria, al igual que lo hacemos nosotros cuando pensamos en esta Quisqueya que nos duele en lo más profundo del alma, tal como hacían los vedas al implorar a su diosa Shakti, y los sumerios, y los egipcios cuando crearon la frase nunca olvides lo que tu madre ha hecho por ti; y los griegos y los romanos, cuando personificaron en las diosas Rhea —la madre de Júpiter, Neptuno y Plutón— y Cybeles, porque al hacerlo, no sólo invocaban el amparo de lo desconocido, sino que se vinculaban al milagro encarnado en el sagrado útero materno, en esa maravillosa matriz desde donde han brotado todas las prodigiosas aventuras del ser humano.
Lo importante, entonces, es hacerse una pregunta: Si el hombre ha conocido la importancia de la maternidad, ¿por qué tuvo que aguardar hasta el Siglo XVII, para que los ingleses accedieran a que sus trabajadores, que no tenían días de descanso, pudiesen dedicar un día a servir a la madre, honrando a todas las mujeres de Inglaterra que habían parido con una torta que fue llamada precisamente así —The mother’s cake—, que se disfrutaba el Mothering sunday, y que cien años después, Julia Ward Howe, sugirió en los Estados Unidos que se dedicara un día al año a la madre, el cual, también, podría ser llamado El día de la paz?
La respuesta a esta pregunta sólo podría ser manifestada desde la propia necedad humana.
La sugerencia de la señora Ward Howe, que se había efectuado en 1872, vino a tener eco en 1905, en la voz de Ana Jarvis, una joven de Philadelphia, cuya madre había muerto prematuramente y que, sin reponerse aún de su dolor, decidió que a las heroínas de la especie humana era preciso reconocerles con un día muy especial; un día para rendir tributo a sus úteros, a su protección, a su dolor y a su dedicación trascendente, dedicándose en cuerpo y alma a escribir a políticos, curas y pastores, maestros y académicos, abogados y periodistas, a fin de levantar un grito capaz de motorizar e implementar la idea de celebrar una vez al año El Día de las Madres.
Aún sin haberse convertido en ley, los ecos producidos por las cartas de Ana Jarvis se fueron materializando y para 1910 la mayoría de los estados de la Unión Americana celebraban un día dedicado a las madres, incorporándose a los festejos, hacia 1911, países como México, Canadá, China, Japón, Argentina, Colombia, Australia y Sudáfrica, creándose a finales del 1912 la Asociación Internacional del Día de las Madres, algo que se convirtió en oficial, cuando en 1914 el presidente Woodrow Wilson aprobó el proyecto de ley que le sometió el congreso de su país, proclamando el segundo día de mayo de cada año como Día de la Madre, una fecha de verdadera fiesta nacional en los Estados Unidos de Norteamérica y que unos años más tarde fue seguido en más de cuarenta países alrededor del mundo.
Como era de esperarse, el Día de las madres entró a República Dominicana con la primera ocupación norteamericana, en 1916, aunque hay vestigios de que ya para el 1912 las familias con vínculos familiares en los Estados Unidos lo celebraban, precisamente el segundo domingo del mes de mayo, oficializándose durante el gobierno de Horacio Vásquez, cuya esposa, Trina de Moya compuso el himno dedicado a todas las madres dominicanas y del mundo, a pesar de que ella, a quien llamaban Chin-Mamá, no tuvo hijos.
Dicen algunos de los historiadores que se esconden en las sombras del anonimato, que Trujillo —a quien sin lugar a dudas estamos convirtiendo en mito, en un paradigma de lo bueno y lo malo—oficializó El Día de las madres el último domingo del mes de mayo, atendiendo a peticiones de comerciantes que le sugirieron que, como en el país se pagaba a finales de cada mes, trasladara para esa fecha la celebración y así aliviar un tanto los bolsillos de los trabajadores, despegando, asimismo, el Día de los padres para el último domingo del mes de julio. Aunque no sé si el establecimiento de las fechas obedece a esta razón comercial, lo cierto es que así se han quedado las cosas hasta que algún otro gobierno de nuestra frágil democracia se aventure a realizar los cambios, internacionalizando las celebraciones con el calendario global.
Pero, me gustaría hacer una pregunta algo tonta: ¿debería aplicársele el vocablo madre tan sólo a las mujeres que han engendrado vida en su útero? La pregunta la hago porque aunque tuve, desde luego, una madre carnal que me amó y protegió, no es menos cierto que tuve una tía llamada Candita Polanco, Quiquí, quien sin haberme parido me profesó el más profundo de los cariños, tal como Catalina Parr lo hizo con sus hijastros, los vástagos del rey inglés Enrique VIII; o como Luisa de Coligny, que sacrificó su riqueza para criar a los hijos de Guillermo de Orange, el libertador de Holanda; o como Ana, la madrastra de Leonardo Da Vinci, a quien amó y cuidó como si hubiese nacido de sus entrañas; o como Sara Bush Johnston, que crió a Abrahan Lincoln, inculcándole los valores que, más tarde, este pro-hombre pondría en práctica en los Estados Unidos; o como Alexandrine, la esposa de Emile Zolá, que educó con gran amor a los dos hijos que el escritor tuvo con su querida Jeanne Rozerot; o como la bailarina Josephine Baker, que deslumbró con sus bailes exóticos a cuerpo batiente a la exigente Francia de los años veinte, pero que dedicó su fortuna a criar once niños huérfanos de diferentes nacionalidades, amándolos como si fueran suyos.
Y es por esto, por todas estas pruebas de que cada mujer es, de por sí, una madre, que creo profundamente que el maravilloso vocablo madre debe aplicársele a todas las mujeres, a todos esos seres que conforman nuestro otro yo, esa mitad que hizo posible que el ser humano aceptara la apuesta inconmensurable de amar y perdonar, tal como nos la enseñó hace más de dos mil años un humilde carpintero nacido en Belén de Nazareth, en Judá.
Entonces, sintamos y celebremos el Día de las madres como algo que nos ata a la vida, como algo que nos da el valor de estar vivos y, desde luego, que nos produce la plenitud de amar y ser amados.
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